Nocturna (3 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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—¡Jesús santísimo! —exclamó Lorenza.

Informó del incidente de inmediato.

—Vamos en camino —le dijo el supervisor—. «El nido del cuervo» quiere que vayas y eches una mirada.

—¿Yo? —preguntó Lo.

Frunció el ceño; eso le pasaba por ser curiosa. Avanzó por el carril de servicios de la terminal de pasajeros, cruzando las líneas de las pistas de rodaje que demarcaban la zona de estacionamiento. Estaba un poco nerviosa y alerta, pues nunca había llegado tan lejos. La FAA
[1]
tenía reglas muy estrictas sobre la circulación de los remolques y transportadores de equipaje, así que estuvo muy atenta a los aviones en movimiento.

Dobló delante de las luces azules de orientación que bordeaban las pistas de rodaje. Le pareció que el avión se había apagado por completo, desde la nariz hasta la cola. Las señales luminosas de seguridad y las luces interiores del avión estaban apagadas. Generalmente, incluso desde el suelo —que estaba a nueve metros—, se podía ver el interior de la cabina de mando a través de los ojos rasgados del parabrisas sobre la nariz característica del Boeing: el panel superior y las luces de los instrumentos con su típico resplandor rojo. Pero no se veía ningún tipo de luz.

Lorenza observó el avión a nueve metros de la punta del ala izquierda. Cuando llevas mucho tiempo trabajando en la pista —ocho años en el caso de Lo, mucho más que la suma de sus dos matrimonios—, logras aprender varias cosas. Los desaceleradores y los alerones —las aletas giratorias detrás de las alas— estaban derechos, tal como los sitúan los pilotos después de aterrizar. Los turborreactores estaban detenidos y silenciosos; generalmente tardan un poco para dejar de absorber aire, incluso después de detenerse, succionando polvo e insectos como unas aspiradoras descomunales y voraces. La nave había tenido un aterrizaje normal, sin presentar ningún problema antes de
apagarse por completo
.

Más alarmante aún, si había sido autorizado para aterrizar, los problemas que pudiera haber tenido debieron de suceder en un lapso de dos o tres minutos.
¿Qué problemas pueden surgir en tan poco tiempo?

Lorenza retrocedió un poco más, pues no quería ser succionada y triturada como un ganso canadiense si los turboventiladores se encendían de repente. Caminó a un lado de la zona de carga, el área del avión con la que estaba más familiarizada, hasta llegar a la cola, y se detuvo debajo de la puerta de salida de pasajeros. Puso el freno de mano y hundió la palanca para levantar la rampa, que tenía casi treinta grados de inclinación en su máxima altura. No era suficiente, pero era algo. Tomó los bastones luminosos y caminó por la rampa hacia el avión muerto.

¿Muerto?
¿Por qué había pensado eso? Ese aparato nunca había estado vivo…

Lorenza pensó fugazmente en un enorme cadáver en descomposición, en una ballena varada sobre la playa. La aeronave le parecía eso, un leviatán moribundo.

Cuando se acercó a la parte superior del avión, el viento se detuvo. Hay que señalar algo sobre las condiciones climáticas de la pista de estacionamiento del JFK: el viento nunca se detiene.
Nunca jamás. Siempre
hay viento en la pista; allí, donde los aviones vienen y van, entre los saladares y el helado océano Atlántico al otro lado de Rockaway. Pero, de repente, todo se hizo realmente silencioso, tanto que Lo se quitó los grandes protectores de felpa para estar segura de lo que sucedía. Creyó escuchar un martilleo en el interior del avión, pero no tardó en comprender que era tan sólo el latido de su propio corazón. Encendió su linterna y alumbró el costado derecho de la nave.

Siguió el rayo circular de la luz, y notó que el fuselaje aún estaba húmedo y resbaladizo tras el aterrizaje, y sintió un repentino olor a lluvia de primavera. Iluminó la larga hilera de ventanas con la linterna, pero todas las persianas estaban cerradas.

Se asustó, pues eso era muy extraño. Se sintió apabullada por el enorme avión de 250 millones de dólares y 150.000 toneladas de pesó. Tuvo una sensación fugaz, pero fría y palpable de estar ante una bestia semejante a un dragón; un demonio que sólo aparentaba estar dormido, y que en realidad era capaz de abrir sus ojos y su horrible boca en cualquier momento. Fue como un relámpago psíquico, un escalofrío que la recorría con la fuerza de un orgasmo al revés, tensionando y anudándolo todo.

Entonces notó que una de las persianas estaba levantada. Los vellos de la nuca se le erizaron tanto que tuvo que poner su mano sobre ellos para aquietarlos, como apaciguando a una mascota nerviosa. Ella no había visto esa persiana antes. Siempre había estado abierta: siempre.

Tal vez…

La oscuridad se agitaba en el interior del avión, y Lorenza sintió que algo la estaba observando.

Gimió inútilmente como una niña. Estaba paralizada. Una punzante avalancha de sangre, precipitándose como si acatara una orden, le apretó la garganta…

Y entonces ella entendió de manera inequívoca:
algo iba a devorarla…

La ráfaga de viento comenzó de nuevo, como si no hubiera amainado nunca, y Lo no necesitó ninguna otra insinuación. Bajó la rampa, saltó al interior del transportador y salió marcha atrás, activando la bocina de alerta, con la rampa todavía levantada. El chirrido que escuchó provenía de una de las luces azules de la pista de rodaje que se había atascado debajo de los neumáticos del transportador a medida que se alejaba a toda prisa, rodando entre el césped y la pista, dirigiéndose hacia las luces de media docena de vehículos de emergencia que se aproximaban.

Torre de control del
Aeropuerto Internacional JFK

C
ALVIN
B
USS
se había puesto otro par de auriculares y estaba dando las respectivas órdenes de rigor, de acuerdo con las instrucciones de la Administración Federal de Aviación para casos de incursiones en la pista de rodaje. Todas las salidas y llegadas de vuelos fueron suspendidas en un espacio aéreo de ocho kilómetros alrededor del JFK. Eso significaba que el volumen de tráfico se acumularía rápidamente. Calvin canceló los descansos y les ordenó a los controladores de turno que rastrearan el vuelo 753 en todas las frecuencias disponibles. Era lo más cercano al caos que había visto Jimmy el Obispo en la torre del JFK.

Los funcionarios de la Autoridad Portuaria —de traje y corbata, murmurando en sus Nextels— se habían apretujado detrás de él, y ésa no era una buena señal. Es curioso cómo las personas se reúnen espontáneamente cuando se enfrentan a lo inexplicable.

Jimmy el Obispo intentó llamar de nuevo sin obtener resultados.

Uno de los funcionarios le preguntó:

—¿Hay señales de secuestro?

—No —dijo Jimmy el Obispo—. Nada.

—¿Alarma contra incendios?

—Por supuesto que no.

—¿Y la alarma de la puerta de cabina? —preguntó otro.

Jimmy el Obispo concluyó que habían entrado en la etapa de «preguntas estúpidas» de la investigación. Se armó de la paciencia y el buen juicio que hacían de él un exitoso controlador de tráfico aéreo.

—La nave aterrizó y llegó sin problemas. El Regis 7-5-3 confirmó la puerta de embarque asignada y abandonó la pista de aterrizaje. Yo observé el radar y lo transferí al Departamento de Seguridad del aeropuerto.

—Tal vez el piloto tuvo que apagarla —dijo Calvin con una mano sobre el micrófono de sus auriculares.

—Tal vez —replicó Jimmy el Obispo—. O tal vez se le apagó.

—¿Entonces por qué no han abierto una puerta? —preguntó un funcionario.

Jimmy el Obispo ya estaba pensando en eso. Por regla general, los pasajeros no permanecen sentados un minuto más del necesario una vez que el avión se ha detenido en la puerta de embarque. La semana anterior, un jet Blue que había despegado de Florida estuvo a punto de sufrir un motín, y sólo porque
las rosquillas del refrigerio estaban rancias
. Y ahora resultaba que los pasajeros del 7-5-3 llevaban unos quince minutos sentados en la oscuridad total.

—Tiene que haber comenzado a subir la temperatura. Si el sistema eléctrico está apagado, el aire no circulará ni habrá ventilación dentro del avión —comentó Jimmy el Obispo.

—¿Qué demonios están esperando entonces? —saltó otro funcionario.

Jimmy el Obispo percibió que la ansiedad iba en aumento. Era ese vacío en el estómago que sientes cuando sabes que algo realmente malo está a punto de suceder.

—¿Qué tal si no pueden moverse? —murmuró antes de decir algo de lo que podría arrepentirse.

—¿Te refieres a que han sido tomados como rehenes? —le preguntó el funcionario.

El Obispo asintió en silencio… pero no estaba pensando en eso. Por alguna razón, en lo único que pensaba era en…
almas.

Pista de rodaje Foxtrot

L
OS BOMBEROS Y SOCORRISTAS
de la Autoridad Portuaria se aproximaron a la aeronave con la parafernalia habitual que incluía seis vehículos, entre ellos uno con rociador de espuma para derrames de combustible, un surtidor y un camión con una escalera aérea. Se detuvieron frente al transportador de equipaje atascado, antes de llegar a la línea de luces azules que bordean la Foxtrot. El capitán Sean Navarro saltó de la parte posterior del camión con la escalera y se plantó frente al avión inerte con su traje de bombero y su casco. Las luces de los vehículos de rescate titilaban contra el fuselaje, dotando a la nave de un latido rojo y falso. Parecía un avión vacío para una rutina de entrenamiento nocturno.

El capitán Navarro se dirigió al frente del camión y se subió a un lado de Benny Chufer, el conductor.

—Llama al equipo de mantenimiento y pídeles que traigan las luces. Luego sitúate detrás del ala.

—Las órdenes son mantenernos alejados —dijo Benny.

—Ese avión está lleno de gente —señaló el Capitán Navarro—. No nos pagan para iluminar pistas, sino para salvar vidas.

Benny se encogió de hombros e hizo lo que le había indicado el capitán. Navarro salió de la cabina, trepó al techo, y Benny alzó el
boom
para llevarlo hasta el ala. El capitán Navarro encendió su linterna y subió al borde de la salida que estaba entre dos alerones elevados, pisando con sus botas justo donde decía en letras grandes y negras:
NO PISAR AQUÍ.

Caminó sobre el ala, que estaba a seis metros de altura, y llegó a la salida de emergencia, la única puerta de la nave que posee un mecanismo de apertura exterior.

La ventanilla estaba descubierta, y Navarro intentó ver a través de la condensación acumulada detrás de las ventanas gruesas y dobles, pero sólo vio más oscuridad. El ambiente en el interior del avión debía de ser sofocante, pensó; como si fuera un pulmón de acero.

¿Por qué nadie pedía ayuda? ¿Por qué no se escuchaba movimiento alguno? Si el avión todavía estaba presurizado, estaría sellado y los pasajeros debían de estar quedándose sin oxígeno.

Empujó los dos alerones rojos con sus manos enguantadas y abrió el mecanismo de la puerta. Lo giró en dirección de las manecillas del reloj —casi ciento ochenta grados—, y lo haló. La puerta debería haberse abierto de inmediato, pero no se movió. Haló de nuevo en vano y comprendió que todo esfuerzo sería inútil. Era imposible que la puerta estuviera atrancada del otro lado. La manija debía de estar obstruida. ¿O sería que algo la estaba sujetando desde adentro?

Regresó al extremo superior de la escalera. Vio la luz anaranjada girando en las farolas de uno de los vehículos del aeropuerto que venía del muelle internacional. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el capitán distinguió las chaquetas azules de los agentes de la Administración para la Seguridad del Transporte que iban en el interior.

—Aquí vamos —murmuró el capitán Navarro, bajando por la escalera.

Eran cinco en total, y en el momento de las presentaciones el capitán Navarro no hizo ningún esfuerzo para recordar sus nombres. Mientras que él había ido al avión con las máquinas de bomberos y el equipo de rescate, ellos acudían dotados de teléfonos móviles y sofisticadas computadoras portátiles. Por un momento prestó atención a las conversaciones telefónicas, que se entrecruzaban las unas con las otras:

—Necesitamos pensarlo muy bien antes de llamar al Departamento de Seguridad Interior. Nadie quiere que se desate una tormenta de mierda por nada.

—Ni siquiera sabemos qué es lo que sucede. Si tocas la alarma y haces entrar en alerta roja a los aviones de combate de la Base Otis de la Fuerza Aérea, toda la flota naval de la costa Este entrará en pánico.

—Si se trata de una bomba, entonces los terroristas esperaron hasta el último momento posible.

—Tal vez quieren detonarla en suelo norteamericano.

—Es probable que se estén haciendo los muertos. Apagaron la radio para que nos acerquemos. Sólo están esperando a que lleguen los medios.

Un hombre leyó en la pantalla de su teléfono:

—Aquí aparece que el vuelo salió de Tegel, en Berlín.

Otro habló desde el suyo:

—Busquen a un alemán que hable inglés. Que nos diga si han visto alguna actividad sospechosa allá. También necesitamos un informe sobre los procedimientos de manejo del equipaje.

Otro ordenó:

—Revisen el plan de vuelo y la lista de pasajeros. Examinen cada nombre de nuevo y tengan en cuenta todas las variantes posibles.

—De acuerdo —dijo otro, leyendo un mensaje de texto en su móvil—. Todas las teorías posibles.

—El registro del avión es N323RG. Boeing 777-200LR. El chequeo más reciente fue hace cuatro días, en Hartsfield, Atlanta. Le reemplazaron un tubo giratorio gastado en el retropropulsor del motor izquierdo, y la montura de un cojinete averiado en el derecho. Se aplazó la reparación de una muesca en el alerón izquierdo interior debido al horario de vuelo. En resumen: está en buenas condiciones.

—Los
777
son nuevos, ¿verdad? Tienen apenas un año o dos de funcionamiento.

—Y una capacidad máxima de trescientos un pasajeros. Este vuelo tenía doscientos diez. Ciento noventa y nueve pasajeros, dos pilotos, y nueve auxiliares en la tripulación de cabina.

—¿Algunos sin registrarse? —preguntó en referencia a recién nacidos.

—Aquí aparece que no.

—Una táctica clásica —dijo el funcionario convencido de la teoría más tenebrosa—. Crean un problema para atraer a los organismos de reacción, aseguran una audiencia, y luego detonan la bomba para lograr el máximo impacto.

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