Elwyn Simons, paleontólogo que adquirió celebridad por haber descubierto en Egipto ancestros de criaturas emparentadas con los simios, me explicó en cierta ocasión cómo empezó a interesarse por desenterrar huesos viejos. Su padre, genealogista aficionado, se pasaba el día hablando de los lazos que unían a su familia con los primeros colonizadores holandeses del valle del río Hudson. De ahí que Simons decidiese que, puesto que la gente quería antepasados, él les mostraría algunos de los auténticos, de los de treinta millones de años.
Pero, pese a compartir la misma curiosidad por los antepasados, genealogistas y paleontólogos trabajan con conceptos de filiación diferentes. Los antepasados que interesan a los primeros tienen que ser individuos concretos, con nombre a poder ser distinguido, que estén relacionados a través de predecesores concretos (indiscutiblemente, los genealogistas no están interesados en descubrir tíos entre los monos). Esta circunstancia limita sus cálculos en materia de filiación a una minúscula fracción de tiempo durante la cual los humanos han engendrado a humanos. Los más rancios linajes basados en pruebas documentales son los que conectan a individuos vivos con Pipino de Lauden, uno de los fundadores del imperio carolingio que vivió en el siglo VII d. C. A veinticinco años por generación, los linajes carolingios abarcan un lapso de cincuenta y seis generaciones aproximadamente. Pero, si los primeros sapiens modernos aparecieron hace 150.000 años, nuestros árboles genealógicos se remontan a 5.600 generaciones, con lo que sigue siendo terra incognita genealógica el 99 por ciento de la descendencia de todo el mundo.
Los mormones (miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Ultimo Día) son los genealogistas más tenaces del mundo. Han recogido nombres y estadísticas vitales de cerca de 1.500 millones de personas muertas. Estos datos se almacenan en bandas magnéticas guardadas en un refugio nuclear subterráneo y climatizado, próximo a la sede de la Iglesia en Salt Lake City. Los mormones continúan añadiendo nuevos nombres a un ritmo de varios millones por año hasta que, esperan, todas las personas que hayan nacido queden identificadas por su nombre. Su creencia en el más allá justifica este esfuerzo. Los muertos no pueden disfrutar del cielo a menos que se les haya puesto nombre y bautizado in absentia en ceremonias que sólo los mormones están autorizados a oficiar. Los mormones creen que reinarán como dioses después de morir e ir al cielo, y que el número de espíritus sobre los cuales reinarán depende del número de personas a las que puedan conducir póstumamente a su grey. El genealogista mormón Thomas Tinney afirma poder trazar directamente hasta Adán el rastro de sus ancestros, a través de 156 generaciones en total, pero pocos de sus correligionarios le toman en serio. Un poquito más creíble es la utilización que otro genealogista mormón hace de las sagas y mitos nórdicos para llegar hasta antepasados que vivieron en el año 260 d. C. Pero, al fin y al cabo, los antepasados europeos se desvanecen en la oscuridad del anonimato cuando se llega a la edad de las tinieblas, a lo sumo hace unas cincuenta generaciones.
Para llegar lo más lejos posible, los genealogistas recurren a una discutible estrategia. Rastrean la filiación a partir de un único antepasado por línea directa, generalmente varón, omitiendo por consiguiente a cientos, si no miles, de otros antepasados igual de directos. Alex Haley siguió esta estrategia en el best seller y la popularísima serie televisiva Raíces. Empezó por su madre, pasó luego al padre de ella, concentrándose a continuación exclusivamente en los varones hasta llegar a Kunta Kinte, africano capturado por negreros británicos y vendido a una plantación de Maryland en 1767. Sin embargo, en ese año Haley pudo haber tenido 255 antepasados por línea directa además de Kunta Kinte. El propio Haley reveló sin darse cuenta la importancia de algunas de las «raíces» que había omitido cuando, de visita en una aldea de Gambia, dijo sentirse «impuro» a causa de su tez clara.
Más allá de las aproximadamente sesenta generaciones que marcan el límite máximo, defectuoso y artificial, de las relaciones genealógicas, otras maneras de calcular la filiación esperan a quienes anhelan raíces más profundas. Dejando a un lado la búsqueda de una sucesión ininterrumpida de progenitores dotados de nombre, se puede invocar el principio de la filiación que da carta de naturaleza a las tribus y comunidades étnicas —escoceses, alemanes, aztecas, camboyanos, vietnamitas, tamiles, ashantis, etc.— de todo el mundo. Para hacer valer estas raíces más profundas, basta con demostrar que los padres y abuelos fueron miembros reconocidos de la misma entidad étnica o tribal. A partir de ese momento, la historia, el mito y las divinidades lingüísticas nos llevan en volandas a través de los pasillos del tiempo hasta un lejano amanecer tribal o étnico. Pero este tipo de filiación se basa en el supuesto fundamental de que los escoceses siempre se han emparejado sólo con escoceses, los alemanes con alemanes, los aztecas con aztecas, etc., supuesto discutible dadas la historia de disensiones de estas etnias y la conocida propensión de los vencedores a incluir a las mujeres en el botín de guerra.
Los vascos y los judíos constituyen dos de los grupos étnicos más antiguos que han sobrevivido hasta nuestros días. Los vascos, cuya tierra natal se extiende a ambos lados de los Pirineos, entre España y Francia, hablan una lengua sin relación con ninguna de las habladas en Europa. La etnia vasca tiene raíces que van mucho más allá de la época romana, hasta los comienzos de la Edad del Bronce en Europa. En cuanto a los judíos, con arreglo a la autoridad bíblica según la cual Abraham nació en la Ur de los caldeos, afirman tener una antigüedad de cerca de 4.000 años. Pero ni los vascos ni los judíos pueden tener pretensiones de una filiación pura, producto de una rigurosa endogamia. En ambos casos las reglas de filiación común sólo pueden cumplirse omitiendo un amplio número de linajes ancestrales extraños. Utilizando los grupos sanguíneos y otros parámetros inmunológicos, los investigadores han demostrado repetidas veces que, desde el punto de vista genético, los judíos de una región determinada se parecen más a sus vecinos que a los judíos de otras regiones.
Si pasamos por alto estas imperfecciones, nos queda un límite máximo para la filiación étnica que nos retrotrae a no más de 4.000 años, es decir, sesenta generaciones. Más allá de este punto, sólo queda un recurso a quienes desean ardientemente tener antepasados lejanos. Pueden afirmar que descienden de uno de los antepasados fundadores de una de las divisiones de nuestro género, conocidas popularmente por el nombre de razas: los caucasoides de sus antepasados caucasoides, los negroides de sus antepasados negroides, los mongoloides de sus antepasados mongoloides, etc. Pero ¿qué antigüedad tienen estas divisiones? y ¿desciende realmente cada una de un grupo exclusivo de antepasados?
Lamento tener que empezar pidiendo excusas. Esta es una pregunta difícil de contestar porque los rasgos con que determinamos si una persona es caucasoide, negroide, mongoloide, etc., son las partes blandas y superficiales del cuerpo. Los labios, narices, pelo, ojos y piel no se fosilizan. Al mismo tiempo, las partes duras, que sí se conservan, no son fiables como indicadores raciales porque las dimensiones de los esqueletos de todas las razas coinciden en su mayor parte. Pero hay todavía un problema más grave a la hora de determinar cuánto tiempo llevan existiendo las razas. Los genes que determinan las características utilizadas para definir las razas contemporáneas no forman necesariamente conjuntos de rasgos hereditarios que se den siempre juntos. Las variantes de color de la piel, forma del pelo, tamaño de los labios, anchura de la nariz, pliegues epicánticos, etc., se pueden combinar y heredar independientemente unas de las otras. Esto significa que los rasgos que van asociados en la actualidad no tuvieron que estar necesariamente asociados en el pasado o existir siquiera entre las poblaciones de las que descienden los grupos raciales actuales.
Aún hoy, existen en el mundo tantas combinaciones diferentes de rasgos raciales que la simple clasificación en cuatro o cinco tipos principales no basta para hacerles justicia. En el norte de África viven millones de personas que tienen labios delgados, nariz fina y pelo ondulado, pero con una tez que va del moreno oscuro al negro. Los nativos de África meridional, como los san, tienen ojos con pliegue epicántico igual que la mayor parte de los asiáticos, tez variable entre el moreno claro y el moreno oscuro y pelo muy rizado. En la India existen personas con pelo liso u ondulado, tez morena oscura a negra, labios delgados y nariz fina. En las estepas de Asia central, los pliegues epicánticos están asociados a cabello ondulado, considerable pilosidad facial y corporal y tez clara. Los indonesios presentan muy frecuentemente pliegues epicánticos, tez entre moreno claro y oscuro, pelo ondulado y nariz y labios gruesos. Los habitantes de las islas de Oceanía presentan combinaciones que van del moreno al negro en cuanto a tez, con formas y cantidades de pelo y rasgos raciales sumamente variables. Los ainos del norte del Japón presentan una interesante combinación de rasgos: de piel clara y cejas espesas, son el pueblo más velludo del mundo. En Australia es común tener tez variable entre el pálido y el moreno oscuro y pelo ondulado de color rubio a castaño.
Desconocer o negar la independencia de los rasgos utilizados para determinar las razas puede mover a crear extrañas categorías biológicas. La distinción entre blancos y negros utilizada en los Estados Unidos, por ejemplo, omite el hecho obvio de que las personas negras pueden tener ojos, nariz, pelo y labios indistinguibles de los de las personas blancas. Sucede, asimismo, lo contrario con los blancos, entre los cuales algunos individuos parecen más negroides que algunos negros. Estas anomalías se producen porque los estadounidenses no entienden por raza el aspecto efectivo de una persona determinado por sus genes, sino con arreglo a la categoría en que fueron clasificados sus padres. Según esta concepción de raza, si uno de los padres es «negro» y el otro «blanco», el hijo de ambos es «negro» pese al hecho de que, conforme a las leyes de la genética, la mitad de los genes del descendiente proceden del progenitor negro y la otra mitad del blanco. La práctica de encasillar racialmente a las personas resulta absurda cuando los antepasados negros se reducen a un abuelo o bisabuelo. Esta circunstancia origina el fenómeno del blanco socialmente clasificado como «negro». La mayoría de los estadounidenses negros han heredado una parte importante de sus genes de antepasados europeos recientes. Cuando se estudian muestras de negros estadounidenses, suponer que representan a africanos es incorrecto desde el punto de vista genético. Quizá sería mejor imitar a los brasileños, que determinan los tipos raciales no con tres o cuatro términos sino con 300 ó 400, inclinándose debidamente ante el hecho de que no puede considerarse europeas, africanas o amerindias a personas cuyos padres y abuelos eran una mezcla de europeos, africanos y amerindios.
Los rasgos que podemos ver no coinciden con los que no podemos ver. Tomemos los grupos sanguíneos A,B,O. Presentan el tipo O entre el 70 y el 80 por ciento de los escoceses de piel clara, los habitantes de África central de piel negra y los aborígenes australianos de piel morena. Si pudiésemos ver el grupo sanguíneo de tipo O del mismo modo que vemos el color de la piel, ¿agruparíamos a escoceses y africanos en la misma raza? El tipo A es igualmente indiferente a las distinciones superficiales. Entre el 10 y el 20 por ciento de los africanos, hindúes y chinos presentan el tipo A. ¿Deberíamos, pues, agruparlos a todos en la misma raza?
Otro ejemplo de rasgo invisible que desconoce alegremente los límites raciales convencionales es la capacidad para detectar el sabor del PTC (feniltiocarbamida). En 1931 un asistente de laboratorio vertió accidentalmente una muestra de esta sustancia. Sus compañeros de trabajo se quejaron del sabor amargo que les producía en la boca; otros dijeron que no notaban nada. Los antropólogos saben ahora que el mundo se divide entre quienes notan el PTC y quienes no lo notan. En Asia estos últimos varían entre el 15 y el 40 por ciento de la población. En Japón y en China son el doble y en Malasia el triple. ¿Significa esto que los grupos mencionados pertenecen a una raza diferente? Si quienes detectan el PTC pudiesen distinguir a quienes no lo detectan, ¿se reirían de ellos o se negarían a admitirlos en sus barrios o en sus escuelas?
Combinaciones y frecuencias nuevas de genes han mantenido a los tipos raciales de la especie en estado de fluidez desde que empezaron a extenderse por África y Eurasia las poblaciones de sapiens modernos. Algunos de estos cambios son fruto de la casualidad. Durante las migraciones de pequeños grupos a regiones nuevas, podía suceder que los colonizadores portasen accidentalmente un gen menos frecuente entre sus antepasados. A partir de ese momento, la nueva población presentaría una frecuencia mayor de la variante. Tal circunstancia serviría para explicar la característica forma de pala que presentan los incisivos de los asiáticos.
Otro proceso de carácter esencialmente aleatorio, que contribuye a la difuminación de los rasgos raciales, es el acelerado flujo de genes que se produce cuando las poblaciones migrantes encuentran poblaciones distintas desde el punto de vista genético. En tiempos remotos es improbable que ocurrieran mezclas raciales tan masivas como las registradas en los Estados Unidos y Brasil, cierto grado de mezcla racial habría sido inevitable en las fronteras cambiantes de poblaciones genéticamente diferentes.
Por último, como en toda evolución biológica, es cierto de modo general que la selección natural constituye una de las causas principales de la distribución y frecuencia cambiantes de los genes utilizados convencionalmente para determinar las divisiones raciales. Cuando las poblaciones se trasladan a hábitats diferentes o se producen alteraciones en los entornos, la selección con arreglo al éxito reproductor lleva a la aparición de nuevos conjuntos de rasgos hereditarios.
Los antropólogos han realizado una serie de sugerencias plausibles, relacionando las diferencias raciales con la temperatura, la humedad y otros factores climatológicos. Por ejemplo, es posible que las narices largas y estrechas de los europeos se seleccionaran para calentar el aire, extremadamente frío y húmedo, a la temperatura corporal antes de que alcance los pulmones. La constitución generalmente redondeada y rechoncha de los esquimales, quizá represente también una adaptación al frío (de nuevo la ley de Bergman). Por el contrario, un cuerpo alto y delgado facilita una evacuación máxima de calor. Esto serviría para explicar el tipo alto y delgado de los africanos del Nilo, que habitan regiones de intenso calor seco y cuyos descendientes figuran entre los mejores jugadores de baloncesto del mundo.