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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (12 page)

BOOK: Nuestra especie
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Irónicamente, los rasgos cuya frecuencia está determinada por selección natural no son buenos indicadores para reconstruir la historia y antigüedad de las divisiones raciales actuales. Supongamos, por ejemplo, que gentes de nariz chata emigran de un clima tropical a uno frío. En una veintena escasa de generaciones, la selección natural habrá aumentado la frecuencia con que se dan entre ellas las narices largas. Un observador que se fijase en su parecido con sus vecinos narigudos concluiría rápidamente que aquéllos descienden de una raza de clima frío y nariz larga y no de otra de clima cálido y nariz chata. Por consiguiente, los mejores indicadores de ascendencia racial los constituyen aquellos rasgos que son accidentales o no obedecen a adaptación, como los incisivos en forma de pala que mencioné hace un momento.

Desgraciadamente, muchos de los rasgos que los antropólogos consideraron en otro tiempo como los mejores indicadores de ascendencia racial han demostrado tener valor adaptativo en determinadas situaciones. Los grupos sanguíneos en especial produjeron una decepción particularmente profunda, por cuanto la serie A,B,O está relacionada con la resistencia a enfermedades que pueden afectar al éxito reproductor, como la viruela, la peste bubónica y la intoxicación alimentaria por bacterias. Por tanto, las explicaciones sobre las frecuencias de los grupos sanguíneos se basan tanto en el historial de las exposiciones eventuales de las diferentes poblaciones a las diferentes enfermedades como en la ascendencia racial. Incluso un rasgo tan críptico y aparentemente inútil como la capacidad de detectar el sabor del PTC podría ser indicador no tanto de una filiación común como de las similitudes en las respuestas adaptativas de poblaciones ancestralmente separadas. Desde un punto de vista químico, el PTC se parece a algunas sustancias que tienen efectos nocivos sobre el funcionamiento de la glándula tiroides. Una consecuencia común del disfuncionamiento de la tiroides es el bocio, enfermedad que ocasiona minusvalía y muerte prematura. En las poblaciones que presentan un elevado riesgo de bocio, la selección se decantó posiblemente a favor de la capacidad de notar el sabor de los alimentos con contenido de sustancias similares al PTC, que inhiben la tiroides, lo que a fin de reconstruir la ascendencia racial hace poco fiable la distinción entre las personas capaces de detectarlo y las que no lo son.

Pese a todas estas reservas, sigue siendo posible diferenciar las poblaciones humanas sobre la base de gran número de rasgos genéticos invisibles cuyas frecuencias medias se agrupan en grado estadísticamente significativo. El porcentaje de genes que comparten estas poblaciones puede emplearse para medir la «distancia» genética que las separa. Además, suponiendo que el ritmo de cambio genético ha sido uniforme en dichas poblaciones, se puede estimar el momento en que dos de ellas empezaron a divergir y, por tanto, a construir un árbol genético probable que muestre la secuencia de sus derivaciones a través del tiempo. El antropólogo Luigi Cavalli-Sforza ha utilizado este método para definir las siete poblaciones contemporáneas principales: africanos, europeos, asiáticos nororientales, asiáticos surorientales, isleños del Pacífico, australianos y neoguineanos. El árbol genético más probable muestra que la primera derivación del tronco común africano se produjo hace unos 60.000 años. Hace entre 45.000 y 35.000 años los árboles eran cinco e incluían la división entre europeos y norasiáticos. Las divergencias más recientes se refieren a la separación de asiáticos nororientales y amerindios y a la de asiáticos surorientales e isleños del Pacífico.

Sólo el tiempo dirá si el árbol genético de Cavalli-Sforza sobrevivirá al vendaval de críticas que ha suscitado. Pero téngase presente que el grupo de rasgos empleado para establecer el árbol no incluye ni el color de la piel, ni la forma del pelo, ni ningún otro rasgo «racial» convencional y que cuanto más nos alejemos en el tiempo, mayor será la dificultad de hablar de grupos parecidos a las razas que conocemos actualmente.

La pigmentación de nuestra piel

Los seres humanos no son en su mayoría ni muy blancos ni muy oscuros: son morenos. La blanquísima piel de los europeos septentrionales y sus descendientes, y las negrísimas pieles de los centroafricanos y sus descendientes, no son probablemente sino adaptaciones especiales. Es posible que los negros y los blancos contemporáneos hayan compartido, hace tan sólo 10.000 años, los mismos antepasados de piel morena.

La piel humana debe su color a la presencia de unas partículas denominadas melanina. La función principal de la melanina consiste en proteger las capas cutáneas superficiales de los daños que podrían ocasionarle los rayos ultravioleta irradiados por el sol. Esta radiación plantea un problema fundamental a nuestro género, dado que carecemos de la densa capa de pelo que sirve de protección solar a la mayoría de los mamíferos por las razones que indiqué en capítulos anteriores. La falta de pelo nos expone a dos clases de peligros por irradiación: las quemaduras corrientes con sus ampollas, sus sarpullidos y sus riesgos de infección, y los diversos tipos de cáncer de piel, entre los que se incluye el melanoma maligno, una de las enfermedades más mortíferas que se conocen. La melanina constituye la primera línea defensiva del organismo contra estas enfermedades. Cuanto mayor sea el número de partículas de melanina, más morena será la piel y menor el riesgo de quemaduras y de cáncer. Esto explica por qué los mayores porcentajes de cáncer de piel se dan en países soleados como Australia, donde personas de piel clara, descendientes de europeos, pasan buena parte de sus vidas al aire libre ligeramente ataviados. Las personas de piel muy oscura raras veces contraen este tipo de cáncer. Cuando ello sucede, éste aparece en las partes del cuerpo sin pigmento (palmas de las manos y labios).

Si la exposición a la radiación solar sólo tuviese efectos perjudiciales, la selección natural se habría decantado por el color negro betún para todas las poblaciones humanas. Pero los rayos del sol no constituyen una amenaza absoluta. Al incidir sobre la piel, la luz del sol convierte en vitamina D las sustancias grasas de la epidermis. La sangre transporta la vitamina D de la piel a los intestinos (desde un punto de vista técnico, convirtiéndola en una hormona en vez de una vitamina), donde desempeña un papel fundamental en la absorción del calcio. Por su parte, el calcio es decisivo para la fortaleza de los huesos. Sin él, las personas contraen dolencias deformadoras como el raquitismo y la osteomalacia. En las mujeres la deficiencia de calcio puede originar una deformación del conducto pélvico, con la secuela de parto mortal para la madre y el feto.

La vitamina D se obtiene de pocos alimentos, principalmente de aceites e hígados de peces marinos. Pero las poblaciones de interior se ven obligadas a depender de los rayos del sol y de su propia piel para obtener el suministro de esta sustancia fundamental. El color de la piel específico de una población humana representa en amplia medida, pues, una solución de compromiso entre los peligros de una radiación excesiva y los de una radiación insuficiente, es decir, entre las quemaduras agudas y el cáncer de piel, por un lado, y el raquitismo y la osteomalacia, por otro. Dicha solución de compromiso explica el predominio mundial de los morenos y la tendencia general a una piel más oscura entre las poblaciones ecuatoriales y más clara entre las que habitan en latitudes más altas.

En las latitudes medias, la piel sigue la estrategia de cambiar de color según las estaciones. Alrededor de la cuenca mediterránea, por ejemplo, la exposición al sol estival conlleva un alto riesgo de cáncer y un riesgo pequeño de raquitismo. El cuerpo produce más melanina y la gente se oscurece (es decir, se broncea). El invierno reduce el riesgo de quemaduras y cáncer, el cuerpo produce menos melanina y el bronceado desaparece.

La correlación entre color de la piel y latitud no es perfecta, porque otros factores (como la disponibilidad de alimentos ricos en vitamina D y calcio, la nubosidad invernal, la cantidad de ropa que se vista y las preferencias culturales) pueden obrar a favor o en contra de la relación predicha. Los esquimales del Ártico, por ejemplo, en contra de lo que podía preverse no son de piel clara, pero su hábitat y su economía les permiten tener una dieta excepcionalmente rica en vitamina D y calcio.

Los europeos septentrionales, que se ven obligados a vestir abundantes ropas para protegerse de los inviernos nubosos, fríos y largos, siempre corrieron el riesgo de contraer raquitismo y osteomalacia por falta de vitamina D y calcio. Este riesgo aumentó en cierto momento a partir del 6.000 a. C., cuando hacen su aparición en el norte de Europa colonizadores dedicados al pastoreo de vacas que no aprovechaban los recursos marinos. El riesgo habría sido especialmente grande para los mediterráneos de piel morena que emigraron hacia el norte con sus cultivos y animales domésticos. Muestras de piel de individuos caucásicos (prepucios de niños obtenidos en el momento de la circuncisión) que se habían expuesto a la luz del sol de días despejados en Boston (42.° N) desde noviembre a febrero no produjeron vitamina D. En Edmonton (52.° N) este período se amplió de octubre a marzo. Sin embargo, más al sur la luz consiguió producir vitamina D a mediados del invierno. Casi toda Europa está situada al norte de los 42.° N. La selección natural se decantó claramente a favor de las personas de piel clara y sin broncear que podían utilizar las dosis de luz solar más débiles y breves para sintetizar la vitamina D. Durante los gélidos inviernos, sólo un circulito del rostro del niño se podía dejar a la influencia del sol, a través de las gruesas ropas, por lo que se favoreció la supervivencia de personas con las traslúcidas manchas sonrosadas en las mejillas características de muchos europeos septentrionales. (Las personas capaces de procurarse calcio bebiendo leche de vaca también se verían favorecidas por la selección natural, pero este es un asunto del que trataré más adelante).

Si por término medio hubiese sobrevivido un 2 por ciento más de hijos de personas con la piel clara en cada generación, el cambio de pigmentación pudo haber comenzado hace 5.000 años y alcanzar los niveles actuales mucho antes del comienzo de la era cristiana. Pero la selección natural no tuvo por qué actuar sola. La selección cultural pudo haber intervenido también. Probablemente, cuando la gente tenía que decidir, consciente o inconscientemente, qué niños alimentar y cuáles descuidar, tendrían ventaja los de piel más clara, pues la experiencia habría demostrado que estos individuos solían criarse más altos, fuertes y sanos que sus hermanos más morenos. El blanco era hermoso porque era saludable.

Para explicar la evolución de la piel negra en las latitudes ecuatoriales, basta con invertir los efectos combinados de la selección natural y la cultural. Con el sol gravitando directamente sobre la cabeza la mayor parte del año y al ser la ropa un obstáculo para el trabajo y la supervivencia, nunca existió carencia de vitamina D (y el calcio se obtenía sin dificultad de los vegetales). El raquitismo y la osteomalacia eran infrecuentes. El cáncer de piel constituía el problema principal, y la cultura se limitó a amplificar lo que la naturaleza había iniciado. Los padres favorecían a los niños más oscuros porque la experiencia demostraba que, al crecer, corrían menos riesgo de contraer enfermedades mortales y deformadoras. El negro era hermoso porque el negro era saludable.

El atraso de África

Hace un siglo, los biólogos y los antropólogos creían que las razas de nuestro género no tenían las mismas aptitudes para alcanzar la civilización industrial. Thomas Huxley (acérrimo defensor de Darwin), uno de los científicos más doctos de su época, dijo:

Es muy posible que algunos negros sean mejores que algunos blancos, pero ningún ser racional conocedor de los hechos cree que el negro medio sea igual y menos aún superior al blanco medio. Y, si esto es cierto, resulta sencillamente increíble que, cuando desaparezcan sus desventajas [sociales] y pueda desenvolverse en condiciones de igualdad, sin ventaja pero sin opresor, nuestro pariente prognático sepa luchar con éxito contra su rival de mayor cerebro y mandíbula más pequeña, en una confrontación que ha de hacerse a golpe de pensamiento y no a mordiscos.

Los hechos aducidos por Huxley sencillamente no eran hechos, por cuanto las investigaciones posteriores demuestran que se basan en muestras poco representativas, técnicas de medición erróneas y estereotipos etnocéntricos. Pero para muchas personas de su generación, la prueba aparentemente irrefutable de la superioridad racial se fundamentaba en el fracaso de los negros y de otras razas a la hora de competir con éxito contra los blancos en la industria, el comercio y la guerra. Los blancos de Europa y América habían conseguido dominar política y económicamente a casi toda la especie humana. ¿No era acaso prueba suficiente de la superioridad racial de los blancos el atraso industrial de los pueblos asiáticos, africanos y americanos? Deseosos de justificar su hegemonía imperial, los europeos y los estadounidenses no se daban cuenta de la falsedad de este argumento. Olvidaban convenientemente los grandes vuelcos de la historia, como la destrucción de Roma por tribus germánicas «atrasadas» y el fin de 2.000 años de dominación imperial en China a manos de los marineros narigudos, peludos y rubicundos, que vivían al otro lado del mundo en reinos pequeños y atrasados.

Alfred Kroeber, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley, resumía la ironía del derrumbamiento de Roma a manos de razas bárbaras menospreciadas con estas palabras:

De haber preguntado a Julio César o a uno de sus contemporáneos, si, haciendo un fabuloso esfuerzo mental, podía imaginar que los britones y los germanos fuesen intrínsecamente iguales a los romanos y griegos, habría respondido probablemente que si aquellos norteños dispusiesen de la capacidad de los mediterráneos, haría tiempo que la habrían utilizado, en lugar de seguir viviendo desorganizados, pobres, ignorantes, toscos y sin grandes hombres ni productos del espíritu.

En cuanto al orgullo racial chino, nada mejor para glosarlo que el rechazo del emperador Ch'ien-Lung, en 1791, a la solicitud de establecer relaciones comerciales presentada por una delegación de «bárbaros de cara colorada». Inglaterra, dijo el emperador, no tiene nada que China pueda necesitar. «Como su embajador puede ver con sus propios ojos, tenemos de todo». Había gran verdad en la observación de Ch'ien-Lung. A finales del siglo XVIII, la tecnología china estaba tan avanzada como la inglesa. Los chinos sobresalían en la fabricación de porcelana (chinaware, en inglés), hilaturas de seda y fundición del bronce. Habían inventado la pólvora negra, el primer computador (el ábaco), la compuerta de canal, el puente suspendido mediante cadenas de hierro, el timón de popa, el cometa capaz de elevar a un hombre y el escape, precursor fundamental de la mecánica europea. En cuanto a transportes, productividad agraria y población se refiere, las pequeñas naciones de Europa apenas resistían la comparación. El imperio de Ch'ien-Lung se extendía desde el círculo ártico hasta el océano Indico, penetrando cerca de 5.000 kilómetros en el interior. Contaba con 300 millones de habitantes, controlados por una única burocracia centralizada. Fue el mayor y más poderoso imperio de todos los tiempos. Sin embargo, menos de cincuenta años después del arrogante veredicto de Ch'ien-Lung, el poder imperial chino fue destruido, sus ejércitos humillados por un puñado de soldados europeos, sus puertos controlados por comerciantes ingleses, franceses, alemanes y estadounidenses, y sus masas campesinas diezmadas por el hambre y la peste.

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