«Sorpresa y pavor», piensa Mooney.
—Macho, aquí ha habido algún tipo de combate —exclama Wyatt—. ¡Hey, mira eso!
Wyatt avanza deprisa, deja el arma apoyada contra un coche y empieza a llenarse los bolsillos con algo que ha encontrado en el suelo.
—¡Soy rico! Lástima que las tiendas estén cerradas.
Mooney tose a causa de la bruma tóxica. El interminable horror de esta patrulla lo está dejando extenuado. Cada paso que da es como si caminara a cámara lenta, como si nadara en el aire, como si escapara de sus peores miedos en una pesadilla.
—Esta mujer está desnuda —grazna Wyatt—. ¡Qué asco! Se le ven los sesos. ¡Eh, Mooney! ¿Quieres tajada de este dinero? Hay por todas partes.
—Joel, déjalo. Ya tenemos suficientes problemas sin que te pongas a saquear. Y te vas a poner enfermo si sigues recogiendo cosas del suelo.
El estrés le provoca un dolor de cabeza terrible y siente que las venas de las sienes empiezan a palpitarle con fuerza. Entonces se pone en cuclillas y se inclina hacia adelante para vomitar sobre un montón de ropa empapada con aceite de motor: zapatos de bebé, un sujetador, un par de pantalones de gimnasio.
Wyatt aparece frente a él.
—No tienes buen aspecto, colega. Quizá eres tú quien ha cogido el virus.
—No lo he cogido.
—Oh, entonces es vértigo. Tú imagina que sigues en Iraq y todo irá sobre ruedas. —Wyatt abre los ojos y, en una reacción tardía, añade—: ¡Tío! Ese coche de policía está del revés.
—Cállate, Joel —responde Mooney escupiendo al suelo—. Por favor, cállate de una maldita vez.
—No me digas que me calle. ¡Sólo intento ayudar!
—Pues no levantes la voz. Vas a conseguir que esas cosas se nos echen encima de nuevo.
—Oh, Dios mío. ¿A que molaría que los despertáramos y cayeran sobre nosotros como una ola humana, digamos… un millón de ellos? —Wyatt se ríe con su característica risa aguda—. Tú tranquilo, jefe. Esta vez tengo un arma. Hay muchas parecidas, ¡pero esta arma es mía! Si esos dementes aparecen, me los voy a cepillar con todas mis ganas. Es como si Navidad hubiera llegado antes este año. ¡Matar a gente es legal!
Mooney se pone en pie, listo para reanudar el reconocimiento, pero al momento ve a una muchacha muerta que parece mirarlo con ojos ausentes desde la luna trasera de un Volkswagen Jetta. Mooney cierra los párpados.
«Sorpresa y pavor».
—Quiero decir que, ¿a que molaría poder matar a todas las personas que odias?
—No, Joel. Yo no quiero matar a nadie.
—Más para mí —se pavonea Wyatt mientras se aleja hinchado como un gallo. El cansancio lo ha hecho volverse más maníaco—. A trabajar entonces, colega. El teniente dijo que moviéramos el culo.
—De hecho, te juro por Dios que no voy a matar a nadie si puedo evitarlo.
Wyatt mira su reloj.
—Casi es la hora de pasar el informe con esas radios Icom tan chulas que nos han dado. ¿Vienes o qué?
Mooney aprieta los dientes y se da prisa para alcanzarlo, pisando con las botas trozos de vidrio roto. Concentra su sentido de la vista hasta conseguir los «ojos de mosca», sin fijarse en nada en concreto pero capaz de percibir los movimientos más sutiles que ocurran dentro de su campo de visión. Utilizaba esa técnica durante las patrullas en Bagdad.
Al pasar junto a un camión en la siguiente manzana, oye unos crujidos.
Y por debajo de los crujidos, un gruñido bestial y gutural.
Mooney indica con un silbido a Wyatt que se detenga.
Wyatt se pone en cuclillas al momento, mira alrededor, se vuelve hacia Mooney y hace un gesto con la mano.
¿Qué?
Mooney niega con la cabeza. No está seguro de qué es lo que ha sonado ni de dónde procede. Podría haber sido una bolsa de plástico arrastrada por el viento. Sólo que no hay viento.
Wyatt le indica a Mooney que se acerque a su posición.
Mooney se pone en pie y, con el rabillo del ojo, ve una cara que lo mira con avidez desde dentro del camión.
La criatura arremete, cierra la mandíbula llena de espuma y golpea la ventana con las manos, dejando manchas de sangre en el cristal.
Mooney grita, se tambalea hacia atrás y le dispara a bocajarro en toda la cara, que desaparece en una explosión de humo, vidrio y sangre.
—¡Joder, asesino! —exclama Wyatt, acercándose a su lado—. Te has cargado a esa chati. A la próxima, dale la oportunidad de rendirse, ¿quieres?
Mooney se aleja de los restos y se cubre la cara con una mano mientras gime.
—Romeo Cinco Tango, aquí Perro de guerra Dos, adelante.
—Oh, oh… Perro de guerra Dos-Seis quiere saber quién te asustó tanto como para que lo mataras —dice Wyatt, y aprieta el botón del aparato—: A la espera de recibir mensaje. Adelante.
—Hemos oído disparos en sus inmediaciones. Informe de la situación. Cambio.
—El soldado Mooney se vio sorprendido por un gato y disparó accidentalmente el arma. Pausa. —Wyatt sonríe a Mooney de manera burlona, cierra la mano en un puño y hace el gesto universal de masturbarse—. Nos encontramos a una manzana de distancia del punto de desvío designado. Nos disponemos a ir en dirección oeste. Cambio.
—Su misión es observar. No atraigan atención no deseada. ¿Me copia? Cambio.
—Recibido alto y claro, señor. Mensaje entendido. Cambio y corto.
—Corto.
—El teniente está raro —comenta Wyatt guiñándole un ojo a Mooney—. Larguémonos de aquí, asesino. En marcha.
Han recorrido unos ochocientos metros. Los soldados caminan por encima de unas maletas, abiertas y su contenido desparramado en mitad de la Primera Avenida, luego giran por la calle Cuarenta y dos.
A mitad de camino de la manzana al oeste de su posición, ven a un soldado que parece montar guardia frente a un edificio de oficinas. Más allá, al fondo de la calle, observan unos coches de policía aparcados como en un bloqueo de carretera para lograr que ciertos tramos de la calle queden libres para el tráfico oficial. Hay figuras que se mueven entre los coches, a duras penas visibles entre la neblina provocada por el humo.
—¡Hey! —grita Wyatt, agitando la mano a modo de saludo.
El soldado se vuelve pero no reacciona al verlos.
—¿Nos ha visto?
Desde el este, en el otro lado del río, oyen las ráfagas intermitentes de una ametralladora pesada. El sonido es distante, ensordecedor y furioso, como un tambor de guerra primitivo.
—Espera —dice Mooney, y se lleva los binoculares a los ojos.
El hombre es el soldado de primera Richard Boyd.
—Es Rick Boyd —informa mientras fuerza al máximo la vista.
Wyatt coge los binoculares, echa una ojeada y reprime un grito.
—¡Jesús! —exclama.
—Más vale que informe al teniente —dice Mooney.
—¡Jesús! —repite Wyatt—. Le han arrancado la nariz de un mordisco.
—Perro de guerra Dos-Seis, aquí Romeo Cinco Tango, adelante —dice Mooney a través del auricular, en apariencia más tranquilo de lo que está en realidad.
—Alrededor de la herida hay moscas, joder —masculla entre dientes Wyatt.
—Aquí Perro de guerra Dos-Seis. A la espera de recibir mensaje. Cambio.
—Hemos encontrado a Richard Boyd. Cambio.
—Buen trabajo. ¿Cuál es su estado? Cambio.
—Está… herido, cambio.
—¿Pueden proporcionarle atención médica y que vaya con ustedes? ¿O necesitan un doctor? Cambio.
—Negativo. Aún hay más.
—Y que lo digas —susurra Wyatt.
Mooney le hace un gesto para que cierre el pico.
—Hable claro. Cambio.
—Es uno de ellos, señor. Lo han mordido y… Ahora es uno de ellos. Cambio.
—Explique «uno de ellos». Cambio.
—Muestra signos de… —comienza a decir Mooney, pero no recuerda cuál es el término políticamente correcto que les han dicho a los soldados que utilicen. Al final, suspira y termina la frase—: Un perro rabioso, señor. Es un perro rabioso. Cambio.
Una larga pausa.
—¿Copia negativa, señor? —pregunta Mooney—. Adelante. Cambio
—¿Está completamente seguro de eso? Cambio.
—Afirmativo. Al ciento por ciento, señor.
—Recibido. Espere. Corto.
Los soldados se agachan y no pierden de vista a Boyd, quien deambula sin rumbo, entonces se detiene y se queda quieto moviendo la mandíbula.
—Hay moscas poniendo larvas en el agujero donde solía tener la nariz —dice Wyatt, al tiempo que baja los binoculares y mira a Mooney.
—Ya no podemos hacer nada por él —contesta Mooney—. Vigila nuestra espalda, ¿quieres? Sólo falta que alguien se nos acerque a hurtadillas por detrás.
—De acuerdo —responde Wyatt con docilidad, por extraño que parezca.
Así permanecen durante varios minutos. Mooney suspira audiblemente.
—Vamos. Terminemos con esto de una vez —ruega Mooney.
Y como si hubiera sido una orden, la radio vuelve a la vida.
—Romeo Cinco Tango, aquí Perro de guerra Dos. Mensaje a continuación. Cambio.
Mooney pulsa el auricular.
—Preparado para el mensaje. Cambio.
—Marquen la posición del soldado Boyd pero no realicen ninguna otra acción relacionada con él. —Silencio—. Aborten la misión y regresen a la base de inmediato. Eviten contacto con los civiles. —Silencio—. Sigan a rajatabla las nuevas reglas de enfrentamiento si se ven amenazados. ¿Me copia? Cambio.
Mooney y Wyatt intercambian una mirada.
—Mm… Entendido, señor. Quiere que evitemos ser detectados y abortemos la misión. A la orden. Corto.
—Corto.
Mooney se levanta.
—Ya has oído al viejo. Hora de volver a casa, Joel. ¿Joel?
—No lo podemos dejar así, Mooney.
El soldado delgaducho levanta la M4 y apunta el arma con precisión mediante la mira telescópica.
—¡Es uno de los nuestros! —exclama Mooney.
A Wyatt le caen lágrimas por la cara. Tiene una mirada salvaje en los ojos.
—Sólo voy a evitarle el sufrimiento. Yo también lo conocía.
—Baja el arma y pon el seguro, Joel.
—Sólo quiero ayudarlo.
—Baja la jodida arma.
—Pero ya está muerto —declara Wyatt.
Aprieta el gatillo.
No pasa nada.
La carabina M4 se ha encasquillado a causa de una doble alimentación. Tiene dos balas obstruidas en la cámara de disparo.
—No es justo —se queja Wyatt, al tiempo que desencasquilla el arma.
La alarma de un coche calle abajo se dispara. Boyd gira la cabeza en dirección al sonido y sale corriendo hacia allí.
—Supongo que es el día de suerte de Rick —añade Wyatt con amargura.
—Volvamos a la base antes de que me provoques un ataque al corazón —le dice Mooney, absolutamente agotado.
Mooney se pone a pensar en lo que les ha dicho el teniente. Le resulta extraño. El teniente les ha ordenado de manera explícita que dejen atrás a un miembro de su unidad enfermo y herido. Eso lo cabrea, pero sabe que es mejor no rehusar cumplir una orden o, incluso, cuestionar su sensatez. Además, como buen
grunt
, está acostumbrado a recibir órdenes a las que no encuentra el menor sentido. Quizá es porque el conocimiento que tiene de la situación es limitado, o tal vez sea por la incompetencia de sus superiores; a elegir. Pero eso no es lo que lo mosquea. Lo que le preocupa es que el tono de voz del teniente lo ha irritado. El teniente parecía turbado.
No, mejor dicho, en realidad el teniente parecía aterrado.
20. Aquí pasa algo muy gordo y nos vamos a meter de cabeza en ello, y eso es una mierda
A las cero-seis-cuatro-cinco horas, con el despuntar del día, la guerra invisible se reanuda lentamente. El aire se llena con el estruendo de explosiones dispersas y el seco sonido de disparos procedentes de todas direcciones. En otros tiempos, se podría haber confundido con el sonido de unos fuegos artificiales. Los chicos del Perro de guerra Dos-Tres se apiñan alrededor del sargento Ruiz.
Armado con una escopeta M4 Super 90 y un par de tiras de cartuchos rojos de munición cruzadas sobre el pecho, encima del chaleco antibalas, el sargento comunica a la tercera escuadra que irán al frente del pelotón para reunirse con la compañía Charlie y que están autorizados a disparar sobre objetivos civiles, incluso sobre los que vayan desarmados.
El soldado de primera McLeod considera que Ruiz es un hijo de puta fanático en lo tocante a Dios, las armas y el ejército. Y no es sólo por los extraños ojos negros del hombre, ni por su mirada intensa. Ese tío es una especie de leyenda en el ejército por su reputación de asesino nato. Debajo de la camiseta, el tatuaje de una cruz negra ornamentada adorna su torso musculado, desde los pectorales hasta el abdomen. Una vez, en Iraq, Ruiz sorprendió a un grupo armado de insurgentes que cargaban con un lanzagranadas, y cuando al sargento se le encasquilló el arma, éste acabó con los hombres en una pelea cuerpo a cuerpo que duró quince minutos. Solo y armado con un cuchillo.
McLeod suele explicar a la gente que es gracias a psicópatas como Ruiz que las mariconas como él pueden dormir por la noche sin que importe lo mal que vayan las cosas en el campo de batalla.
Pero ahora el mundo está del revés. En mitad de la ciudad más grande de América, la voz del sargento Ruiz tiembla con algo parecido al miedo mientras les explica que tienen autorización para disparar a cualquier civil que realice un gesto amenazador contra la unidad.
—Y si un tío me hace la señal del pajarito, ¿puedo coserlo a tiros, sargento? —pregunta McLeod en plan chistoso—. ¡Joder! Nueva York acaba de convertirse en una galería de tiro al plato.
—Cállate —responde Ruiz, ausente.
También les indica que dejen cualquier objeto personal, que se guardarán en el hospital, y que, del mismo modo, no carguen con nada que no sea del todo imprescindible.
—Y los cascos de Kevlar se quedan aquí también —añade—. Iremos con las gorras. Eso sí, coged tanta munición como podáis cargar. Vamos, señoritas. Salimos en diez minutos.
Después de que Ruiz se haya marchado, Williams le da un codazo a McLeod y le señala con la cabeza hacia donde los suboficiales están reunidos con el teniente.
—Mira cómo hablan de sus cosas. ¿Sin Kevlar, tronco? Definitivamente, aquí pasa algo.
Como granadero de su equipo, Williams lleva acoplado bajo el cañón de la carabina M4 el lanzagranadas M203A1 de 40 mm.
—Maguila ni se inmutó con mi chiste —contesta McLeod, completamente atónito.