—Girar por la Treinta y ocho. Copia buena. Corto.
Ojo de Halcón se mira el fusil con una expresión avinagrada. Por delante hay civiles americanos en problemas y el teniente ha ordenado al pelotón que avancen en dirección contraria.
Ruiz le da un codazo de ánimo.
—No somos la policía, Ojo de Halcón —le dice—. El peligro nos rodea por todos lados. La intención del teniente es llevar el pelotón a su objetivo, a tiempo y de una pieza. Es lógico.
—Supongo que sí, sargento —responde Ojo de Halcón—. Quiero decir, no me corresponde a mí opinar.
El sargento enarca las cejas, sorprendido. Nunca había visto a los chicos tan inseguros y en desacuerdo con una misión.
—Ya has oído al teniente. En marcha, pues. Sácanos de aquí, soldado.
—A la orden, señor.
Ruiz se levanta y extiende el brazo y lo mueve hacia adelante. La señal de avanzar.
23. ¡Eh, los del ejército! ¿Me oís?
El pelotón se pone de pie entre gruñidos por el peso de las mochilas, del chaleco, de las armas y del agua, y sigue a Ojo de Halcón, que ha girado por la calle Treinta y ocho. Al cabo, cruzan Tunnel Entrance —la calle de entrada al túnel que lleva a Queens— moviéndose entre un amasijo de coches que chocaron durante la noche y quedaron atrapados sin remedio en una escultura enorme de metal destrozado. Cerca, una ambulancia está aparcada con las luces aún girando de manera inquietante y con las puertas abiertas. Fuera del vehículo, encima de una brillante alfombra de brillantes vidrios rotos, hay un hombre tendido en una camilla. Está muerto. Le han destrozado la garganta.
Los soldados están entrando en un barrio residencial. Al llegar a la mitad de la manzana, oyen chillidos.
Parece que los gritos los rodean, como si fuera una muchedumbre de fantasmas aullando que pasara a través de ellos, y eso los hace estremecer.
Entonces, un hombre les grita desde la ventana abierta de un cuarto piso.
—¡Eh, los del ejército! ¿Me oís?
Los soldados de la tercera escuadra alzan la vista.
Es un hombre joven, de piel morena, con el pelo negro largo y brazos muy musculados.
—Tengo a dos tíos aporreando la puerta para entrar y yo tengo que salir para recoger mi insulina —grita—. ¿Me podéis sacar de aquí?
—Negativo —oye Ruiz por el auricular.
—No os paréis —comunica a su escuadra.
—Los gritos vienen de esos edificios —informa Williams—. Qué fuerte, tronco.
—¡Eh, soldados! ¿Me oís ahí abajo?
Williams levanta la vista y ve que la gente comienza a asomarse por las ventanas.
—¿Vais a hacer algo con esos maníacos homicidas? —les grita una anciana, a la que inmediatamente se une un coro de gritos.
—¿No podemos hacer nada por esas personas, sargento? —pregunta Williams.
—No os paréis —ordena Ruiz.
Con un violento golpetazo, una chica que se ha precipitado al vacío cae encima de un Toyota Camry de color azul, a la derecha de McLeod. La cabeza ha atravesado el parabrisas en medio de una rociada de sangre y cabellos. El coche se comba por el impacto durante un instante y la chirriante alarma antirrobo se dispara.
—¡Cielos! —brama McLeod, y casi deja caer su ametralladora.
Tres de los chicos de Lewis abren fuego contra la ventana del cuarto piso. El hombre de piel morena se estremece y se agacha.
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —grita Lewis—. ¿A qué disparáis, estúpidos?
La voz de Kemper grazna en la radio:
—Perro de guerra Dos-Cinco a todas las escuadras de Perros de guerra Dos. Alto el fuego. Cambio.
—Alto el fuego —repite Ruiz a su escuadra—. No perdáis la calma.
Los miembros de la escuadra se arremolinan alrededor del cuerpo de la chica.
—Reanuden la marcha. Cambio.
—Se le está moviendo la jodida pierna —grita McLeod—. ¡Oh, Dios!
—El teniente ha ordenado reanudar la marcha —insiste Ruiz, elevando la voz por encima de la alarma del coche—. Aquí no podemos hacer nada.
—El teniente no tiene corazón —contesta Williams, que niega con la cabeza—. Menuda mierda.
—Está muerta, soldado. Nosotros no —responde el sargento—. Vamos, en marcha. ¡Ya!
Williams empieza a tener un mal presentimiento sobre esta misión, y normalmente sus corazonadas son correctas. Nota que los muchachos alrededor de él se ponen tensos y se sienten enfadados e impotentes, ansían abrir fuego contra cualquier cosa. Le da que una vez que empiecen a disparar, cruzarán un umbral y quizá no les guste lo que encuentren al otro lado.
—Perro de guerra Dos-Tres a Perro de guerra Dos-Seis. Llegando a la Segunda Avenida. Cambio.
—Siga en dirección norte por la Segunda Avenida. Cambio.
—Afirmativo. Giramos por la Segunda Avenida. Corto.
Unos instantes después, Ruiz vuelve a utilizar el auricular.
—Perro de guerra Dos-Seis, aquí Perro de guerra Dos-Tres. Sería mejor que viniera aquí. Cambio.
—Los veo. Voy de camino. Corto.
En el cruce de la calle Cuarenta y dos con la Segunda Avenida hay un barullo de gente peleándose alrededor de una barrera de coches de policía dispuestos para bloquear el acceso a la calle. Más allá, varios camiones de reparto de comida están aparcados y medio descargados.
Parece que hay una batalla campal en curso.
24. No estamos aquí para recrear la matanza de My Lai ni la última batalla de Custer
El teniente reúne a los suboficiales en un aparte y les explica que la situación sobre el terreno ha cambiado y, en consecuencia, tiene nuevas órdenes para la unidad. Habla rápido, pues la presencia de las tropas ha empezado a atraer la atención de los desesperados civiles de la zona y el pelotón tiene que reanudar su marcha sin perder un momento. La gente se sitúa tan cerca como es posible del pelotón y de la protección de su potencia de fuego, junta las manos e implora ayuda mientras la tercera escuadra la mantiene alejada.
—No puedo contactar con el capitán West —informa Bowman—. Parece que nos las tendremos que apañar solos.
Los suboficiales se miran los unos a los otros.
—¿Cree que deberíamos tomar otra ruta y dar un rodeo? —pregunta McGraw.
—Negativo. Ya lo hemos intentado. Ahora nos encontramos en la Tercera Avenida y se nos acaba el tiempo. Hemos forzado la suerte demasiado. Creo que esto es como Iraq, donde los malos duermen de cuatro a ocho y luego comienzan a volar las balas. La ciudad se está despertando y es como un océano que crece bajo nuestros pies. Sólo nos queda abrirnos camino, o de lo contrario podríamos vernos superados antes de llegar a nuestro objetivo.
—Entendido, señor —responden los suboficiales.
Los suboficiales saben lo mismo que el teniente, ya que Bowman les informó de lo que le había ocurrido a Richard Boyd, el soldado al que mordió un perro rabioso y que, a las pocas horas, se había convertido en uno de ellos. El soldado que les hizo darse cuenta de que las reglas del juego habían cambiado.
La infección se extiende a un ritmo exponencial.
El ejército le dio una buena pista de qué sucedía con las inusuales y agresivas reglas de enfrentamiento. Nueva York le dio una buena pista con los tiroteos que indicaban las zonas álgidas de los ataques de los perros rabiosos al ejército y a las unidades de policía. Y los propios perros rabiosos le dieron una buena pista cuando empezaron a aparecer en masa por todas partes.
Bowman sabe que están propagando la infección a través de los mordiscos. Y la propagan rápido, porque, cuando desapareció, el soldado de primera Richard Boyd se encontraba en un estado de salud casi perfecto, y al cabo de varias horas lo avistaron mordido y convertido en un perro rabioso.
Cada hora el número de infectados es mayor y el del resto de personas menor. Probablemente, en algún momento, quizá en horas, o mañana, o pasado, andar por las calles de Nueva York será demasiado peligroso, incluso para un pelotón de infantería de Estados Unidos armado hasta los dientes.
No hay ejército en el planeta que tenga la fuerza necesaria para enfrentarse a esta amenaza. La infección seguirá su propagación hasta que no quede nadie más a quien morder.
Es una simple cuestión de números.
—No se acerquen —ordena Ojo de Halcón a los civiles.
—Como ven…
Bowman hace una pausa. Un civil se acerca corriendo mientras vacía el cargador de su treinta y ocho contra un perro rabioso que lo persigue. Falla todos los disparos excepto el último, que abate al asaltante. El hombre continúa corriendo a trompicones y gritando, sin ser consciente de que ahora tiene una docena de fusiles apuntándolo.
—Ante nosotros se abre una zona de extremo peligro —prosigue el teniente—. El gobierno está distribuyendo comida y parece que hay alguna clase de disturbios en curso que no vamos a intentar reprimir o acabaríamos con las manos manchadas con otra matanza. ¿Entendido? La velocidad va a ser nuestro aliado. Avanzaremos por el cruce en una formación de pelotón de cuña invertida. Una vez entremos en la zona de peligro, cada escuadra actuará de manera independiente. ¿Alguna pregunta?
—A la orden, señor —exclama Ruiz.
—Señora, no se acerque —advierte Ojo de Halcón.
—Si el lugar está despejado, nos reagruparemos al otro lado. En caso contrario, nos encontraremos en el cuartel general de la compañía —explica Bowman—. Las escuadras que crucen primero montarán una línea defensiva hasta que se reúna el pelotón. Lewis, usted irá por el flanco izquierdo. Ruiz, usted por el centro, con el mando y la escuadra de armas de apoyo. Quiero que proteja al equipo de artilleros. No nos servirán en este combate, pero me da la impresión de que necesitaremos sus servicios más adelante. ¿De acuerdo? McGraw, le toca el derecho.
—Sí, señor —contesta McGraw.
—¡Les he dicho que no se acerquen! —ladra Ojo de Halcón al gentío.
—Y una última cosa, caballeros —añade Bowman—. No estamos aquí para recrear ni la matanza de My Lai ni la última batalla de Custer. Pase lo que pase, nuestra misión es reagruparnos con la compañía con el menor número de disparos y de muertos posible. Ésa es nuestra misión. ¿Entendido?
—¡
Hooah
, señor! —gritan al unísono.
—Aléjense tan pronto…
—Pero ¿qué demonios haces? —exclama Ruiz.
Los civiles se dispersan cuando dos hombres y una mujer calva, todos babeando y gorjeando, avanzan y agarran por las extremidades a Ojo de Halcón, tirando de ellas con todas sus fuerzas. El soldado chilla y se resiste.
Ruiz hace un disparo con la escopeta que deja sordos a todos y derriba a los dos hombres. La mujer pierde el equilibrio y cae de espaldas, luego avanza de nuevo entre gruñidos. Ruiz la deja inconsciente con un único culatazo del arma.
Lewis ayuda a levantarse a Ojo de Halcón. Los otros soldados observan a los civiles moribundos y ensangrentados, y luego miran a Ruiz, intimidados.
—¿Lo han mordido, soldado? —pregunta el teniente.
—Ya vio lo que hicieron, señor —responde Ojo de Halcón, que a duras penas es capaz de esconder su irritación mientras se frota el brazo izquierdo—. Intentaron arrancarme los brazos. Y duele de mala manera.
—No estoy bromeando, soldado. ¿Alguno de ellos lo ha mordido?
—No, señor. No me han mordido.
Bowman asiente con la cabeza a Ruiz, y dice:
—Muy bien, vuelvan con sus escuadras. Pongámonos en marcha mientras aún tenemos libertad de movimientos.
—¡
Hooah!
—gritan a la vez.
Los soldados se despliegan tan rápido como les permite el amasijo de coches abandonados que taponan la Segunda Avenida, y Bowman les da la orden de ponerse en marcha.
La velocidad significa seguridad. Si son capaces de moverse con rapidez, pueden abrirse camino con un número mínimo de pérdidas en vidas y gasto de munición.
La gente corre a su alrededor, grita, abraza con fuerza o tira al suelo las raciones de comida. Algunos se agarran a los soldados, quienes se los quitan de encima mientras sus sargentos les gritan «¡vamos, vamos, vamos!» entre improperios.
—No se separen de mí, muchachos —les dice Bowman a Martin y a Trueno.
No muy lejos, un hombre se ha metido en el interior de uno de los vehículos abandonados e intenta cerrar la puerta mientras que un perro rabioso consigue abrirla poco a poco. Uno de los soldados abate al perro rabioso de un solo disparo. Bowman se cuelga la carabina al hombro y desenfunda su pistola de 9 mm. Una mujer con unos patines en línea pasa zumbando y grita:
—¡Cuidado, que voy!
El pelotón se adentra en el caos.
25. Justo lo que intentabas evitar
La tercera escuadra se mueve con velocidad entre los coches y se acerca a la caótica situación que se ha formado en el cruce. Hay personas por doquier, muchas de ellas infectadas. Los perros rabiosos luchan contra los no infectados, quienes a su vez luchan contra otros no infectados, alrededor de los camiones de comida. Cerca, por extraño que parezca, dos policías de Nueva York han reducido a un perro rabioso e intentan esposarlo mientras que a escasos pasos de distancia un hombre enajenado golpea a una mujer con un secador de pelo roto hasta matarla. Uno de los oficiales de policía sangra a causa de los mordiscos en el brazo. Las luces de los coches patrulla giran rojas y azules y centellean en los ojos de los soldados.
Por encima del caos, los semáforos del cruce cambian de rojo a verde de manera rutinaria, tal y como fueron programados.
El sonido de disparos de armas ligeras resuena en el aire y varias personas caen al suelo. La segunda escuadra surca la intersección disparando contra cualquier persona que les parezca hostil. Con la formación rota, la primera escuadra se ha quedado atascada debido a la gente que se aferra a los soldados en busca de protección mientras McGraw reparte golpes con la culata de la escopeta intentando liberar a su unidad. El interminable griterío es exasperante y les destroza los nervios.
—¡Suéltame! —grita McLeod, abriéndose paso a empujones entre los civiles.
Los infectados parece que se centran en quienquiera que haya disparado la última vez, cosa que resulta desconcertante.
Hicks grita al tiempo que clava la bayoneta en un perro rabioso.
—¡No os detengáis! —aúlla el cabo.
—¡No me obliguéis a dispararos! —suplica McLeod, golpeando a una mujer en la espalda con la culata de su ametralladora. La mujer grita y suelta una televisión, que cae al suelo con estrépito.