Hardy se detiene en la puerta del laboratorio y mira por el ventanuco, pero no ve a nadie dentro.
—¿Alguien ha visto a Marsha desde ayer? ¿Marsha Fuentes?
Los otros se miran entre ellos y niegan con la cabeza.
Hardy mira a los ojos a Petrova con una expresión triste. Entonces abre la puerta sujetando el palo de golf a modo de defensa.
Cruzando la habitación entre gimoteos, Marsha Fuentes camina hacia él.
Bueno, lo que queda de ella.
Le han dado una soberana paliza. El lado izquierdo de su cara está amoratado y tiene el ojo cerrado por la hinchazón. Parece que tiene el brazo roto y un seno le asoma a través de un rasgón en la camisa y el sujetador. Cada paso que da le provoca una mueca de dolor.
—Por Dios, Marsha, ¿se encuentra bien? —pregunta Hardy, dando un paso al frente.
—Es una de ellos, doctor —advierte Petrova.
Hardy se da cuenta de que Petrova tiene razón. La garganta de la mujer está inflamada, como si se hubiera tragado unas manzanas silvestres y ahora las tuviera alojadas en la tráquea. La mujer gruñe, lo que hace que los bubones tiemblen.
—Marsha… —dice Hardy con voz pesarosa.
—¿De qué va todo esto? —pregunta Lucas, con la voz tomada por el pánico.
—Dios mío, ¿qué es ese olor? —inquiere Saunders—. ¿En qué estaban trabajando aquí dentro?
Baird se convirtió en un perro rabioso y le dio una paliza a Fuentes. También la mordió. Cuando la mujer recuperó la consciencia, ya se había convertido en una de ellos.
Fuentes sonríe y muestra la dentadura, la saliva gotea de entre sus dientes apretados.
—Tal vez deberíamos irnos —opina Saunders, parpadeando.
—¿Dónde está el doctor Baird? —pregunta Hardy—. Tenemos que confirmar que está aquí y luego podemos salir y sellar el laboratorio.
Hardy mira hacia la derecha y ve al hombre detrás de una mesa a unos pocos metros de distancia.
—¡Por Dios, Baird! Qué susto me ha dado —dice Hardy, olvidando por un momento en lo que se ha convertido su colega.
Baird gruñe. La coleta se le ha soltado y la larga cabellera rubia, llena de sangre coagulada, le cae sobre la cara y los hombros. Es un tipo fuerte, un levantador de pesas. Tiene las manos cerradas en puños colgando a los costados.
Hardy le ve los ojos a través de la cortina de cabello. Arden como ascuas.
—Oh, mierda —exclama Hardy.
Baird salta por encima de la mesa, esparciendo papeles y tirando el ordenador al suelo. Con un manotazo, aparta el palo de golf que Hardy ha levantado sin convicción para defenderse, lo agarra por la nuca y le hinca los dientes en la garganta. Fuentes, con la boca llena de espuma, se coge al brazo izquierdo de Hardy y, entre los dos, lo hacen caer al suelo dando alaridos.
—¡Hagan algo! —gime Lucas—. ¡Que alguien haga algo!
Saunders grita varias veces, demasiado aterrado para articular una sola palabra.
Baird le ha desgarrado la garganta a Hardy con los dientes. Un surtidor de brillante sangre roja se proyecta por el aire. Los gritos de Hardy se convierten en un gorgoteo. Los ojos se le vuelven vidriosos por el miedo y la seguridad de que aquello se ha acabado.
—Mamá… —llama con voz ronca.
Momentos después, la luz de sus ojos se apaga. Su cuerpo se relaja.
El teléfono móvil que llevaba en el bolsillo de la bata cae al suelo y empieza a sonar.
Petrova recoge el palo de golf y golpea a Baird en la espalda haciéndole gañir, acobardado como a un perro al que han propinado una patada en las costillas. Petrova descarga un nuevo golpe, esta vez sobre el brazo roto de Fuentes, quien rueda por el suelo llorando de dolor.
—¡Márchense! —grita Petrova, y golpea otra vez a Baird de manera salvaje—. ¡Lucas, Saunders! ¡Váyanse ahora!
A pesar de los repetidos golpes, de la sangre y los gruñidos, Baird se pone en pie lentamente. De rodillas, Fuentes avanza pesarosa hacia Petrova con la mano del brazo bueno tendida a modo de garra.
—¡Márchense!
Y Petrova se da cuenta de que se ha quedado sola y que Baird ya se ha levantado.
La doctora sale por la puerta y la cierra de golpe.
Un segundo más tarde, el cuerpo de Baird choca contra la puerta y empieza a empujarla y a aporrearla, dejando unas manchas sanguinolentas en el ventanuco.
A pocos centímetros, al otro lado de la puerta, Petrova está sentada en el suelo, agarrándose las rodillas y llorando. Siente la vibración y las frenéticas embestidas sobre la espalda.
Saunders y Lucas están sentados contra la pared, uno a cada lado de ella, aturdidos y temblando por el exceso de adrenalina.
Baird se detiene de repente. El silencio es alarmante.
El teléfono móvil de Hardy vuelve a sonar.
—Está muerto —dice Lucas, con los dientes castañeteándole—. Está muerto, ¿verdad?
—Todos lo están —responde Petrova, secándose las lágrimas de la cara.
Gavin Baird y Marsha Fuentes murieron en el momento en que el virus se reprodujo lo suficiente como para saturarles el cerebro y someter su voluntad a la del virus. El momento en que empezó a utilizar sus cuerpos como marionetas, con el único propósito de propagarse de manera violenta a nuevos huéspedes.
—La cepa del Perro Rabioso es un parásito y ahora los tiene entre sus garras —añade en voz baja.
Despacio, Petrova se levanta, mira por el ventanuco y suelta un grito ahogado. Baird la mira sonriente. Resuella y suelta baba sobre la corbata ensangrentada y la bata.
«A pesar de que los virus son la forma de vida más antigua del mundo, primitiva y antediluviana, esta cepa mutante es algo nuevo —reflexiona la científica—. Una nueva fuerza de la naturaleza desatada sobre el mundo».
Baird y Fuentes ya no toman decisiones por ellos mismos. Están infectados y sólo actúan según la simple programación de un virus:
Atacar, dominar, infectar.
—Oh —exclama Petrova, dando un paso atrás— Oh, Dio…
—¿Qué pasa?
Petrova se da la vuelta. Los ojos le brillan de miedo.
—¡Corran! —chilla la doctora.
Segundos después, la puerta es arrancada de los goznes por un fuerte golpetazo y Baird cae en el pasillo, aullando de dolor y de ira.
29. Ni rastro de nuestros chicos
Avanzando en una cuña compuesta de tres escuadras de fusileros en formación de diamante, con el mando, la escuadra de armas de apoyo y los heridos que pueden andar en el centro, el segundo pelotón llega a la Escuela Internacional Samuel J. Tilden con diez minutos de retraso sobre el horario previsto. Un creciente grupo de personas sigue al pelotón a una distancia prudencial con la esperanza de que lo protejan.
La escuela es un edificio alargado de tres pisos de altura, con un núcleo central y dos alas, al que se puede acceder por la entrada principal y las numerosas salidas de emergencia. En los primeros días de la epidemia del Lyssa, la alcaldía clausuró todas las escuelas para evitar que la infección se propagara con rapidez entre los niños, quienes luego trasmitirían la enfermedad a su familia. Conforme la epidemia continuó extendiéndose y empezó a saturar los hospitales, el gobierno intentó aliviar la presión habilitando clínicas para el Lyssa en sitios como las escuelas, las grandes discotecas e incluso en las estaciones de tren y de metro.
Esta escuela, convertida en una clínica para el Lyssa, era donde Cuarentena ubicó el cuartel general de la compañía Charlie, al primer batallón y al primer pelotón. Ayer, el lugar hervía de pacientes, voluntarios médicos y casi cuarenta soldados, policía militar, ingenieros y especialistas, incluyendo al menos una escuadra apostada permanentemente en el puesto de control, detrás del parapeto de sacos terreros levantado alrededor de la entrada principal.
Hoy, la entrada está desierta. Frente a la escuela no hay ningún automóvil al estar la calle restringida para el uso exclusivo de vehículos oficiales. Nadie sale a dar la bienvenida al segundo pelotón.
En la calle hay cuerpos desplomados por doquier entre basura y papeles que revolotean en el aire. Empiezan a oler mal en esta fresca mañana de finales de septiembre. El aire está cargado de moscas.
Han muerto por heridas de arma de fuego.
La segunda escuadra marcha en punta del pelotón. El sargento Lewis ordena que se detengan. El teniente se acerca a paso ligero, saca los binoculares e inspecciona el pequeño pero bien construido reducto de sacos terreros.
No se ve a ningún soldado.
Bowman se vuelve hacia Lewis y le indica que se ponga en marcha.
El sargento silba con suavidad y los equipos de la segunda escuadra cruzan a todo correr el espacio abierto que los separa de los sacos terreros con las carabinas listas para disparar.
Detrás de ellos, los civiles se ponen nerviosos y preguntan por qué se ha detenido el pelotón en lugar de entrar a refugiarse en el edificio. Kemper les explica que primero tienen que reconocer la zona para asegurarse de que no es peligrosa, y les advierte que se mantengan alejados por su propia seguridad.
La segunda escuadra desaparece en el interior del edificio. La escena transcurre en silencio a excepción del tableteo intermitente de los disparos de una ametralladora en algún lejano punto hacia el nordeste.
—Cada vez que nos hacemos a un lado, nos masacran —se queja uno de los civiles.
Al rato, Lewis reaparece detrás de los sacos terreros y silba, pasándose la mano por delante de la cara para indicar que todo está despejado.
—Ahora podemos entrar —responde Kemper al civil—. ¿Ven cómo funciona el asunto?
—Pensaba que como funcionaba era que yo pagaba mis impuestos y ustedes me protegían —comenta una mujer entre la gente en un tono lo bastante alto para que Kemper lo oiga.
El sargento suspira y se arrepiente de haber intentado explicárselo.
El pelotón avanza y los civiles lo siguen de cerca.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —se pregunta en voz alta Sherman.
El suelo frente a las puertas de la escuela está cubierto de casquillos ensangrentados, producto de cientos de disparos; puede que incluso miles. El olor de la cordita flota en el ambiente.
—Como si fuera una guerra —responde Trueno.
—Ni rastro de nuestros chicos, señor —informa el sargento Lewis al teniente.
Los soldados del segundo pelotón dejan las mochilas en el suelo del pasillo y echan un largo trago de la cantimplora. Los civiles pasan junto a ellos en fila, consternados.
—Descansad —dice Bowman—. Nos ponemos en movimiento en cinco minutos.
30. Cómo un pelotón de fusileros se hace con el control de un edificio
El sargento Ruiz levanta el brazo por encima de la cabeza y lo mueve ligeramente. Williams y Hicks toman posiciones a ambos lados de la puerta y le hacen una señal con el pulgar levantado.
Ruiz abre la puerta del aula y enciende las luces. Al momento, las hileras de fluorescentes vuelven a la vida entre parpadeos.
Cruza el umbral de la puerta con la carabina apoyada en el hombro, lista para disparar. Williams lo sigue y tuerce hacia la izquierda mientras que Hicks tuerce a la derecha. Detrás de ellos, Wheeler y McLeod aseguran el pasillo y les cubren la espalda.
El equipo traza círculos hasta regresar a la puerta.
—Despejado —dice Williams.
—Despejado —secunda Hicks.
—Despejado —confirma Ruiz.
Es la octava vez que han repetido esta operación y ya están agotados.
Así es como un pelotón de fusileros se hace con el control de un edificio, habitación por habitación. Cuando entraron en la escuela, el teniente situó la escuadra de armas de apoyo y su puesto de mando al lado de los civiles y los heridos, cerca de la entrada principal, taponando el acceso. Esa posición se convirtió en la base desde la que lanzar las operaciones al interior del edificio, al mismo tiempo que se impedía el acceso a personas que pudieran reforzar a las fuerzas enemigas desde el exterior.
Con este paso completado, el siguiente era despejar el edificio de manera sistemática. Cada una de las tres escuadras se dirigió a un ala del edificio, con los equipos alternándose entre el papel de fuerza de asalto y el de refuerzo.
—Muy bien, ésta es la escalera que sube al segundo piso —informa el sargento, secándose el sudor de la frente—. Por ahí se va a la zona de administración. Tenemos que despejarla antes de subir. McLeod, quédate aquí con tu ametralladora.
—¿Me deja aquí solo? —pregunta McLeod.
El sargento expulsa el aire por la nariz de forma ruidosa.
—Hemos despejado las aulas que tienes a la espalda. Nosotros estaremos a tu izquierda, por el pasillo. Túmbate aquí y apunta con la ametralladora a la escalera hasta que regresemos. ¿Crees que puedes ocuparte de ello?
—Al explicarlo de esa manera…
—Escúchame bien, gilipollas.
—Sí, sargento.
—Tú nos cubres las espaldas. Ni la jodas, ni te duermas, ni te casques una paja, ni te pongas a leer un buen libro o lo que sea que hagas cuando no estás de servicio. Si lo haces, no te voy a castigar pelando patatas ni a putearte a flexiones. Por algún motivo, una granada de fragmentación caerá a tu lado. Nadie sabrá que la lancé yo. Pero tú morirás. ¿De acuerdo? ¿Nos entendemos?
—Sí, sargento —asiente McLeod con el rostro sombrío.
—Muy bien, chicas. En marcha. Cuando antes acabemos, antes podremos descansar.
—Entendido, sargento —responde Hicks.
—En punta, soldado Williams.
—A la orden, sargento.
Williams tuerce por la esquina hacia las oficinas de administración y casi choca contra un hombre, alto y delgado, que está de pie en el pasillo, sonriéndole. El gigante mide más de dos metros y viste un elegante traje y corbata.
—Oh, lo siento, señor —se disculpa Williams.
Williams levanta la vista hacia la cara del hombre y siente que se le suelta la tripa. La garganta inflamada y amoratada del hombre sobresale por fuera del cuello de la camisa, que está empapada de saliva y mucosidad.
—¡Dispara, soldado! —grita Ruiz.
El hombre abre la boca, dejando escapar un gorjeo desde lo más profundo de la garganta, y alarga los brazos para rodear a Williams.
El fusil emite un estampido seco y el hombre se tambalea hacia atrás, con gestos de dolor y la camisa teñida de rojo.
Williams parpadea sorprendido y vuelve a disparar, tal y como le enseñaron. El disparo impacta en la cara del hombre, arrancándole la mandíbula y la oreja. El hombre gira como una peonza y cae por fin al suelo. Una pequeña humareda sale de su pelo.