McGraw se agacha detrás de un artillero.
—Estás apuntando demasiado alto. Dispara a ras de suelo, Ratli —aconseja el sargento, tras observar la trayectoria de las trazadoras.
Un nuevo grupo de perros rabiosos aparece por un pasillo lateral. McGraw se da cuenta de que se ha equivocado al suponer que eran doscientos.
Por lo menos son el doble.
Una granada explota cerca del techo. El falso techo, los fluorescentes, las tuberías de metal y el agua caen encima de la horda que avanza. Un brazo seccionado sale volando pasillo abajo y por poco le da en la cabeza a Mooney, que se estremece.
—¿Lo habéis visto? —pregunta Wyatt.
—¡Me he quedado sin granadas! ¡Cambio a cartuchos! —informa Rollins tosiendo a causa del humo y el polvo.
—Muy bien. Mooney, Wyatt, Finnegan, Chen. Es hora de entrar en juego —dice McGraw.
—Ya era hora —dice Wyatt y empieza a disparar con la carabina—. ¡Tomad! —aúlla.
—Rollins, ¿te quedan granadas de fósforo blanco?
—Tres, sargento.
—Tenlas a mano por si tenemos que salir pitando de aquí y lanzar algo de humo para desorientar al enemigo.
—Ningún problema, sargento.
—No os precipitéis —dice McGraw a sus fusileros—. Escoged los blancos. No malgastéis la munición. Haced que cada disparo cuente.
Mooney apunta a través de la mira telescópica de su fusil y dispara una corta ráfaga al pecho de una mujer en modo semiautomático.
El retroceso del arma le golpea el hombro, los casquillos utilizados vuelan por los aires y ella cae al suelo. En el entrenamiento de tiro para combate en espacios cerrados, el ejército le enseñó que disparar dos balas al pecho y una a la cabeza neutralizaba al enemigo de forma definitiva. Sin embargo, aquí no tiene que evitar que el enemigo le dispare, sólo que avance. Nada de disparos de fantasía, tan sólo meterles suficiente plomo como para abatirlos utilizando la menor cantidad de energía.
De hecho, resulta extremadamente fácil para la escuadra masacrar a toda esta gente. Sólo son carne y huesos.
—¡Recargando! —grita Eckhardt.
Mooney apunta y vuelve a disparar. Un hombre que viste un uniforme de campaña como el suyo cae sobre la creciente pila de cadáveres y cuerpos mutilados.
Y otra vez. Y otra.
Las balas de 5.56 mm que utilizan las carabinas son de alta velocidad, y cuando penetran en el cuerpo cambian de trayectoria y trituran órganos y tejidos en su recorrido.
—¡Recargando!
Tras un rato, Mooney deja que el entrenamiento tome el control sobre su cuerpo para así poder dar a su embotado cerebro la oportunidad de aislarse de este horror.
—¿Os gusto ahora? ¿Os gusto ahora? —grita Wyatt.
Un grupo de niños corre hacia los soldados, gruñendo y con los brazos estirados.
—Dios mío —se lamenta Carrillo. Las lágrimas le nublan los ojos mientras los abate con varias ráfagas de su ametralladora.
—¡Recargando! —grita Mooney.
Los perros rabiosos no han llegado a acercarse en ningún momento.
El sargento McGraw agita la mano frente a su cara.
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —berrea.
Mooney se deja caer sobre la hilera de taquillas metálicas que tiene a su espalda y traga aire con bocanadas cortas. El ambiente está cargado de cordita y una fetidez que combina el hedor a leche rancia de los infectados con el nauseabundo olor metálico de la sangre fresca.
El humo flota en el aire como una mortaja.
—Empezaba a ponerse un poco peliagudo —dice Ratli, que comprueba la munición de su ametralladora—. Sólo me quedaban diez balas en esta cinta.
Carrillo se queda mirando la carnicería mientras un hilo de humo sale de su ametralladora, que estaba empezando a recalentarse.
—Uno de esos críos se parecía al hijo de mi hermana Jenny —dice con voz enronquecida, como si se hubiera quedado afónico—. Pero se supone que están en Florida. ¿No creeréis que…?
—¡Qué va! —contesta Ratli, que busca al sargento con la mirada y ve que está de espaldas, con la máscara quitada y encendiendo un cigarrillo—. No puede ser él.
—Pero se parecía tanto —insiste Carrillo—. Se llama Robbie.
—No me puedo creer esta puñetera carnicería —comenta Wyatt—. Es diez veces mayor que la del hospital. Es una locura, como en un videojuego, hermano.
No muy lejos, Chen sufre arcadas apoyado en la pared; gime y murmura para sí.
—No es ningún juego, maldito psicópata —lo abronca Eckhardt, con la cara roja de vergüenza—. No tiene por qué gustarte.
—Hemos hecho que paguen por sus crímenes, eso es todo —interviene Finnegan con tono grave mientras patea la alfombra de casquillos que hay en el suelo—. Dios sabe la diferencia entre una muerte justa y una muerte por la que te condenas al infierno.
En Iraq habían abierto fuego sobre los coches —algunos con familias en su interior— que desobedecían las órdenes en los puestos de control. Hombres, mujeres y niños. Un inevitable accidente de guerra que llenaba de remordimiento a muchos de los chicos y que los perseguiría durante el resto de sus vidas. Pero esto había sido intencionado, contra americanos y a una escala colosal que nunca imaginaron posible.
Y aquí estaba el sargento diciéndoles que habían hecho un buen trabajo. Que habían asegurado la zona y que pronto podrían descansar. Era como si te dieran una medalla por My Lai. Era una revancha con sabor a cenizas. Lo querían, estaban deseando cargarse a un millón de esas cosas después de ver lo que les sucedió a algunos miembros del primer pelotón. Y ahora están avergonzados.
—No paraban de avanzar —recuerda Ratli, meneando la cabeza con un gesto parecido a la admiración—. No paraban.
—Ya no son humanos —dice Mooney. Le zumban los oídos y el dolor de cabeza ha vuelto a aparecer con más fuerza.
—Empiezo a estar de acuerdo contigo respecto a eso —comenta Eckhardt—. El modo en que nos miraban, el modo en que se movían. Sin duda, no son humanos. —El cabo se estremece—. Era como si estuvieran poseídos por un demonio.
—En realidad, están controlados por un virus —explica Mooney—. Pero no te equivocas por mucho, cabo.
—¿Visteis aquellos que llevaban uniforme de combate? —pregunta Ratli—. Eran del ejército. ¿Vamos a pillar el virus y acabar así nosotros también?
McGraw examina los despojos, caminando con cuidado sobre la aterradora alfombra de sangre y restos humanos. Una mujer vieja que sangra por una docena de heridas se arrastra hacia él apoyándose sobre las manos y las rodillas mientras sisea.
—Lo siento de verdad, señora —se disculpa el sargento, y la remata de un disparo en la cabeza con la Beretta.
—¡Sargento! —grita Finnegan.
—Si pueden moverse, si pueden morder, son hostiles —replica McGraw—. Y tenemos que cruzar este pasillo para poder despejar el resto del ala.
Mooney cierra los ojos. Le gustaría estar en cualquier otro lugar. Al momento, su consciencia se sumerge en la oscuridad.
Una cara sangrienta se le abalanza sobre la garganta…
Se despierta con un sobresalto. La adrenalina le recorre el cuerpo. Respira hondo.
—Lo lamento, señor —dice otra vez McGraw. Suena otro disparo.
Una puerta se abre al otro extremo del pasillo.
—¡Somos del ejército americano! —grita una voz—. ¡No disparéis!
—Nosotros también —responde McGraw—. ¿Cómo estáis?
—¿Sois el segundo pelotón? —pregunta el soldado, que sale de un aula al final del pasillo y tose medio asfixiado por el humo y el hedor—. ¡
Hooah
, chicos! Nosotros somos del primero.
—Os hemos estado buscando por todas partes —dice McGraw con una sonrisa.
—Oímos este infierno y nos escondimos. ¡Dios! ¿Qué demonios es esto?
El soldado recorre con la vista las paredes salpicadas de sangre y las pilas de extremidades y cuerpos, algunos aún moviéndose, como una alfombra de enormes gusanos ensangrentados.
Los ojos se le ponen en blanco y se desmaya. Otros soldados salen del aula y observan, incrédulos y consternados, la carnicería mientras que algunos regresan al interior para vomitar en privado.
El soldado Chen se detiene detrás del sargento McGraw y traga saliva. No puede dejar de mirar las caras. Los brazos y las piernas, las entrañas y las vísceras, los charcos y los restregones de sangre, todo eso no le provoca el menor reparo. Pero no soporta ver las caras. Todos esos ojos que lo miran.
—No somos más que carne, ¿verdad? —filosofa Chen.
—Es posible —responde McGraw.
Chen tampoco soporta las manos. Todas esas manos, frías y abiertas, que no sienten nada.
—Lo siento, sargento.
El sargento se da la vuelta con los ojos entrecerrados.
—¿A qué viene eso, soldado?
Los pies. Los cientos de pies que nunca andarán de nuevo.
—Es porque no puedo ir con usted.
La voz tiene un tono tembloroso que hace que todos se vuelvan y lo miren.
Chen se ríe con nerviosismo al tiempo que se introduce la punta del cañón de la carabina en la boca.
Y aprieta el gatillo.
34. ¿Puede ayudarme?
Temblando, hecha un ovillo debajo de la mesa en el centro de mando de seguridad del instituto Bradley, Valeriya Petrova sueña que el doctor Baird atraviesa la puerta del laboratorio entre aullidos.
No ha parado de tener esta pesadilla desde que se durmió.
Siempre es la misma pesadilla.
Ella huye, y al principio es capaz de correr más rápido de lo que jamás ha corrido en un sueño, más rápido de lo que incluso puede correr en la vida real, pero el pasillo iluminado por fluorescentes no tiene fin, y la luminosidad se atenúa con rapidez debido a que un siniestro espíritu invisible la consume. De pronto, le empiezan a fallar las fuerzas y apenas es capaz de moverse a pesar de los impulsos mentales que genera mientras duerme.
Pero esta vez la pesadilla es diferente.
Suena un teléfono con una melodía estridente. Ella se da la vuelta y ve que el doctor Baird se encuentra al final del pasillo, con una sonrisa de victoria, los dientes ensangrentados y sosteniendo en alto una masa informe de carne peluda, como si fuera un trofeo primitivo. Un líquido negro empieza a salirle a raudales por los ojos y la boca.
«Sólo carne», le dice.
La cara de Baird se desmenuza. Cada vez más rápido, la cabeza y los brazos se le disuelven al tiempo que su cuerpo se convierte en el negro fluido orgánico.
El líquido cae al suelo con un chapoteo y se desliza hacia adelante, como un millón de serpientes aceitosas que exploran a ciegas guiadas por una programación arcaica.
El líquido es el virus en estado puro en busca de un nuevo huésped.
Ella quiere gritar, pero no puede respirar.
Las serpientes se enroscan y susurran con un millón de voces:
«Somos vida».
El teléfono vuelve a sonar.
Se da la vuelta e intenta correr…
Bramando de rabia y dolor, Baird atraviesa la pared que hay delante de ella. Los ladrillos rotos salen volando en medio de una nube de polvo.
Suena un teléfono.
—Tengo tanto frío. Por favor, no me hagas levantarme…
Baird ruge y hace temblar el edificio; las luces titilan y se desprenden del techo. Pero Baird ya se está desvaneciendo.
Con el cuerpo encogido y el corazón en la garganta, Petrova abre los ojos de golpe y jadea en busca de aire. Abandonando con precaución su refugio debajo de la mesa, Valeriya escudriña la mesa del operador y ve una luz roja que parpadea en el teléfono.
El teléfono está sonando…
Petrova lo descuelga con recelo, aún angustiada por la pesadilla y sin estar segura de nada.
—Soy la doctora Valeriya Petrova —responde con voz poco clara mientras se masajea una zona dolorida del cuello—. ¿Quién es?
—¿Doctora Petrova? —pregunta débilmente una voz.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—¿Puede ayudarme?
35. Salga de mi condenado laboratorio
Lucas cayó primero.
Corrió varios metros antes de quedarse sin resuello y tirarse al suelo sin más, donde se hizo un ovillo. Apenas opuso resistencia cuando Baird se abalanzó sobre él y le hincó los dientes en el brazo.
Después de que Petrova y Saunders doblaran una esquina, el hombre redujo la velocidad hasta detenerse.
—Tenemos que huir, doctor —lo apremió ella.
El científico arrugó la frente como si estuviera resolviendo un complejo problema de matemáticas.
—No —dijo él, cachazudo—. Hemos de ayudar al doctor Lucas.
—Ya lo habrán mordido, lo cual significa que está muerto —contestó Petrova.
—Verá, ni siquiera sé el nombre de pila de Lucas —se rió Saunders.
—Usted es feo y lo odio —siseó ella con crudeza en un repentino arranque provocado por la tensión, sorprendiéndose a sí misma por decir tal cosa; sobre todo porque era verdad—. Venga conmigo. Vamos. Por favor, William.
—¿Ve a lo que me refiero? —inquirió el doctor con voz débil—. Me llamo Bill. Nadie me ha llamado William desde que cumplí diez años.
El doctor se dio la vuelta y corrió para ayudar a Lucas, quien emitía un extraño sonido parecido al agudo maullido de un gato al que se aplasta lentamente.
—Por favor, William —susurró ella.
Oyó gritar a Saunders. Los gritos no tardaron en convertirse en unos chillidos desgarradores.
—¡Dios! —exclamó Petrova, y echó a correr.
Mientras huía, trató de recordar cuánta gente había quedado atrapada en el instituto con ella. Hardy, Lucas, Saunders, Sims, Fuentes… Diez. Había diez personas en esa planta y cinco de ellas ya estaban muertas o infectadas.
Necesitaba avisar al resto con rapidez, antes de que Baird decidiera salir de caza.
Y después de eso, ¿qué?
«Encontrar un lugar seguro en el que esconderse y luego ya pensaremos en el siguiente paso».
Entró en el laboratorio del lado este con paso inseguro. El doctor Sims y Sandy Cohen, una técnico de laboratorio, estaban trabajando vestidos con bata, máscara, gafas y guantes. Sims estaba ocupado inyectando un líquido reactivo en una tira de tubos PCR para llevar a cabo una prueba de reacción en cadena de la polimerasa, mientras que Cohen tomaba fotos del virus con la cámara digital integrada en el microscopio de fluorescencia del laboratorio.
Los ojos de Petrova se posaron inmediatamente en varias placas de Petri de cristal que había sobre la mesa junto a Sims. En cada placa había muestras puras de un cultivo de células infectadas con el Lyssa tomadas del riñón de un perro.