Nueva York: Hora Z (33 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Sí, sargento —asiente Martin.

—Buen chico.

El capitán repasa con la vista a Mooney y a Wyatt. Mooney se pone en posición de firmes.

—Se presenta el soldado Mooney, señor.

Wyatt copia el ritual. Bowman les sonríe.

—Siempre los dos. Descansen, soldados.

—¿Qué hacemos aquí, sargento? —pregunta Trueno.

—Es una cuestión personal —responde Kemper.

Martin y Trueno acaban de instalar la M240. El grupo avanza por el pasillo.

Al frente, en la oscuridad, Mooney oye voces que murmuran entremezcladas con algún chillido estridente puntual. El estómago comienza a darle saltos. De repente lo asalta la convicción de que ocurre algo malo. Y de que algo peor va a ocurrir.

El capitán habla por el comunicador.

—He traído un par de hombres conmigo, pero doblaré la esquina yo solo para hablar contigo —dice Bowman—. ¿De acuerdo?

Mooney devolvió la radio después de la misión de reconocimiento, con lo que no puede oír la respuesta. Pero el capitán sigue avanzando, así que todo debe de ir bien.

—Voy a salir —dice Bowman, que levanta las manos para mostrar que no va armado—. No disparéis. Repito, no disparéis. Sólo vamos a mantener una conversación.

El capitán dobla la esquina y desaparece.

Kemper lo sigue con sigilo hasta llegar a la esquina, se pone en cuclillas y escucha. McGraw les indica a Mooney y a Wyatt que se preparen para entrar en acción a su orden.

Sudando bajo el uniforme de combate, Mooney apoya una rodilla en el suelo y siente la cómoda protección de la rodillera. El corazón le late con fuerza contra las costillas y la sangre se le agolpa en los oídos. Desde el momento en que el capitán Bowman dobló la esquina, la tensión ha ido
in crescendo
hasta resultar casi imposible respirar.

—Todd, siento que nos tengamos que ver así —dice una voz.

—El teniente Bishop —le susurra Wyatt a Mooney.

—Yo también —responde Bowman.

—Bien, como puedes ver, nosotros no vamos. Nos quedaremos aquí y nos reharemos.

—Comprendo.

—No queremos tener nada que ver con tu guerra. Ya no pertenecemos al ejército. Y no vamos a morir por mantener con vida el recuerdo de un país desaparecido.

—Lo comprendo. Pero aun así, tengo que hablar con los hombres.

—Adelante, aunque nada de lo que digas los hará cambiar de parecer. Ya han sobrevivido a una masacre. No se van a meter en otra.

—¡Soldados! —La voz del capitán resuena por el pasillo hasta que desaparece en un susurro fantasmagórico—. ¡Soldados! Podéis quedaros aquí. No os voy a obligar a venir con nosotros. Lo hecho, hecho está. No pasa nada.

—Qué amable por tu parte —responde Bishop con recelo—. ¿Y qué pides a cambio?

—Uno de vosotros es un traidor a Estados Unidos y debe ser castigado.

—¿Y quién…? ¿Qué haces?

El seco disparo de una pistola les resuena en los oídos, casi como si fuera un golpe físico, que hace que se estremezcan.

Otro disparo. El olor a cordita se difunde por el aire y se les mete en la nariz.

Mooney nota que McGraw se pone tenso, es capaz de oler el sudor nervioso del hombre a escasos pasos de él mientras se prepara para abalanzarse y abrir fuego de cobertura para el capitán. Pero no sucede nada. Los segundos pasan. Los desertores no devuelven los disparos.

El pitido en los oídos de Mooney desaparece gradualmente.

—Lo hecho, hecho está —dice Bowman, y eleva la voz en la oscuridad—. Si nos vemos obligados a regresar aquí, os aceptaremos de nuevo en el batallón sin haceros ninguna pregunta. Si no regresamos, cuidad de los civiles. Mi intención es decirle al general que os presentasteis voluntarios para quedaros atrás. No habrá deshonor, siempre que os mantengáis fieles a vosotros mismos y a la gente que os encomiendo. Mientras ellos sigan vivos, vosotros aún perteneceréis al Ejército de Estados Unidos.

Tras unos instantes de silencio, Bowman añade:

—Que Dios esté con vosotros.

—Gracias, señor —susurran los chicos en la oscuridad.

Momentos después, el capitán Bowman regresa, la varita de luz resulta casi deslumbrante para los ojos de Mooney. La luz titila. Mooney tarda unos segundos en darse cuenta de que el que tiembla es el capitán. Acaba de ejecutar a un oficial compatriota delante de una o dos docenas de desertores —o quizá más— que lo apuntaban con una variedad de armas automáticas.

—En su estado no nos sirven de nada —explica Bowman—. En verdad, esta noche nos hemos convertido en un ejército de voluntarios. —Da la impresión de estar aturdido y exhausto—. No obstante, Bishop era un traidor. Lo que hice, lo hice para cumplir con mi deber para con el ejército. Las cosas se pueden estar desmoronando, pero aún somos el Ejército de Estados Unidos.

Kemper y McGraw asienten sombríos. No se necesita ninguna explicación.

Bowman mira a Mooney y a Wyatt, respira hondo y sonríe.

—Gracias por el apoyo, soldados.

—No hay de qué, señor —responde Mooney, ronco y con la boca seca.

—Ahora, veamos si podemos largarnos de esta maldita isla esta noche.

58. Estocada y quietos, ahora.

Recuperar y quietos, ahora.

En posición de ataque, ahora

Los chicos abandonan la escuela en fila de a dos por las puertas delanteras, una larga hilera de color marrón claro que serpentea en la oscuridad con las bayonetas caladas. La primera escuadra de la columna se despliega en cuña, con lo que la formación tiene el aspecto de una flecha. Los suboficiales caminan junto a la columna y mantienen a sus escuadras bajo control. Mientras avancen como una compañía, cada escuadra actuará de forma independiente, puesto que no se puede hablar, y que no se pueda hablar significa que no hay comunicación entre la cadena de mando.

Todos saben adónde se dirigen, cómo llegar y cuáles son las reglas de enfrentamiento: nada de disparar a no ser que sea cuestión de vida o muerte. Los seguros puestos. Se abrirán paso con la bayoneta. La velocidad, la sorpresa y la visión nocturna serán sus aliados en esta misión.

Casi al frente de la columna, Mooney avanza con las gafas puestas, un par de lentes que muestran una imagen electrónica amplificada del mundo exterior en color verde fosforescente. Este dispositivo permite que el soldado vea aunque sólo haya luz de las estrellas —que es lo único que brilla esta noche— al amplificar la luz ambiente treinta mil veces y después crear una imagen pasada a verde. Los soldados pueden ver a los rabis, pero los rabis no los pueden ver a ellos.

Sin embargo, los rabis pueden oír el terrible jaleo que arman al avanzar. La columna traquetea, las botas pisan trozos de vidrio y patean latas y botellas; los soldados también tosen a causa de las vaharadas hediondas que surcan la ciudad, que, por lo demás, se encuentra sumida en el silencio. Pero, a pesar del ruido, los perros rabiosos no atacan. Parecen estar aletargados.

Mooney oye el sonido de una refriega a su izquierda, seguido de un silbido metálico y un grito agudo. Se vuelve justo a tiempo para ver cómo su sargento arranca la pala de la cabeza de una mujer y echa el cuerpo al asfalto. McGraw les hace una señal: No os paréis, seguid avanzando.

—Lo siento, señora —susurra McGraw en la oscuridad.

Mooney no puede dejar de preguntarse quién era esa mujer antes de convertirse en uno de ellos. ¿Una importante productora cinematográfica? ¿La editora de una revista? ¿Una taquillera del metro? ¿Una profesora sustituta? ¿Tenía marido o estaba soltera? ¿Tenía hijos? ¿Planeaba irse de vacaciones a México durante el invierno?

¿Era una terrorista que iba a volar Nueva York?

¿Era una científica a punto de descubrir una cura para el cáncer?

Nunca lo sabremos.

Muchos de los infectados andan con los pies descalzos por encima de los vidrios rotos y dejan rastros de sangre detrás de ellos. Otros tienen enormes heridas abiertas que supuran pus a causa de docenas de infecciones, y no sólo por los gérmenes trasmitidos en los mordiscos: en los últimos días, Nueva York se ha convertido en una alcantarilla a nivel de la calle. El hedor es horrendo y poco a poco va ganando la guerra contra el Vicks Vaporub que los soldados se han untado debajo de la nariz. Esa gente apenas sigue siendo humana.

Pero Mooney no los odia. No es capaz de verlos como unos monstruos. Unos cuantos días antes eran gente normal. Resulta complicado odiar a los esclavos. No tienen elección.

Ve a más infectados al frente, agrupados en apáticos racimos en la oscuridad. Al parecer, duermen de pie; los hombros les suben y bajan debido a su rápida y superficial respiración. Otros sollozan y gritan como si estuvieran afligidos por una gran tristeza.

El hedor se intensifica y hace que se le revuelva el estómago y esté a punto de vomitar.

«No tosas. No hagas ruido».

Pasa junto a un perro rabioso que ha notado su presencia y que intenta dar con ellos a ciegas, manoteando en la oscuridad. Con un movimiento brusco, el hombre queda en el ángulo muerto de la visión periférica de Mooney. Las gafas de visión nocturna permiten la visión en una oscuridad casi completa, pero tienen tres grandes inconvenientes que resultan desconcertantes e incluso peligrosos.

Los soldados, acostumbrados a un campo de visión de 20/20 durante el día, deben adaptarse con rapidez a una reducción de la agudeza visual de entre un 20/25 y un 20/40, en el mejor de los casos. Dicho de otra manera, las gafas de visión nocturna crean una imagen borrosa, y a pesar de que es probable que la luna nueva les esté salvando la vida esta noche, también es la causa de que las gafas no tengan la suficiente iluminación con la que trabajar.

Aunque el visor de las gafas es binocular, las lentes en sí son monoculares, con lo que dificultan la percepción de profundidad del soldado. Los chicos tropiezan y se adaptan al terreno para no perder el equilibrio. En ocasiones, algunos se estremecen cuando ven a un rabis cerca al no estar seguros de la distancia que los separa.

Del mismo modo, los soldados están acostumbrados a tener un campo de visión de ciento ochenta grados, y ahora deben adaptarse a un túnel de visión de sólo cuarenta grados. Los soldados deben mover la cabeza de un lado a otro constantemente para asegurarse de que no se acerca ningún perro rabioso por los lados, por donde están ciegos a todos los efectos.

Mooney oye al perro rabioso olisquear el aire y gruñir a su izquierda. Gira la cabeza a tiempo para ver cómo su jefe de escuadra golpea al hombre en la cabeza con la pala.

McGraw no se disculpa.

La mente de Mooney se pone a trabajar: ¿Un banquero de inversiones? ¿Un actor famoso? ¿Un padre con tres hijos?

Trata de no pensar en el momento en que le toque acuchillar a estas personas en la oscuridad. En los últimos días ha disparado a mucha gente, e incluso le ha clavado la bayoneta a esa cosa que gimoteaba tirada en el suelo, en el aula de ciencias de la escuela. Pero eso lo hizo sin pensar. Disparar a alguien es una cosa, y acuchillar a una persona conscientemente es otra. La mayoría de los soldados odian esa arma.

La segunda escuadra se aparta de la columna y los chicos se ponen en cuclillas, exhaustos de tanto luchar, esperando a que pase el resto de la columna para colocarse al final de la formación. Ahora le toca a la primera escuadra ir en punta.

Mooney respira hondo y no deja de moverse para analizar los objetos que nadan a su alrededor convertidos en una docena de tonalidades de color verde.

Al frente, flotando en la oscuridad, los blanquecinos grupos de perros rabiosos duermen en sus extraños racimos o deambulan entre las ruinas de la caravana de coches abandonados, tropezando con maletas reventadas y cadáveres.

Un llanto rasga el silencio. Uno de los infectados aúlla de tristeza y dolor.

No se ha previsto que la columna se desvíe de una línea recta hasta llegar al primer giro, a cuatro manzanas de distancia. Si los rabis bloquean la columna, les clavas la bayoneta, los echas a un lado y sigues avanzando. Ésas son las órdenes. Si las desobedeces, podrías ser la causa de que los mataran a todos.

El perro rabioso que se encuentra justo delante de él parece vibrar en la pantalla verde fosforecente, el enorme cuerpo está desdibujado y borroso y la larga y apelmazada barba se muestra retorcida como un nido repleto de gusanos. Un líquido negro le supura del ojo izquierdo a causa de la infección, y tiene la boca abierta. Parece que se está riendo.

Mooney adopta una posición de boxeo, con el pie izquierdo adelantado, el cuerpo erguido, las rodillas un poco flexionadas y apoyándose en los talones.

Lo entrenaron para luchar con la bayoneta. Aprendió cuatro movimientos de ataque durante la instrucción: estocada, culatazo, corte y golpear. Hay compañeros a izquierda y derecha, así que sólo puede lanzar estocadas. La idea es simple: hundir la hoja en cualquier parte vulnerable del cuerpo de tu oponente.

El mayor problema es decidir cuál es esa parte. En este momento es cuando el pensamiento de repulsión aflora. Muchos soldados atacan el centro del pecho del objetivo. Una de dos: o no tienen tiempo para pensar o no quieren hacerlo.

Mooney acerca la culata de su M4 a la cadera derecha, extiende el brazo izquierdo y se abalanza hacia adelante sobre el pie izquierdo con toda su fuerza, lanceando al perro rabioso entre las costillas y haciéndolo retroceder. El hombre chilla y se tambalea hacia atrás, casi llevándose consigo la carabina. Mooney la sujeta con fuerza y libera la hoja, que abandona el cuerpo del hombre a regañadientes con un horrible sonido de succión.

El rabis se bambolea hacia la izquierda, tropieza con una motocicleta caída y no se levanta.

Otro perro rabioso aparece en la oscuridad; es una mujer anciana vestida con los harapos de una bata de hospital y con la cara y el pecho manchados de sangre. La boca desdentada se abre amenazante y un espumoso chorro de saliva, rica en virus, chorrea de ella.

Estocada y quietos, ahora. Recuperad y quietos, ahora. Volved a la posición de ataque, ahora. Dad un paso al frente.

Junto a él, Finnegan maldice entre dientes cuando le quitan la carabina de las manos y tiene que salir detrás del arma; logra recuperarla y regresa tambaleándose y jadeando.

Después de diez minutos de abrirse paso a la fuerza a lo largo de dos manzanas, el cabo Eckhardt le toca el hombro a Mooney y ocupa su lugar al frente de la columna.

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