Nueva York: Hora Z (32 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Muy bien —reclama su atención Bowman, que vuelve junto al mapa—. La llamada era de Inmunidad. He recibido nuevas órdenes, directas del general Kirkland. Nos han asignado una misión.

Los suboficiales dejan de hablar entre sí y lo miran con un repentino gesto entre receloso y desconfiado. De pronto, Bowman lo ve claro: probablemente primero le ofrecieran la misión al 2º Batallón. El coronel Rose la aceptó. Entonces sus hombres, al calificar la misión de suicida, se rebelaron y le dispararon.

¡Qué ironía! Puesto que el objetivo de la misión se encuentra en Manhattan, lo más seguro es que Rose hubiera ordenado al 1.er Batallón que llevara a cabo la misión, dejando así a su batallón fuera del asunto. Pero antes de que Rose pudiera delegar la misión a la gente de Bowman, sus hombres lo asesinaron.

Un simple malentendido.

Tras ello, el general Kirkland optó por un tal teniente Bowman y lo nombró comandante de brigada.

No es difícil extraer la moraleja del asunto: Tendrá que andar con pies de plomo.

—Nuestra misión tiene que ver con un laboratorio de investigación situado en el lado oeste de la isla. —Golpea un punto del mapa con el dedo índice—. Justo aquí. ¿Lo pueden ver todos? Iremos a esas instalaciones para proteger a un grupo de científicos y ayudarlos a abandonar la ciudad.

—Esto, teniente… Con el debido respeto, señor, ¿no cree que es algo suicida? —pregunta uno de los sargentos del tercer pelotón.

—Iremos a esas instalaciones sin sufrir ninguna baja si puedo evitarlo —responde Bowman, mirando al hombre a los ojos—. Iremos de noche, cosa que ayudará. Por cierto, ahora soy capitán, no teniente. Me han ascendido y me han puesto al frente del batallón.

En verdad, lo han puesto al frente de la brigada, pero todo el asunto —que asciendan a un teniente novel a jefe de brigada— resulta bastante ridículo. Incluso para él.

—Felicidades por su ascenso, señor —dice otro sargento del tercer pelotón—. Pero ir después de anochecer es un suicidio puro y duro. Pudimos comprobarlo la otra noche. La masacre ocurrió después del apagón.

—En realidad, es probable que el apagón salvara a lo que quedó de las compañías de su completa aniquilación —contesta Bowman—. Y los supervivientes llegaron hasta aquí, la mayoría sin un rasguño, gracias a las gafas de visión nocturna. Haremos lo mismo en esta misión.

Algunos de los suboficiales asienten.

—Pero no podemos silenciar nuestras armas —replica otro sargento—. Si disparamos unas cuantas balas en esta ciudad, todos los perros rabiosos vendrán hacia nosotros a pleno galope.

—No vamos a disparar nuestras armas —responde Bowman.

—¿Señor?

—Nos abriremos paso con la bayoneta.

Los suboficiales se ríen a carcajadas y silban en señal de admiración. Es un plan con cojones. Puede ser que consigan salirse con la suya.

El teniente Bishop levanta la mano.

—Señor, una pregunta. ¿Por qué tenemos que jugarnos el cuello? El ejército nos ha abandonado aquí. Así que, teóricamente, nos las tenemos que apañar solos.

Bowman frunce el entrecejo.

—No nos han abandonado. Van a…

—Lo único que digo es que aquí estamos a salvo y deberíamos pensar si vale la pena arriesgar nuestras vidas —interrumpe de nuevo el teniente.

Bowman niega con la cabeza. No quiere discutir con Bishop delante de los suboficiales, pero ellos tienen derecho a saber qué está en juego.

—Les diré por qué es importante esta misión —dice el capitán Bowman—. Ese equipo de científicos ha encontrado la cura para la enfermedad del Perro Rabioso. Y nos espera un viaje en helicóptero al completar la misión. Nos iremos con los científicos.

—Con el debido respeto, señor, eso es mentira —contesta Bishop—. No me lo trago.

Los suboficiales contienen la respiración ante la falta de disciplina y decoro entre oficiales frente a la tropa. Entonces empiezan a murmurar, unos en contra de Bishop y otros a favor.

—¡Tiene razón! —grita uno de los sargentos de la Bravo.

—Yo no salgo otra vez ahí fuera —murmura uno de los de la Delta.

—Incluso si logramos salir de la isla, nos utilizarán como carne de cañón en otra ciudad. Lo sabéis, ¿no?

—¡Hay que joderse!

—Callen y escuchen al oficial al mando.

—¡Yo digo que hagamos una votación!

—Tienen razón, Todd —continúa Bishop—. Ya nos han mentido demasiadas veces y eso ha costado la vida de muchos hombres buenos.

Kemper brama una orden y los hace callar a todos.

—¡Se dirigirá al oficial al mando como «capitán» o «señor», teniente! Y no discutirá ni cuestionará las órdenes del capitán delante de la tropa. ¡Así que cállese de una vez!

Bowman fulmina con la mirada a los dos, a punto de estallar de rabia.

—Ustedes dos, salgan de aquí. Quítense de mi vista. Ahora. Me ocuparé de ustedes más tarde.

—Sí, señor —responde Kemper—. Siento mi arrebato, señor.

Y cuando pasa por delante de Bowman, el sargento le guiña un ojo.

Bowman está casi demasiado confundido para entenderlo, pero al final lo coge. Kemper sabía que el capitán no necesitaba ningún paladín que lo defendiera. En cambio, lo que necesitaba era que su gente respetara su autoridad y acatara sus órdenes. Kemper ha demostrado a los suboficiales que él obedece a Bowman y, al mismo tiempo que ha hecho callar a Bishop, ha acabado con el debate público de una tacada.

—Esto no es ningún club juvenil —dice el capitán a los sargentos—. No votamos. Si estás en el ejército, sigues las órdenes de la cadena de mando hasta llegar al mismísimo presidente de Estados Unidos, y si no, eres escoria y un desertor. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor —responden los suboficiales.

—Ahora, presten atención. Es importante. En el caso de que no saliéramos ahí fuera para cumplir esta misión, sí tendríamos que hacerlo para recuperar los suministros que quedan en el cuartel general. La alternativa sería quedarnos aquí sentados y esperar a morir de hambre. Las gafas de visión nocturna nos van a conducir al laboratorio o a traernos de vuelta aquí después de recoger los suministros. Tras completar esta misión, el ejército nos trasladará a algún otro lugar, pero será mucho más seguro que estar en medio de la ciudad con mayor densidad de población del condenado país. Eso, por no mencionar que las fuerzas aéreas han empezado a volar los puentes en un disparatado intento de evitar que los perros rabiosos abandonen la isla. En un mes o dos, lo que ven a través de la ventana puede que sea considerado los viejos buenos tiempos de paz y abundancia. Creo que, con los datos que manejamos, esta misión es nuestra mejor y única opción real de sobrevivir a largo plazo. ¿
Hooah
?


Hooah
—responden los suboficiales, unos más alto que otros. Algunos ni siquiera abren la boca.

—Nos pondremos en marcha a las cero-cuatro-cero-cero —comunica Bowman—. Estén preparados. Eso es todo.

57. Uno de vosotros es un traidor

Nada más despertarse en la oscuridad, los chicos de la primera escuadra del segundo pelotón empiezan a refunfuñar. Cuando logran salir de los sacos de dormir —temblando a causa del aire nocturno, pues al ser la primera semana de octubre cada día se vuelve más fresco— han pasado de refunfuñar a quejarse abiertamente.

A muchos soldados les encantan las cosas guays que ocurren mientras están de servicio, pero no paran de quejarse o protestar por todo lo que hay entre una cosa guay y otra. Pero hoy, la disensión es total. Se estaban acomodando al lugar y comenzaban a tener la impresión de que podrían esperar a que se calmaran las cosas y poder salir con vida de ésta. Tienen víveres, agua, electricidad, calefacción y seguridad. Incluso unos cuantos ligones del pelotón han sacado tiempo del duro e interminable trabajo para iniciar relaciones con algunas de las civiles.

Mooney fue el único que no se sorprendió cuando el sargento McGraw les informó la noche anterior de que iban a ponerse en marcha. Ya había notado los cambios en el viento. Había visto las señales y los portentos en el cielo y había comprendido que nadie iba a salir de ésta sin sufrir intensamente. Las cadenas de televisión habían dejado de emitir una a una, el único valor del papel moneda era el de servir de yesca, los sistemas de distribución de comida, medicinas y ropa se habían interrumpido, y había rumores de que unidades enteras del ejército cogían sus armas y, simplemente, se largaban.

Todo ha sucedido tan deprisa.

«Dentro de nada, la gente quemará los libros de las bibliotecas para mantenerse caliente entre las salidas para cazarse los unos a los otros y utilizará el río Hudson como retrete y lavadora».

—No te creerías que el ejército nos iba a dejar en paz, ¿verdad? —pregunta Carrillo—. Somos una de las únicas unidades de la zona que aún obedecen las órdenes.

—Somos una de las únicas unidades que siguen con vida —responde Ratli.

—Como mínimo, tienen que intentar conseguir que nos maten —bromea Rollins, pero nadie se ríe.

—Dejad de quejaros y equipaos, chicos —interrumpe McGraw, entrando en la habitación. Lleva las mangas enrolladas, cosa poco habitual en él, con lo que deja a la vista los peludos antebrazos de Popeye: en uno lleva una calavera tatuada, y en el otro, dos fusiles cruzados—. Os quiero listos para partir y en fila india en la otra pared del pasillo en quince minutos. Deja el saco, Ratli. Y también el poncho. Iremos ligeros. Llevad mucha munición y sólo lo que necesitéis realmente. Lo demás se queda aquí para los
hajjis
.

Los chicos se echan a reír. Han comenzado a llamar «rabis» a los perros rabiosos y «
hajjis
» a los civiles durante los últimos días, y oír a uno de los suboficiales llamarlos de la misma manera —y en especial a su seco y corpulento sargento McGraw— les resulta hilarante.

Muchos de estos chicos dejarán el abrigo de sus sacos de dormir y se jugarán el cuello sólo por devoción a sus suboficiales. Respetan a los suboficiales. Allí adonde van, los chicos los siguen.

—¿A alguien le quedan varitas luminosas? —pregunta Rollins—. No puedo ver ni una mierda.

—Utiliza las gafas de visión nocturna —responde Mooney—. Así practicas.

McGraw se da la vuelta al oír el sonido de la voz de Mooney, lo señala y dice:

—Tú. —Y acto seguido señala a Wyatt—. Y tú.

—Yo no he sido —bromea Wyatt.

—Poneos el equipo, tarugos —les ordena McGraw—. Venís conmigo.

—Sí, sargento —responde Mooney, sombrío. Los otros chicos ya están abriendo sus raciones de comida preparada. El estómago le gruñe.

Se pondrán en movimiento al cabo de pocos minutos. Los chicos de las otras escuadras ya abandonan las aulas que hay en el ala y llenan el pasillo. La mayoría se pone en cuclillas y se apoya en las taquillas de los estudiantes en medio de un silencio desalentador, con las carabinas encima de las rodillas. Algunos abandonan las filas para ir al lavabo antes de que la compañía se ponga en marcha. Alguien del primer pelotón ha puesto
Welcome to the Jungle
de Guns’n’Roses a todo volumen para desentumecerse y despertar a los
hajjis
.

Al final del pasillo, McGraw les indica que esperen, con la mirada clavada en el sargento de pelotón Kemper, quien discute con varios civiles.

Alguien pide a gritos una batería nueva para sus gafas de visión nocturna. Los chicos apuran sus cigarrillos, tiran las colillas y las chafan con las botas. Entonces, dos soldados de la escuadra de armas de apoyo del primer pelotón aparecen cargados con una caja de munición y empiezan a distribuirla.

—Cargaos hasta los topes —dicen los dos soldados—. Un cargador en cada bolsillo vacío. Llevad tanta munición como podáis.

Mooney se acerca un poco más al sargento de pelotón y escucha la conversación.

—No les pasará nada si se quedan escondidos y no llaman la atención —les está diciendo Kemper—. Hay comida de sobra. Nuestra gente ha llenado todas las botellas y cubos que había en la escuela con agua del grifo. También sacamos la gasolina de los camiones, con lo que tienen combustible de sobra para el generador.

—Su deber es ayudar a esta gente, sargento —dice uno de los civiles.

—Mi deber es seguir mis órdenes.

—Usted trabaja para nosotros, maldita sea.

—Yo trabajo para el Ejército de Estados Unidos de América, señora.

Kemper se aleja, le hace un gesto con la cabeza a McGraw y sigue caminando por el vestíbulo, donde el caos y el ruido crecen por momentos conforme los suboficiales empiezan a impartir órdenes y a preparar a sus escuadras para la marcha. A la confusión se le suma el hecho de que el oficial al mando ha realizado unos cambios de última hora: ha ascendido a varios sargentos al rango de teniente, ha combinado escuadras y ha construido una nueva compañía plenamente operativa de las cenizas de un batallón en un momento. Varios chicos gritan los nombres de sus unidades, presas del pánico. Parece que han desaparecido escuadras completas.

Mooney se da la vuelta y ve que Martin y Trueno se acercan a ellos, con su M240 del calibre treinta. Martin le enseña el pulgar levantado. Mooney frunce el entrecejo. Nunca le ha quedado claro si Martin es un buen tío o un gilipollas. En Iraq, levantar el pulgar es lo mismo que mandar a tomar por el saco a alguien.

—¿Sabéis qué ocurre? —susurra Mooney.

Con una sonrisa en el rostro, Martin niega con la cabeza.

—Silencio —ordena McGraw.

Doblan una esquina y entran en un pasillo vacío. Al instante, los sonidos de lo que queda del 1.er Batallón se desvanecen en la oscuridad.

Kemper enciende la linterna SureFire acoplada en su carabina.

—Apague esa cosa —dice una voz desde la penumbra—. Estoy aquí.

—Sí, señor —responde Kemper.

El capitán Bowman sale de un aula vacía llena de polvo con una varita luminosa colgando del chaleco. No es casualidad que la varita de luz monocromática, al igual que la pantalla de fósforo de las gafas de visión nocturna, sea de color verde. El ojo humano es capaz de distinguir más tonalidades de verde que de cualquier otro color fosforescente. El capitán es la única persona que lleva luz.

—Quiero que coloquéis la calibre treinta aquí, apuntando en aquella dirección —dice Kemper al artillero y a su ayudante—. Nosotros seguiremos hasta el final del pasillo. Si oís disparos, permaneced tranquilos y no disparéis. Si os digo que disparéis, entonces cosed a tiros a cualquier persona con una linterna o una varita luminosa. Pero sólo si os ordeno disparar. ¿Ha quedado claro, especialista?

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