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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (29 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Los chicos se tambalean hacia atrás empujados por el hedor.

—Huele como a queso y huevos podridos —dice Finnegan, retorciéndose.

—¿Está vivo? —pregunta Rollins—. ¡Se está moviendo!

—Callad, nos quiere decir algo…

—Dios mío —dice Mooney, tragando saliva para evitar que le suba la bilis a la boca—. Se le posarían moscas encima antes de que cerráramos la bolsa y han puesto huevos. La cara se mueve porque está llena de gusanos…

—Joder —exclama Rollins, pálido.

—Maldita sea, Mooney, cierra la bolsa —ordena Eckhardt.

Mooney obedece.

—Aún apesta aquí dentro —dice el cabo Wheeler.

—Ya no tanto —apunta Eckhardt.

—Huele como uno de mis pedos después de comerme una ración de judías con chili —dice Wyatt.

—Joel, cállate —responde mareado Mooney ante la mención de la comida—. Será mejor que no vuelvas a abrir la boca.

Los chicos juntan varios pupitres y colocan los cuerpos encima.

—Mirad esto —avisa Williams—. Alguien ha grabado en este pupitre «Que le den al señor Schermerhorn». No está mal.

Nadie se ríe. Eckhardt cubre los tres cuerpos con la bandera americana.

Los garabatos en las mesas le provocan escalofríos a Mooney. Los recuerdos del mundo normal atormentan esta escuela de una manera muy real. Es muy fácil cerrar los ojos e imaginarse a treinta adolescentes aburridos tratando de permanecer despiertos para comprender qué intenta explicarles el profesor de biología.

Estar en la habitación se asemeja a estar en un museo.

Eckhardt y Hicks loan a los chicos muertos mientras que el resto se despide posando la mano derecha sobre el corazón, un gesto de respeto que aprendieron de los iraquís. Eckhardt dice que no conocía bien a Billy Chen. Por lo que parece, nadie lo conocía bien, pero Chen era un miembro del ejército y eso lo convertía en parte de la familia. Hicks habla de la extraordinaria puntería de Ojo de Halcón, que de haber escogido hacer carrera en el ejército, habría llegado a francotirador con bastante seguridad. Dice que a Ojo de Halcón siempre le tocaba ir en punta, pero que nunca se quejaba, ni sobre eso ni sobre nada. Wheeler y Williams les arrancan una sonrisa al describir las bromas que solía gastarle McLeod a Bicho mientras éste dormía: atarle el cordón de una bota con la otra, ponerle la mano en remojo en agua caliente. Las típicas bromas de los barracones. Eckhardt termina diciendo que esos hombres murieron por su país.

Los chicos se miran los unos a los otros, incómodos. ¿Qué significa eso ahora? Saben lo que significa morir, lo han visto más que de sobra, y no les resulta difícil imaginarse a sí mismos pudriéndose en el interior de esas bolsas de plástico y llenos de gusanos como sus amigos. Pero ¿el país? A pesar de que muchos de ellos se encuentran en un estado de total negación, saben que América atraviesa una crisis de la cual saldrá totalmente cambiada. De hecho, lo que aparezca al otro lado del túnel quizá ya no se pueda reconocer como América.

Un silencio incómodo se cierne sobre el funeral. Nadie sabe qué decir.

—¿Y qué pasa si es cierto? —dice Ratli, dubitativo y visiblemente temeroso de que lo dejen en ridículo por decir algo tan honesto.

—¿Cómo va a ser verdad? —responde Wyatt—. Un montón de
hajjis
desarmados no pueden acabar con todo un batallón.

—¿Y por qué iban a inventarse esa mierda, tronco? —pregunta Williams—. ¿Para levantarnos la moral? Todos sabéis que es verdad, pero ninguno queréis afrontarlo.

Nadie le responde.

—Entonces, si es cierto, ¿qué se supone que debemos hacer con una puñetera compañía?

—Mantenernos agazapados, si somos lo bastante listos —responde Williams.

—Ahí la has clavado —murmuran varios chicos al tiempo que asienten con la cabeza.

Los otros chicos se meten en la conversación.

—Esperar a que reviente todo este asunto.

—Un momento. No nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad?

—¿No nos van a evacuar con los helicópteros?

—Ni lo sueñes. ¿Dónde iban a aterrizar los pájaros? ¿En la calle?

—La gente que nos lidera es buena —dice Hicks—. No nos tendría que pasar nada.

—El capitán Lyons era bueno —responde Rollins—. Y ahora, la compañía Alfa ya no existe.

—Y Reese y Moreno. Ellos también eran buenos.

—Ellos seguían órdenes. Kirkland y Winters les dijeron que se pusieran en marcha y ellos lo hicieron.

—Eso es lo que yo digo. ¿Qué pasa si le dicen al teniente que se ponga en marcha?

—Si yo fuera el teniente, ni respondería a la llamada.

—Yo conozco al teniente —afirma Eckhardt—. Seguirá las órdenes.

—Si el ejército está tan mal, ¿por qué tendría que jugarse el cuello? —se pregunta Williams.

—¿Por qué deberíamos hacerlo cualquiera de nosotros? —contesta Ratli.

Los chicos se sumen en otro silencio incómodo.

—Tíos, seguro que os echáis a reír —empieza Mooney—, pero yo me quedo con el teniente porque quiero ver cómo los críos regresan a esta escuela.

Nadie se ríe. Los chicos lo miran con curiosidad.

—Es como… —continúa—. Billy Chen murió por su país. Pero a mí me parece que el país desaparece a nuestro alrededor. Si continuamos haciendo nuestro trabajo, quizá seremos lo único que va a quedar del país. Si dejamos de hacerlo, entonces Estados Unidos dejará de existir. Ésa es mi sensación. Yo voy a seguir haciendo mi trabajo para que América perdure y algún día se recupere y todo vuelva a la normalidad. Ésa es mi misión.

Inquietos, los chicos cambian el peso de un pie a otro, murmuran y asienten. Mooney les ha plantado en la mente una semilla más fuerte que el patriotismo. Les está dando una motivación para la victoria en esta guerra huérfana de héroes y de vencedores. Les hace recordar un hogar en paz.

Se imaginan las meriendas campestres y las camionetas, las novias y las primeras citas, jugar al hockey en la calle y los autocines, los abuelos jugando a las damas en el parque, los largos viajes en coche durante las noches de verano, una canción favorita en la radio, las discusiones sobre política, levantarse pronto el domingo para ir a la iglesia, que no te echen del trabajo y cobrar los cheques del salario. Incluso todas esas pequeñas preocupaciones y necesidades que ya no parecen importantes, como pagar las facturas o las tarjetas de crédito, la ropa que se ha puesto de moda y la última jerga de la calle, les llega a los chicos al fondo del alma y les hace sentir nostalgia por el mundo prosaico que termina.

Hay diferencia entre ir a Iraq a luchar por tu país y estar en una situación como la presente, donde literalmente luchan por la supervivencia de su país. Si son capaces de conservar una pizca de la vieja América con vida, se sienten capaces de vencer.

Mooney quiere seguir vivo, y formar parte de un grupo numeroso proporciona seguridad. Pero eso no es suficiente para mantenerse con vida. Un hombre también debe tener algo por lo que vivir.

Capítulo 11

51. Quiero contar mi historia primero para que no me olvidéis

—Lo único que nos mantuvo con vida tanto tiempo fue la estrechez de las zonas de combate. Los rabis tenían que apretujarse y, durante unos instantes, dispararles era pan comido. Llegaban de dos en dos, de tres en tres, salían de las puertas de los edificios, de los coches o por las esquinas; incluso llegaron volando por las ventanas. Éramos alrededor de sesenta hombres cuando salimos. Íbamos armados hasta los dientes y teníamos luz verde para disparar a cualquier cosa que se moviera. No hacía falta identificar el objetivo. Sólo disparar y seguir adelante. También teníamos un buen jefe. El capitán Reese era un oficial cojonudamente bueno; lo habría seguido a cualquier parte, incluso después de que se desmoronara. Tardamos un poco en acostumbrarnos al hecho de que el enemigo no iba a replicar a nuestros disparos; pero una vez lo hicimos, nos aplicamos bien.

»Después de diez manzanas sin parar de disparar a un ritmo constante, empezamos a estar cansados. Era como estar bajo un fuego hostigador, aunque en lugar de balas nos llovían cuerpos. Los vehículos abandonados por toda la calle nos obligaban a ir despacio y nos jodían las líneas de fuego, con lo que desperdiciábamos munición. Había coches, camiones y trozos de vidrio por todas partes entre un atasco y el siguiente, y las sombras que proyectaban las farolas eran peligrosas. Una y otra vez vimos los lugares donde un conductor de camión o de todoterreno fue presa del pánico e intentó abrirse paso empujando, con lo que sólo conseguía formar pilas de vehículos. Varios coches ardían y desprendían un denso humo aceitoso. Los civiles gritaban desde las ventanas y nos tiraban cualquier cosa para llamar nuestra atención.

»Cuando habíamos avanzado veinte manzanas, ya sólo quedábamos cuarenta o cincuenta hombres. Unos pocos murieron, pero la mayoría de nuestras pérdidas se debieron a que los chicos desaparecían por las puertas de entrada a los edificios. Te dabas la vuelta y, de repente, ya no estaban ahí. Unos se alejaron porque los habían mordido y sabían que eso era una sentencia de muerte. Otros quizá pensarían que seguir avanzando era un suicidio y que ya habían tenido bastante. No los considero unos cobardes. De verdad que no. Esta guerra nos supera a todos, es de unas dimensiones demasiado grandes para comprenderla siquiera. La gente se desmorona con facilidad cuando intenta entender algo de este calibre. Una guerra donde la victoria parece una derrota y la derrota… Bueno, la derrota significa que estás muerto.

»De cualquier manera, los perros rabiosos aparecieron en gran número desde dos direcciones. Había miles de ellos acechando en la oscuridad. Se precipitaban sobre nosotros con rapidez, su respiración era un gruñido constante, de forma que parecían un tren. Si alguna vez habéis visto esa película de Michael Caine,
Zulú
, esto era igual: miles y miles de personas corriendo en oleadas contra el fuego de los fusiles. No, aún mejor, recuerdo que una vez vi a unos dos mil chavales salir en desbandada de un concierto de
heavy metal
. Ahora imaginad a toda esa gente que corre hacia vosotros y que quiere haceros pedazos con las manos desnudas y los dientes. Los vi acercarse y me meé encima. No me avergüenza admitirlo. Les pasa a muchos hombres, ¿verdad? Nunca me había pasado en Iraq, ni siquiera cuando las balas silbaban como avispas junto a las orejas. Es curioso, si te paras a pensarlo. Tuve que regresar a casa para conocer el miedo de verdad.

»¿Es por ahí? Dios, este lugar parece un manicomio. También huele a mil demonios, maldición. Dejadme que os cuente el resto de mi historia antes de meterme ahí dentro, por favor. No luché toda la noche hasta llegar aquí para que me hicieran entrar en una de esas habitaciones y se me olvidara. Vine porque quería sentir otra vez algo, cualquier cosa, que se pareciera a estar en casa. Una vez más. Y quiero contar mi historia primero para que no me olvidéis.

»Gracias. De todo corazón.

»Ahí estábamos nosotros, ya con poca munición y con una horda de maníacos que se abalanzaban sobre nosotros desde las sombras. Les abrimos otro agujero en el culo. Vaciamos sobre ellos todo lo que teníamos. Se acabó el disparar y largarse. Éramos una defensa móvil y era hora de defenderse. Colocamos las ametralladoras y las armas de apoyo sobre los capós de los coches e hicimos llover plomo. Los hicimos trizas. Partimos cuerpos por la mitad. Las cabezas se separaban del tronco y salían volando por los aires. Fue increíble, como si estuviéramos en un retorcido juego de realidad virtual. Pensaréis que no soy más que un psicópata enfermo, pero me sentí bien. Se trataba simplemente de supervivencia. Ya no los veía como a gente, sino como a un grupo, como a un todo, como a un gran monstruo. Cuantos más morían, más vivía yo, ¿me entendéis? Quería que siguieran acercándose. Quería que todos murieran.

»Sinceramente, aún pensaba que lo lograríamos. En ese momento, a pesar del cansancio, de andar escasos de munición y de las bajas, que nos superasen era lo último que se me pasaba por la cabeza. Pero los fusiles empezaron a encasquillarse. Una de las ametralladoras se recalentó. Yo vaciaba cargador tras cargador a un ritmo rápido hasta que no me quedó nada, y ellos no dejaban de venir. Oleadas y oleadas. En lo alto, los helicópteros volaban en círculos, observándonos, y cuando las cosas se pusieron chungas, hicieron unas pasadas por encima de los perros rabiosos y dispararon los cañones de cadena y, oh Dios, secciones completas de la horda de infectados explotaron, se desintegraron.

»Las cosas se fueron al infierno en un periquete después de eso.

»Un Apache descendió, nos cegó con su luz, y comenzó a lanzar cohetes. Los vehículos salían despedidos por los aires y daban vueltas de campana. Era como un estallido tras otro, uno tras otro. Por todas partes volaba metal candente; la metralla repicaba contra las carrocerías de los vehículos y rebotaba contra las paredes. Hizo trizas a los chicos de mi escuadra. Y acto seguido, el Apache rugió en el cielo y se fue. Yo forzaba la vista para librarme de la ceguera y seguía disparando. Entonces me di cuenta de que toda mi escuadra había desaparecido, literalmente. Sólo quedábamos el sargento y yo. El sargento sangraba por las orejas, estaba completamente sordo y con la mirada perdida en el infinito, aturdido. No fueron los rabis los que acabaron con mi escuadra, sino fuego amigo. Ahí fue cuando el capitán Reese se desconcertó y empezó a solicitar a gritos un ataque de artillería casi encima de nuestras cabezas, para evitar que los
hajjis
tomaran nuestra posición. Se le fue la puta pinza.

»Entonces supe que era hombre muerto. Un río de sangre fluía alrededor de mis tobillos. Y no es ninguna metáfora. Era como si lo hubieran sacado de la Biblia. Instantes después, se fue la luz y todo quedó a oscuras. Y ahí es donde empezó el terror de verdad.

»No nos dio tiempo a ponernos las gafas de visión nocturna ni a disparar una bengala. Disparábamos a la buena de Dios, en medio de la oscuridad y en modo automático mientras caminábamos hacia atrás para formar un cuadrado alrededor del capitán Reese con las bayonetas caladas. Los destellos de los cañones de las carabinas mostraban atisbos de los perros rabiosos destrozando al segundo pelotón; estaban tan cerca que sufrías arcadas a causa del hedor. Chillaban en la oscuridad. Era un cuerpo a cuerpo y los chicos morían con rapidez. ¿Y qué hacía yo? Joder, el corazón me latía como un tambor y me meaba patas abajo. Temblaba tanto que casi ni me podía mover.

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