Nueva York: Hora Z (26 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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A los policías les encomendaron tareas de control de disturbios cerca de la estación Grand Central para evitar que miles de personas trataran de subir a los trenes que habían dejado de circular días atrás. Habían convertido la estación en una clínica para el Lyssa. Entonces, aparecieron cientos de perros rabiosos y la emprendieron a golpes con la multitud mordiendo a todos cuantos estaban a la vista.

La unidad antidisturbios avanzó e intentó separar a los perros rabiosos de los no infectados, y se encontró atrapada entre los dos.

Sólo los salvó el gas lacrimógeno.

Los policías lanzaron granadas CS, que estallaron en unas enormes nubes de brillante gas blanco. Tanto los perros rabiosos como los no infectados corrían cegados entre el humo, con lágrimas y mucosidades cayéndoles por los ojos y la nariz, tratando de arrancarse la ropa y la piel que les quemaban. Docenas de personas se arquearon y empezaron a toser y a vomitar. Los perros rabiosos fueron los que más sufrieron. El gas lacrimógeno reacciona con la humedad de la piel y los ojos, y ellos estaban cubiertos de sudor y saliva. El gas también provoca una quemazón en la nariz y la garganta, y a los infectados ya les cuesta tragar debido a que la cepa del Perro Rabioso paraliza los nervios de la garganta para forzar la producción de saliva.

La unidad se rompió, los policías se desperdigaron e intentaron volver a comisaría. Para este grupo de tres, la huida ha sido una lucha continua durante casi dos kilómetros yendo de aquí para allá. Al principio eran cinco, pero a uno lo acorralaron contra el escaparate de cristal laminado de un local y el otro murió heroicamente frente a una tienda de material de oficina para permitir que sus compañeros escaparan.

El hombre vestido con el uniforme de personal de un hospital gruñe y salta…

Y cae al suelo con un estampido seco.

Un hilo de humo se eleva desde un tejado cercano.

Sentado en una silla en el tejado de la escuela con un puñado de tabaco de mascar alojado en el interior de la mejilla, el sargento Lewis ve a otro perro rabioso que corre hacia los policías desde el edificio de pisos. Considera las dimensiones del hombre, apunta a la zona central de la espalda con la ayuda de la mira telescópica, y lo abate con un disparo entre los omoplatos.

Los policías se agachan, se miran los unos a los otros y luego levantan la vista en busca del tirador.

«Esto me gusta —piensa Lewis, y se toma un momento para escupir—. La ética del blanco y del negro. Un hombre en el lugar adecuado, en el momento adecuado, puede marcar la diferencia.

»Ahora, lo único que tenemos que hacer es colocar en el lugar adecuado a todo hombre que vista un uniforme, darle un arma y un poco de entrenamiento y que espere el momento adecuado. Romper la cadena de infección por todos lados y hacer que esta plaga vuelva a la caja de Pandora o a lugar del que salió, sea cual sea».

Al sur, el fuego de armas ligeras crece por momentos, y Lewis mira hacía allí, preguntándose en qué clase de problema se han metido las compañías Alfa y Bravo. Tendrían que haber llegado hace una hora. Salieron tarde y ahora encuentran resistencia en el camino. Además, se están quedando sin luz.

Lewis vuelve a mirar hacia los policías justo a tiempo para ver a otro perro rabioso, una mujer obesa vestida con chándal, corriendo hacia la mujer policía, que se prepara y levanta la porra para golpear.

Maldición.

Lewis dispara y falla.

¡Maldición!

No obstante, la M21 es un arma semiautomática, con lo que dispone de otra oportunidad. Dispara de nuevo. La mujer cae a plomo, se estremece entre convulsiones y con la sangre manándole de un agujero humeante en la espalda.

«Ésta es mi calle —se dice Lewis, y escupe saliva teñida de marrón por el tabaco—. Os concedo paso franco. Os encontráis a salvo aquí, bajo mi protección. Y la próxima vez no os enfrentéis al Armagedón armados con una porra».

Lewis levanta la mirada al cielo. Aún hay luz suficiente para cumplir su promesa. Sintiéndose magnánimo, agita la mano con la esperanza de que lo vean.

Sin embargo, los policías no miran hacia los edificios.

Tratan de huir.

Utilizando la mira telescópica, ve que uno de los policías se arrastra sobre las manos y las rodillas mientras que su compañero se aleja a trompicones, cansado, siguiendo a la mujer, que ha echado a correr con todas las fuerzas que le quedan.

—Dios —susurra Lewis, sobrecogido.

Detrás de los tres policías, una marea de perros rabiosos avanza por la calle. Visten con sucios harapos, llevan el pelo apelmazado y dejan un rastro con sus deposiciones.

Miles de ellos.

La horda atropella, pisotea y deja aplastado sobre el asfalto al primer policía sin perder un ápice de velocidad. El segundo policía tropieza y cae de rodillas. Casi al instante, la multitud choca contra él con la fuerza de un coche, lanzándolo por los aires como si fuera un muñeco y lo descuartiza limpiamente entre un surtidor de sangre.

La mujer policía se detiene en medio de la calle y se da la vuelta, prepara el escudo y levanta la porra por encima de la cabeza; la trenza le cae por la espalda.

Lewis dispara su fusil. Cae un perro rabioso. Dispara de nuevo y cae otro. Intenta crear una brecha para la mujer, pero sabe que es inútil. Ve la cara de los infectados conforme los va matando. Esas caras no tienen ninguna expresión; sólo mueven la boca cuando la contorsionan para gruñir y aullar, mientras que en sus ojos sólo reside una mirada extraña.

Vuelve a disparar. Una y otra vez, hasta acabar el cargador.

«Reserva una bala para ella», se dice a sí mismo.

No, la mujer puede salir de ésta.

No, la mujer ya está muerta.

El fusil se queda sin balas.

La policía descarga la porra antes de desaparecer debajo de la multitud, que la engulle por completo en un instante, como si nunca hubiera existido.

—¡Maldita sea, hijos de puta! —ruge Lewis en un arranque de furia ciega, levantándose de la silla y agitando el puño—. ¡Os voy a matar a todos y a cada uno de vosotros!

Suena el transmisor que lleva en la oreja:

—¿A quién está gritando, sargento?

Se da la vuelta y ve a los oficiales y a los suboficiales más veteranos en el otro extremo del tejado, mirándolo.

Lewis se seca los ojos y abre la comunicación.

—Sería mejor que viniera a ver esto, teniente —informa Lewis—. Sería mejor que viniera ya.

48. Seguridad laboral

McLeod coloca a la chica boca abajo para no tener que verle la cara, en especial los ojos, que están abiertos y vidriosos con la mirada fija en la nada. Se agacha, la coge por los tobillos —utilizando guantes de látex— y empieza a arrastrarla por la calle. Lo sigue una espesa nube de moscas. El vestido de la chica se levanta y le deja a la vista las piernas desnudas; la cara roza el suelo y deja una mancha densa de sangre coagulada procedente del agujero de bala que tiene en la garganta.

—Oh, Dios —dice McLeod, asqueado.

Intenta no mirar y canturrea en voz alta para acallar el sonido de la fricción de la cara contra el asfalto.

—Un momento, soldado —dice una voz detrás de él.

—A la orden —responde McLeod, dejando caer las piernas y alejándose del cadáver.

—Tenga. Coja esto.

Es Doc Waters, quien le entrega un bastoncillo de algodón.

—¿Y qué hago con esto?

—Lleva Vicks Vaporub. Fróteselo bajo la nariz y así no le llegará el hedor.

McLeod sonríe, espantándose las moscas de la cara.

—Gracias, doctor. Es el mejor.

—No se lo ponga en la nariz, soldado. Sino bajo ella. Eso es. Teóricamente, ni siquiera tendría que ponérselo bajo la nariz, pero lo ayudará con el olor de los muertos.

—No me importa lo que me pase siempre que esto sirva —contesta McLeod, que empieza a inhalar con energía—. ¡Anda! Funciona.

—No debería apilar los cuerpos así, ¿sabe? Debería haber utilizado bolsas de plástico. Si necesita moverlos de nuevo, tendrá que utilizar una pala.

—No hay tantas bolsas, supongo. En cambio, personal para usar las palas tenemos de sobra.

—Comprendo.

Doc Waters hace un gesto con la mano para que se acerquen los otros tres soldados que están arrastrando los cadáveres cubiertos de moscas apilados frente al edificio.

—Así que no es el único que está de mierda hasta las cejas. ¿Quiénes son ésos? —pregunta.

McLeod sonríe de oreja a oreja.

—Unos inadaptados del primer pelotón que se pusieron a pelearse después de la arenga del teniente en la que nos decía que todas las personas a las que conocíamos están muriendo.

Doc Waters se lo queda mirando.

—¿Cuándo fue la última vez que pegó las pestañas?

—¿Qué es esa cosa maravillosa a la que llama «pegar las pestañas»?

El médico militar suspira.

—El sargento Ruiz no tiene autoridad para imponerle un castigo basándose en el artículo 15. Hablaré con él y le diré que se está pasando de la raya con usted.

—¿Por qué? Míreme, doctor. Trabajo al aire libre. Hago un poco de ejercicio, me da la luz del sol, el aire fresco…

La verdad es que no había estado tan cansado como lo está ahora desde que hacía la instrucción. Recuerda haberse quedado dormido de pie durante el trayecto a un campo de tiro en mitad de la nada, enlatado como si fuera en un camión de transporte de animales junto al resto de su compañía. Aquello no fue nada comparado con esto. Algo que sí le puede agradecer al ejército es que le ha hecho sentir un profundo aprecio hacia las cosas simples de la vida que no se tienen durante el combate, como una ducha caliente, el aire acondicionado, las hamburguesas grasientas y las patatas fritas, un poco de tiempo para uno mismo, conducir un coche sin ir a ningún sitio en particular, intimidad y una novia. Y dormir como Dios manda.

Ambos se estremecen con el agudo petardeo de las carabinas calle abajo. Los chicos del primer pelotón proporcionan seguridad a la cuadrilla de limpieza. Abaten a cualquier perro rabioso que se acerque.

—¡Y tengo mis propios guardaespaldas! —añade McLeod; entonces se da la vuelta y grita—: ¡No paréis! ¡Dadles fuerte! —Sonríe abiertamente—. Ahí no dejan de matar perros rabiosos, y mis nuevos amigos y yo los dejamos bien ordenaditos aquí para prenderles fuego después y mejorar la salud pública. ¿Sabe cómo lo llamo yo? ¿Lo sabe?

—No. ¿Cómo lo llama, soldado? —pregunta Doc Waters, a quien de repente se le ha acabado la paciencia.

—¡Seguridad laboral!

El doctor no puede evitar reírse a su pesar, y niega con la cabeza.

—Doc, han llegado más personas —le grita un soldado desde la puerta principal de la escuela—. ¿Quiere echarles un vistazo?

—Eres un buen elemento, soldado —le dice a modo de despedida a McLeod, y el doctor regresa hacia la escuela, donde retienen a cuatro civiles a punta de pistola.

—Me esfuerzo, doctor —murmura McLeod, agachándose y cogiendo los tobillos de la chica—. Me esfuerzo.

El sargento Hooper del primer pelotón ordena a la cuadrilla que dejen de trabajar por hoy y que vayan a comer algo.

—A la orden —contesta McLeod, dejando caer las piernas de la chica por segunda vez.

McLeod se quita los guantes y camina hacia la acera, donde los chicos del primer pelotón ya se están lavando las manos y rasgando el envoltorio de plástico de las raciones de comida preparada.

Una ración proporciona mil doscientas calorías y consiste en un plato principal con guarnición, una cuchara de plástico, pan o galletas —con algo para untar—, una bebida isotónica o un batido o cualquier otra bebida, aderezo, un paquete de chicles, caramelos de chocolate o un pastelito, un calentador sin fuego para la comida, cerillas, servilletas y una toallita mojada.

Esta noche a McLeod le ha tocado pollo con buñuelos.

«Excelente», dice para sus adentros, y se guarda la toallita mojada. Las está reservando para darse una ducha rápida de ramera cuando termine de acarrear cuerpos.

—¿Qué te ha tocado? —le pregunta uno de los soldados a su compañero.

—Falda de ternera —le contesta el otro.

—Te lo cambio por macarrones con chili.

—De acuerdo.

—Mi madre solía hacer un chili increíble. Compraba la ternera en Costco…

—¿Cómo voy a comerme esta mierda si no dejas de hablar de las recetas caseras de tu madre?

—¿Alguien tiene salsa tabasco?

—¿Y C4? Hagamos una hoguera y calentemos esta mierda. Al menos así nos la comeremos al punto.

—Nada de fuegos, chicos —dice el sargento Hooper, que está de pie con los pulgares metidos en el chaleco—. Engullid la cena rápido.

Disparos de armas ligeras suenan hacia el sur.

—¡Dejad de darnos más trabajo! —grita uno de los soldados—. Nos estamos tomando cinco minutos de descanso.

—Ésos no son nuestros chicos —afirma McLeod—. Los disparos vienen de más al sur. Será la Alfa. O la Bravo.

—Escuchad al general Patton —se burla un soldado.

—El toque de queda es efectivo —explica McLeod—. Las nuevas reglas de enfrentamiento dictaminan que cualquier persona que camine por las calles después del toque de queda será considerada hostil y hay luz verde para dispararle.

—Gato con guantes no caza ratones. Menos mal que al final nos los quitamos —rezonga uno de los soldados al tiempo que asiente con la cabeza—. El teniente del segundo pelotón está cargado de puñetas. Si nos quitamos los guantes y nos cargamos a estos mutantes, la ciudad estará limpia en un santiamén. —Una mirada feroz asoma a sus ojos y la cara se le congestiona—. No se está acabando el mundo. Mi madre y mi hermana están bien.

—Bueno, tranquilo, hermano —le responde uno de sus compañeros—. No quiero discutir contigo sobre eso otra vez.

—La próxima vez yo no os voy a separar —dice el tercero—. En menudo problema me habéis metido, capullos.

—¿Y tú qué opinas, McLeod? —le pregunta el primer soldado con un tono amenazador—. ¿Crees que se acaba el mundo? ¿Qué dices?

—Oh, yo pienso igual que tú —contesta McLeod en tono alegre.

Desconcertado, el soldado responde:

—Está bien, de acuerdo, entonces.

McLeod se pone a comer de nuevo, sin prestar atención a los soldados y escuchando el sonido de los tiroteos que resuenan por toda la ciudad procedentes de las compañías integrantes de Adalid al abrirse paso a trompicones entre los escombros para reagruparse. Es un sonido inquietante. Es el sonido de mucha gente muriendo.

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