Nueva York: Hora Z (37 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—Así que aquel
hajji
estaba en el tejado disparando un lanzagranadas. ¿Os acordáis del tío? —pregunta Carrillo, casi gritando mientras recuerda—. Cada vez que la segunda escuadra le disparaba, el tío se agachaba y luego asomaba la cabeza para disparar otra vez… Sólo que ni siquiera nos disparaba a nosotros.

—Es verdad. El tío disparaba a aquella camioneta amarilla aparcada cerca de la fábrica —se mete en la conversación Finnegan—. Y nosotros decíamos: «Pero ¿a qué dispara? ¿Necesita gafas o es que es idiota?».

—Acorralaron a la segunda escuadra de mala manera y ese tío podría haber infligido graves daños a aquellos chicos, pero el colega seguía disparando al vehículo —explica Ratli, riéndose.

—Cierto, cierto. Habían colocado un artefacto explosivo en el vehículo —dice Carrillo, con los ojos húmedos y la mirada un poco perdida, recordando el momento—. La camioneta estaba conectada a un ladrillo enorme de C4, pero no explotó. Así que el tío intentó hacerla volar por los aires disparándole con un lanzagrandas.

—Sólo que no tenía ni zorra de disparar —apunta Wyatt.

—Algunos de ellos sí que sabían disparar —dice Mooney, y al momento se arrepiente de haber hablado. Las risotadas se transforman en unas risas por lo bajo.

Ahora todos comienzan a pensar en el resto de ese horrible día, las luchas en los callejones, las calles, los patios y las casas. Al final se intercambiaban disparos a bocajarro con los insurgentes en mitad de las salas de estar de la gente. No son capaces de recordar si los insurgentes eran chiíes o suníes,
yihadistas
o nacionalistas. Pero lo que sí recuerdan es la manera en que murió Torres durante los combates casa por casa, en cómo Simmons perdió las dos piernas.

—Sí… —dice Carrillo en voz baja, intentando aferrarse al recuerdo.

—Oíd, ¿y aquella noche, cuando apareció la unidad de blindados y ese
hajji
loco se enfrentó a un M1 Abrams con un AK47? —pregunta Finnegan.

Los chicos vitorean y se ríen, reavivando su regocijo con los nuevos recuerdos. Mooney sonríe. Las balas del AK47 rebotaban inofensivas en el blindaje del carro, chamuscado y abollado por los numerosos impactos de los lanzagranadas y los disparos de las ametralladoras pesadas. Al principio, los tripulantes del tanque no se creían lo que estaban viendo, y luego decidieron que si lo que el insurgente buscaba era un duelo, ellos le iban a dar uno. El tanque se detuvo en una nube de polvo, la torreta viró y el cañón bajó. A los pocos segundos, el tanque abrió fuego. Un proyectil que iluminó durante un instante la calle como si estuvieran a plena luz del día vaporizó al insurgente al momento.

—Igual que un matamoscas chafando un mosquito —añade Finnegan.

—Valiente o estúpido, elegid —dice el cabo Eckhardt.

De nuevo, el momento de trivialidad no dura mucho. Esta vez, la imagen del solitario iraquí disparando inútilmente a un monstruo blindado de sesenta toneladas, con las orugas de acero rechinando y el gran cañón apuntando para escupir una muerte instantánea en la forma de un proyectil explosivo de 105 mm, ya no les parece buen humor negro.

De hecho, la perspectiva de enfrentarse a los rabis otra vez por la mañana los hace identificarse con ese insurgente valiente aunque suicida, al parecer.

«Valiente o estúpido, elegid».

Y aun así, también ellos lo van a intentar.

65. No se parece mucho a salvar el mundo, pero me vale con eso

Kemper llama a la puerta con una placa que pone: Joseph Hardy, director de investigación. Entra en el despacho y encuentra al oficial al mando sentado en el borde de la mesa, estudiando el arrugado mapa de Manhattan que ha vuelto a clavar con chinchetas en la pared.

El sargento de pelotón se lleva la mano al corazón y dice:


Salaam ‘Alaykum
, señor.

Por regla general, Bowman responde con un
«Hooah»
siempre que lo saluda un veterano —como él— de la operación Libertad Iraquí, y en especial de la operación Adelante Juntos III, en la que todos los soldados aprendieron costumbres iraquís como estrategia para ganarse a la población. Pero hoy responde de todo corazón:


Wa ‘Alaykum As-Salaam
, Mike.

Y que la paz sea contigo.

Los ojos de Kemper se posan en el mapa.

—Es un buen plan, señor —dice el sargento de pelotón—. Los hombres saben lo que deben hacer.

—Tengo fe absoluta en mis hombres —responde Bowman—. Pero casi ninguna en mis planes.

Kemper se ríe y enciende uno de esos cigarros de olor nauseabundo.

—Un millón de cosas podrían salir mal y hacer que nos matasen —continúa el capitán—. Va a ser un día duro, Mike. Nuestra última prueba.

—Sí, señor.

—Ésta es la última operación militar antes de que América rinda Nueva York. Una vez nos hayamos ido, la ciudad quedará a merced del virus.

—Si los rabis nos dejan marchar, señor.

—Y si Inmunidad nos envía esos pájaros. —Bowman mira el reloj—. Ya es demasiado tarde. Haremos parte del camino a plena luz del día.

—Supongo que no podrá convencer al general para posponer la extracción un día.

—Creo que eso es un Noviembre Golf bien gordo, Mike.

—¿No quiere partir ahora, mientras aún está oscuro, y esperar a los pájaros en el parque?

—¿Y qué pasa si no aparecen? Estaríamos a campo abierto. Esta posición es muy buena. Hay electricidad. Quizá hasta tengamos que quedarnos aquí.

—Y ya que hablamos de ello, hay otra alternativa, señor. No he querido comentárselo delante de los hombres por razones obvias.

—¿No ir y quedarnos aquí?

—Hacer lo que hace el resto de la gente. Preocuparnos de nosotros mismos.

Kemper se da cuenta de que sólo en una situación tan peliaguda como ésta son capaces de hablar sin tapujos acerca de desertar.

—Y luego, ¿qué hacemos?

Kemper se encoge de hombros.

—Quizá podríamos tratar de volver al instituto y esperar hasta que los rabis se acaben muriendo. Intentamos alimentar y, de alguna manera, organizar a la gente. Cuando esto termine, van a necesitar un gobierno. ¿Tal vez ahí reside nuestra obligación?

—Claro. Ya has visto lo bien que se nos da levantar naciones.

Kemper suelta una nube de humo y ríe de nuevo.

Bowman niega con la cabeza.

—De verdad, Mike, no sé tú, pero a mí me gustaría combatir en esta guerra durante tanto tiempo como pueda. Levantamos la mano derecha y juramos defender la Constitución contra todos los enemigos, y si alguna vez América ha estado necesitada de que combatamos a un enemigo, es ahora. En cualquier caso, tenemos que sacar a la científica. Quién sabe, hasta podría llegar a curar esta cosa. El mundo no podrá tener la vacuna ahora mismo, pero quizá más tarde la necesite. No se parece mucho a salvar el mundo, pero me vale con eso.

El sargento de pelotón asiente.

—Supuse que pensaría de ese modo, capitán.

—Ésa es la misión.

—Es un marrón, eso seguro.


Hooah
, Mike.

—Sea como sea, dijo que quería verme. ¿Qué quiere, señor?

—Cierto. Así está el tema, Mike. Necesito un oficial al mando del segundo pelotón.

—¿Y qué pasa con el teniente Knight?

—Lo he nombrado mi oficial ejecutivo.

—Ah. Un movimiento inteligente.

—Mike, le ofrezco un ascenso al rango de teniente.

—Ya. Esto… Lo siento, señor. Gracias por lo del ascenso, pero no, gracias. Si en realidad se siente magnánimo, señor, me puede ascender a sargento mayor. Incluso sargento primero supondría un buen aumento en la paga.

El oficial al mando sonríe.

—¿Acaso tienes miedo de que tus amigos te den de lado, Mike?

—Si asciendo a oficial, señor, ¿de qué incompetentes podría quejarme durante todo el día?

Bowman estalla en carcajadas y responde:

—Que así sea. El batallón tendrá que reconstruirse como una unidad con efectivos de más y necesitará un sargento primero. Así que el puesto es tuyo.

Bowman extiende la mano hacia Kemper, quien se la estrecha con afecto.

—Felicidades —añade el capitán—. Te mereces con creces este ascenso. Aunque no estoy seguro acerca del aumento de la paga. El dinero se ha convertido en algo inútil. Por lo que sé, van a empezar a pagarnos con raciones de comida preparada.

—Gracias, señor.

—Lo mismo te digo, Mike. Gracias por todo… Quería que supieras que, pase lo que pase, te agradezco todo lo que me has enseñado.

—Se han vuelto las tornas. Ya ha empezado usted a enseñarme un par de cosas.

—Ya —responde Bowman algo avergonzado.

—¿Le importa si me llevo el mapa, señor?

—No, adelante.

Kemper descuelga el mapa de la pared, lo dobla con cuidado y se lo guarda en uno de los bolsillos del uniforme de combate.

—Un
souvenir
, señor —explica Kemper.

66. Debo de estar en buenas manos con unos soldados que tienen un nombre como ése

El ascensor lleva a Petrova y a una escuadra de soldados encandilados al vestíbulo de entrada, donde el resto de la compañía ha formado y está lista para abandonar el edificio. Cuando no la están mirando pasmados —a la famosa científica que ellos creen que guarda los secretos para curar la plaga—, a Petrova le gusta ver cómo trabajan. Estos muchachos parecen saber lo que se hacen. Se mueven como un mecanismo de relojería, y los suboficiales, los guerreros profesionales, los dirigen bien.

La compañía comienza a abandonar el edificio por secciones. Primero, dos pelotones salen en columna de a dos, una fila hacia la izquierda y otra hacia la derecha, para montar un perímetro defensivo en la calle a fin de que el resto de la compañía pueda salir con seguridad. Luego, el capitán Bowman, seguido por sus artilleros —a los que él llama la escuadra de El Álamo—, marcha al frente del resto de la compañía.

Petrova parpadea para acostumbrarse a la tenue luz, maravillándose con el cielo que no ha visto hace días.

El ambiente es fresco y el cielo está gris y nublado.

Los helicópteros han tardado demasiado en despegar. Ya ha amanecido y la columna tendrá que avanzar bajo la luz del día. El cielo gris está repleto de aves que graznan y que se alimentan de los muertos.

Al ver la carnicería, no se lo puede creer. Los coches han chocado unos contra otros en ángulos extraños en una calle llena de basura y vidrios rotos. La sangre salpica el suelo y se ha encharcado en algunos baches. Petrova camina por encima de maletas abiertas, libros infantiles maltrechos y una alfombra de discos compactos. La vida entera de la gente tirada por el suelo. Sin sus propietarios, esos objetos no son más que basura.

El aire huele a humo.

«Dios mío —exclama la doctora para sus adentros—. Ni siquiera sigue siendo una ciudad, sino un páramo».

Se imaginaba una ciudad en crisis, pero no que hubiera caído ya.

Ésta era su casa y la va a dejar para siempre.

Al fin, el oficial al mando da la orden de ponerse en marcha. La compañía se pone en pie entre el tintineo de las armas y el equipamiento y se dirige hacia el norte a paso ligero. Petrova se siente a salvo rodeada por semejante despliegue de la legendaria potencia de fuego americana. Aun así, también se siente completamente vulnerable por estar al descubierto.

Los perros rabiosos están ahí fuera, agrupados en sus ejércitos, a la caza de los no infectados. Petrova los percibe. Los gruñidos le acarician suavemente los oídos como susurros en el viento, y sus pasos hacen que el suelo tiemble con un ronco estruendo en la distancia. Si los perros rabiosos han conseguido destrozar de este modo la ciudad más grande del mundo en unos pocos días, ¿qué espera lograr este endeble grupo de chicos con sus fusiles, bombas y ametralladoras? Sería como disparar a un océano con la esperanza de matarlo.

La doctora pasa junto a los restos quemados de un Chevrolet Malibú. Los esqueletos calcinados del conductor y su familia aún están en el interior. La mandíbula del conductor cuelga totalmente abierta, como si se riera en silencio de los necios que pasan por su lado. Petrova acusa el horror de la escena, que la golpea como una bofetada.

Se cubre la boca con ambas manos y traga saliva. Es plenamente consciente de que los soldados la observan para ver cómo reacciona. No lo hacen con mala intención, sólo están preocupados. Si ella empezara a gritar, pondría en peligro la vida de todos.

Pero Petrova no grita. Se calma y sigue andando, dejando atrás un horror tras otro. En el cielo, los pájaros negros graznan como si se estuvieran riendo de ellos.

Petrova mira al soldado que camina junto a ella: alto, delgado, de unos veinte años y con ojos inteligentes. Todo parece indicar que forma parte del grupo seleccionado para protegerla.

—¿Cómo se llama? —pregunta Petrova, con la voz tan calmada como le es posible.

—Soldado de primera Jon Mooney, señora —responde él de un modo tan serio que parece casi mecánico.

Petrova alarga una mano vacilante hacia el soldado.

Mooney se la queda mirando y luego la toma entre la suya, protegida por el guante, y la sujeta con firmeza.

—No dejaré que le pase nada, doctora Petrova.

—Gracias, Jon.

La cara del soldado se ilumina al oír su nombre de pila.

—Yo me llamo Joel —se presenta el soldado que marcha junto a ella en el otro lado—. ¿Quiere una barrita Kit Kat, señora?

Petrova sonríe y declina la oferta con educación con un movimiento de cabeza. Está demasiado nerviosa para comer y, además, durante días se ha alimentado de la comida basura que cogió de la máquina expendedora, con lo que ahora está completamente harta de ella. Han caminado varias manzanas sin ningún incidente, pero aún les queda mucha distancia que recorrer y el cielo se ilumina por momentos con la salida del sol por el horizonte.

Arriba, la gente se despierta con el ruido que hace la compañía mientras se abre camino a través de la calle atestada de vehículos y empiezan a gritarles desde las ventanas. Algunos les piden que los ayuden a matar a los perros rabiosos que rondan sueltos por la escalera, los pasillos e incluso en una habitación contigua. Otros piden víveres, agua y medicinas. Todos quieren que les den noticias, cualquier noticia.

—¿Están aquí para ayudarnos?

—¿Quién los ha enviado?

—¿Se ha terminado?

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