En este momento, todos están más pendientes de correr que de disparar. La columna sigue retirándose hacia el norte después de la deserción de Knight. Todos temen que esto se vaya a convertir en una derrota aplastante. La jugarreta del oficial ejecutivo los ayudó a escapar de la primera oleada de rabis, pero miles más llegan a la zona desde el este y rodean a la columna por todos los flancos, desde cada bocacalle.
Como retaguardia, la única esperanza de la tercera escuadra es correr más rápido que los rabis antes de que la columna se rompa y se quede aislada.
Detrás de ellos, un soldado del tercer pelotón se detiene para llevarse un Javelin —un lanzamisiles antitanque— al hombro, el pulso le tiembla al apuntar mientras jadea para coger aire.
—¡A cubierto!
Al instante, el misil impacta contra un todoterreno que sobresale como una isla en medio de la corriente de infectados, y abolla la puerta como si fuera de papel de aluminio antes de explotar con un estallido que retumba bajo los pies de los soldados. La bola de fuego hace que la mitad del vehículo salga disparada contra la multitud antes de empotrarse en el cristal del escaparate de una tienda cercana mientras que la otra mitad del vehículo vuela por los aires girando sobre sí misma.
El soldado se inclina hacia atrás y aúlla victorioso.
—¡Tíos! ¡No me digáis que no lo habéis visto! —grita mientras se vuelve hacia sus compañeros, que no han dejado de correr.
Por detrás, una horda de infectados lo alcanza y lo derriba. Forcejea con ellos, tratando de escapar, pero cede bajo el peso de la interminable corriente de rabis. Detrás de ellos, una docena de infectados se tambalean aullando de dolor, envueltos en llamas de la cabeza a los pies y agitando los brazos a ciegas. Un instante después, el soldado queda completamente cubierto por una nube de humo negro y aceitoso. Una marea de rabis sale en tropel de entre el humo y corre en persecución de la columna. Ya casi ni se los puede reconocer como humanos: sucios, el pelo grasiento y apelmazado, el cuerpo acribillado de moratones y heridas abiertas, demacrados y cubiertos con harapos ensangrentados.
Son muertos vivientes.
—¡Enemigos a la izquierda!
Ruiz va por delante de la escuadra y agita el brazo como un entrenador de béisbol de tercera base que indica a sus jugadores que sigan corriendo para conseguir una carrera.
—¡Vamos! ¡Venga, vamos! —los azuza el sargento.
Los chicos dejan de disparar y dedican las últimas energías que les quedan a correr a toda prisa para cruzar la intersección antes de que les corten el paso y los masacren. Pasan junto a Ruiz en el momento en que grita:
—¡Granada!
El sargento lanza una granada a sus perseguidores. Instantes después, llueven trozos de cuerpos.
Siguen corriendo, y al llegar al siguiente cruce ven una columna de rabis que se les acerca desde el oeste, a unos cincuenta metros de distancia.
—El capitán dice que la zona está despejada por delante —dice Ruiz, cuando están a mitad de la manzana—. Iremos andando hasta el cruce.
—¡Entendido! —gritan a su vez los chicos mientras recuperan el aliento.
—No dejéis de disparar mientras nos tomamos el descanso. ¡Que sea un infierno!
Los chicos berrean exultantes y descargan una tormenta de metal candente sobre los perros rabiosos que se acercan para desaparecer en una nube de niebla roja. La intensidad del fuego disminuye de inmediato cuando los chicos se quedan estupefactos por la increíble potencia de fuego.
—¡Seguid disparando! —ruge Ruiz.
Es obvio que el sargento está cansado de retirarse sin que dejen de acosarlo y quiere crear un espacio para tener un respiro.
Una granada explota cerca de los amasijos calcinados de un coche en mitad de la calle. El vehículo se da la vuelta en el aire. McLeod apoya su ametralladora sobre el capó de un Toyota Corolla y empieza a disparar con ráfagas controladas. No pasará a disparo automático a no ser que deba hacerlo para continuar con vida. No quiere arriesgarse a que se le recaliente el arma. Una vez se encasquille, el arma quedará inoperativa y sanseacabó: él estará fuera del juego.
McLeod se fija en la atrayente puerta de un bloque de pisos. Un par de minutos de subir corriendo por la escalera hasta llegar al tejado y luego podrá esperar a que amaine la tormenta.
Pero no se mueve.
«Cada vez que disparo el arma —se dice a sí mismo—, estoy dando mi consentimiento a este circo».
Echa una ojeada al sargento Ruiz y luego dispara una ráfaga a una mujer delgada. No va a ir a ningún sitio mientras ese hijo de perra siga vivo. Le prometió a Maguila que cumpliría con su cometido y tiene la intención de no faltar a su promesa, aunque no está seguro de por qué le resulta tan importante hacerlo.
Tiene una vaga noción de que se trata de un dilema moral. La única manera de escapar con éxito hacia el interior de uno de los edificios es que el resto de la escuadra —incluyendo a Williams, que le ha aguantado más cosas que la mayoría de la gente le habría aguantado— se quede en la calle combatiendo con todas las armas que tengan. Y su ametralladora también sería necesaria.
—¡Eh, están lanzando humo detrás de nosotros! —exclama alguien.
En el siguiente cruce, los compañeros del segundo pelotón —el destacamento avanzado de la columna— desaparecen hacia el norte a través de una pared de humo mientras lo que queda del primer y tercer pelotón se dirige hacia el este. Otra vez el maldito plan del teniente Knight.
—¡Preparados para retirarnos. A mi orden! —grita Ruiz.
El fuego disminuye a medida que los chicos se preparan para mover el culo.
Es hora de volver a correr.
70. No tengo miedo
Lentamente, Knight se pone en pie haciendo muecas de dolor a causa de la pantorrilla destrozada y ve al primer perro rabioso que se acerca a la carrera hacia él, a una distancia de sólo veinte metros.
—¡Vaughan! —chilla el teniente—. ¡Vaughan, auxilio!
Apoyándose contra el coche, alarga la mano para coger la carabina, pero no está ahí. Sólo le queda la pistola de 9 mm. Aprieta los dientes para sobreponerse al dolor y la desenfunda con rapidez. Descerraja varios disparos a la horda que avanza hacia él; varios cuerpos se desploman en el suelo.
Los perros rabiosos caen sobre él haciendo chascar las mandíbulas babeantes.
Knight se ríe, le brillan los ojos, se siente mareado y débil por la sangre perdida.
—¡No os tengo miedo! —aúlla, y vacía el resto del cargador en la cara de los rabis.
Los infectados no saben lo que es el miedo.
Sin hacer caso de los chillidos del teniente, los rabis lo descuartizan y se pelean por los despojos. Roen y muerden hasta los pedazos más pequeños, tratando de infectar la carne muerta con el virus vivo.
El resto de perros rabiosos sigue adelante, lanzándose de cabeza contra los fusiles de la compañía Alfa.
71. Una última carta
Bowman ve a su nueva retaguardia lanzar granadas de humo para ocultar su retirada mientras que el primer y el tercer pelotón se dirigen hacia el este con la esperanza de atraer a los rabis para que no presionen a la columna principal, que ahora sólo cuenta con un número de efectivos patético: veinticinco. A poca distancia, Kemper grita que despejen la red, puesto que está congestionada de voces que chillan y resultan incomprensibles.
En menos de quince minutos, la tropa que comandaba el capitán se ha desperdigado al viento y ahora combate contra un enemigo superior en una lucha decisiva, enfrentándose a la derrota con un pequeño destacamento.
—¡Vaughan resiste! —le informa Kemper—. Dice que dentro de poco empezarán a ir hacia el norte en dirección al lugar de encuentro.
—Entendido —responde Bowman, que intenta sentirse esperanzado.
Un perro rabioso sale corriendo de un edificio cercano, con las manos a modo de garras y rociando saliva mientras gruñe. Sin pensarlo, el capitán se lleva la carabina al hombro y le mete dos balas en el cuerpo.
Matar rabis se ha convertido en una rutina; ahora les resulta casi un gesto instintivo, carente de remordimientos.
Su compañía se encuentra al borde del abismo.
Knight, al actuar por iniciativa propia, dividió las fuerzas frente al enemigo. El bastardo tenía razón. Bowman es consciente de que si se hubieran ceñido al plan original, los rabis habrían caído sobre la columna desde los flancos en distintos lugares mientras ellos estaban enzarzados combatiendo y los habrían destruido sin ninguna dificultad. En aquel momento no había visto ninguna otra alternativa. Knight estaba dispuesto a sacrificarse a sí mismo y a sus hombres como si se trataran de peones de ajedrez; Bowman no lo estaba. No era de extrañar que ese loco cabrón se guardara sus ideas hasta el último momento.
Un rasgo de un buen comandante es adaptarse a los golpes que recibe en el campo de batalla. Bowman no sólo había decidido en aquel mismo momento seguir el plan de Knight, sino que luego decidió repetir la maniobra cuando se enfrentó a una lucha imposible de ganar ante otras oleadas de infectados que convergían en su posición. Casi todos los soldados del primer y del tercer pelotón se presentaron voluntarios para actuar como fuerza de diversión. Con suerte, Ruiz —que es parte de la retaguardia— tendrá la cabeza suficiente como para unirse a los chicos en lugar de llevar a los rabis a través del velo de humo que, en este momento, es su única protección real.
Están haciendo una buena obra, pero no hace falta que todos sacrifiquen sus vidas por una causa. Cuando las cosas se pongan feas, sencillamente pueden desvanecerse en el interior de uno de los edificios y esperar a que aminore el peligro, y luego volver de manera escalonada a la escuela.
Había sido una decisión heroica, pero también práctica. Las alternativas eran quedarse todos juntos y morir como valientes o dispersarse para mantenerse con vida y olvidarse de la posibilidad de la evacuación.
—¡Enemigo a la izquierda! —grita el cabo Álvarez desde la vanguardia.
—¿Sus órdenes, señor? —inquiere Kemper.
Bowman pregunta por el número de enemigos. Álvarez le responde.
«¡Por Dios! ¿Cuántos de estos monstruos hay ahí fuera?», piensa Bowman.
Adaptarse a los golpes.
Otro rasgo de un buen comandante es mantener siempre las opciones abiertas.
El problema es que ya casi han agotado las opciones. A Bowman le queda una última carta, y decide jugársela.
Ahora le toca a él ir hacia el este.
72. Enemigos
Ruiz no es tonto. Entiende el motivo por el que el capitán ha lanzado humo y, en lugar de seguir adelante a través de la cortina de humo y reunirse con el segundo pelotón, dobla la esquina para seguir al primer y al tercer pelotón, que ya se están preparando para golpear a los perros rabiosos cuando aparezcan por el cruce. Los otros soldados los vitorean cuando los ven aparecer por la esquina, felices por tener la potencia de fuego adicional y a un profesional como Ruiz junto a ellos. Las habilidades de combate del sargento son casi legendarias en el seno de la compañía Charlie. Por las venas de ese hombre corre agua helada, y en su corazón alienta el espíritu de un guerrero.
—¿Quién está al mando? —pregunta Ruiz al sargento Floyd, recién ascendido del rango de cabo por Bowman para que tome el mando de lo que queda del tercer pelotón.
Floyd, pálido y con los ojos hinchados, mira a Ruiz de arriba abajo.
—Usted, sargento —responde Floyd.
—Muy bien. Estáis demasiado juntos. Quiero que estos hombres se desplieguen…
—¡Enemigos!
—¡Fuego! —berrea Ruiz.
Los soldados gritan al abrir fuego a la vez. Al instante, las primeras filas de perros rabiosos caen al suelo, con los cuerpos maltrechos y derramando sangre a borbotones, pero otros ocupan su lugar inmediatamente. Todos los perros rabiosos están doblando la esquina. Han mordido el anzuelo por segunda vez, reduciendo la presión sobre la columna principal.
—¿Dónde quiere mi ametralladora, sargento? —pregunta McLeod, gritando por encima del estruendo.
—Elige tú misma, Dorothy —gruñe Ruiz mientras amartilla el arma y mete otro cartucho en la recámara de la escopeta—. Nos pondremos en marcha en menos de un minuto.
McLeod coloca el bípode sobre el capó de un taxi amarillo, apunta al centro del pecho de uno de los rabis que va en cabeza y dispara su primera ráfaga. El arma retrocede contra su hombro con cada disparo y hace que le castañeteen los dientes. Sigue disparando, la cinta y los casquillos vacíos salen expulsados por el eyector del arma y rebotan sobre el capó del coche. Las balas trazadoras surcan el aire en destellos sirviendo de referencia para apuntar al pecho, la cara, las extremidades y la cabeza. El raudal de metal al rojo vivo pulveriza todo con lo que entra en contacto.
—¡Granada!
McLeod se da cuenta de que los perros rabiosos se aproximan cada vez más. Floyd cometió un error: situó a sus hombres demasiado cerca del cruce, lo que impide poder dar a sus primeras líneas un respiro.
—¡Recargando!
Ruiz también se ha dado cuenta del problema e imparte órdenes a la primera línea para que se retire. El fuego pierde intensidad a medida que los chicos abandonan sus posiciones.
—¡Enemigos!
—¡¿Por dónde?!
—¡Los hijos de puta están detrás de nosotros! —grita alguien.
En el otro cruce, el primer pelotón ha quedado dividido en dos por una horda ingente que ha caído sobre ellos desde el norte y el sur.
En unos segundos, la mayor parte de la unidad de Ruiz ha quedado separada y rodeada.
—¡Mierda! —exclama el sargento.
—«Padre nuestro que estás en los cielos…» —reza McLeod. De pronto, es incapaz de recordar el resto de la oración al quedarse con la mente en blanco.
—¡Enemigos!
—¡Hombre herido!
Los perros rabiosos destrozan a los chicos en el cruce entrando a raudales por las calles colindantes, arrasando a su paso todo lo que encuentran.
—¡FUEGO! —ruge Ruiz para todos aquellos que puedan escucharlo; luego se da la vuelta y dispara su escopeta sobre los infectados que se acercaban por el lado contrario—. ¡DISPARAD VUESTRAS ARMAS!
Enemigos.
A algunos de los soldados los vence el pánico y huyen hacia las puertas cercanas, tratando de escapar por el interior de los edificios. La mayoría de las puertas son metálicas y están cerradas; otras son de cristal, fáciles de romper con un culatazo. Los soldados gritan de miedo e ira cuando al abrir las puertas las encuentran tapiadas con mobiliario apilado a modo de burdas barricadas levantadas por los residentes del edificio para evitar la entrada de los infectados.