Nueva York: Hora Z (42 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Un desfile macabro de perros rabiosos que avanzan con trote saltarín en una columna irregular: altos y bajos, delgados y gruesos, desnudos y vestidos, calvos y peludos, negros, blancos y amarillos, todos ellos desembocan en la calle y se dirigen hacia el norte por la Octava Avenida hacia el sonido de las armas de Vaughan. Es extraño, pero casi parece que están contentos.

Mientras tanto, la situación del segundo pelotón se complica. Una enorme multitud les cierra el paso por el frente y otra los persigue por la retaguardia. Bowman tiene pocos segundos para tomar una decisión.

La última regla de un buen comandante: un líder debe hacer lo que deba hacerse.

—¿Quién lleva los M203? —pregunta el capitán.

Los chicos que llevan el lanzagranadas acoplado a la carabina se adelantan mientras que Martin y Trueno sitúan la ametralladora M240 apuntando contra los perseguidores, para así ganar un poco más de tiempo. El tableteo entrecortado y breve de la calibre treinta llena el aire.

—Cargad fósforo blanco —ordena Bowman.

Los chicos obedecen y cargan los lanzagranadas con granadas de fósforo blanco. La sustancia arde rápido y produce una nube de humo en un abrir y cerrar de ojos, cosa que las convierte en buenas granadas de humo. Pero también consume con ferocidad cualquier cosa combustible, y el único modo de detener la combustión es sofocando el fuego.

Así pues, es una de las armas antipersonales más polémicas que existen, pero resulta ideal para el propósito del capitán. Las granadas en sí matarán y mutilarán a muchos perros rabiosos, pero además producirán tanto humo que el pelotón tendrá la oportunidad de abrirse paso hasta la plaza mientras que el enemigo está confundido y parcialmente ciego.

—Muy bien, señor —responde Kemper, que asiente e imparte sus propias órdenes a continuación.

Los chicos se apartan del grupo, unos se dirigen al frente y otros hacia atrás.

Disparan.

Las granadas trazan un arco alto en el cielo y caen en medio de la columna de rabis que doblan la esquina hacia la derecha para entrar en la Octava Avenida. Los proyectiles de fósforo blanco estallan y arden con furia entre los perros rabiosos apretujados; muchos de ellos se ven envueltos en llamas y se convierten en aullantes antorchas humanas mientras que otros están cegados por las nubes de humo.

—¡Corred, corred, corred! —ruge Kemper.

—¡Si pasamos a través de los rabis, llegamos a la plaza! —promete Bowman.

—¡
Hooah
! —aúllan los chicos, que cargan con las bayonetas caladas y disparan mientras corren, abatiendo docenas de perros rabiosos.

—¡Vamos a cruzar, Vaughan! —grita Bowman por el auricular.

—Recibido. Corto.

Abriendo una brecha a sangre y fuego, los soldados cruzan la intersección y corren la última manzana a toda velocidad. Respiran con dificultad, pero al fin son capaces de ver a Vaughan y su fuerza en formación defensiva de cuadrado.

—¡
Hooah
! —vociferan los chicos de Vaughan a modo de saludo; algunos dejan de disparar y se apartan para abrirles un hueco, al tiempo que levantan en alto las gorras y las armas cuando las tropas del segundo pelotón se unen a ellos.

—Tíos, anda que no estamos contentos de veros —dice Bailey, que se detiene y tose escupiendo una enorme flema al suelo—. ¿Dónde queréis mi ametralladora?

Bowman se acerca al teniente Vaughan, quien observa con el ceño fruncido y la mejilla hinchada por el tabaco de mascar. Los hombres se saludan y se dan la mano efusivamente.

—Vaughan, éste es su tinglado. ¿Dónde nos situamos?

—Estamos rodeados casi por completo, así que… escoja usted mismo, señor —responde el teniente tras encogerse de hombros.

Bowman asiente y enarca una ceja.

—¿Mike? —pregunta el capitán a Kemper.

—Si podéis aguantar los otros lados, nos pondremos en el este y entraremos en juego —dice Kemper—. Los hombres están cansados de correr, pero desean patearles el culo a los rabis.

—Entendido, sargento primero —responde Vaughan, y cada uno se va por su lado para impartir las órdenes y situar a sus escuadras.

Bowman admira muchísimo al teniente Vaughan. Conseguir que su unidad se escabullera de la tumba que les cavó Knight sólo se puede calificar de increíble. Los otros tenientes —también recién ascendidos— lo nombraron su líder cuando se unificó el mando. Replegándose por secciones hacia el este, Vaughan encontró un edificio por el que escabullirse. A medida que cada unidad se retiraba del frente, iban entrando en el edificio y lo atravesaban saliendo por el otro lado y reuniéndose en una calle vacía, a una manzana de distancia del peligro. Incluso la última escuadra consiguió retirarse sin sufrir bajas. Eso ocurrió antes de que prácticamente todas las calles de la zona estuvieran repletas de perros rabiosos.

El único que murió fue Knight, que dio su vida a cambio de la de sus hombres. O así lo explica Vaughan. En combate pueden ocurrir todo tipo de cosas. Pon a un grupo de chicos armados hasta los dientes en una situación extrema en la que se encuentran desesperados para seguir con vida y ocurrirán todo tipo de cosas. Bowman lo sabe. Lo sabe demasiado bien.

Los soldados ocupan sus posiciones con rapidez, la formación cambia y crece cuando el segundo pelotón se sitúa en el lado este del cuadrado, con la ametralladora del calibre treinta de la escuadra de apoyo en la esquina nordeste del mismo y dos ametralladoras de mano en el sureste. Los perros rabiosos no dejan de avanzar, llegando en oleadas. El cuadrado se ilumina con los fogonazo de los cañones, que expulsan nubes de humo que se elevan en el aire.

—¡Recargando!

—¡Granada!

Varios soldados se apartan a todo correr para evitar el fogonazo trasero de un AT4.

—¡A cubierto!

Lewis camina por detrás de su escuadra, observando cómo disparan y haciendo sugerencias a los chicos. No muy lejos, Kemper grita:

—¡No gastéis munición! ¡Un rabis, una bala! ¡Disparad al pecho! ¡Abatidlo y al siguiente! ¡Que cada bala cuente!

«Hasta aquí hemos llegado —se dice Bowman—. El Álamo. La batalla final. Podemos lograrlo».

—¡Recargando!

Los perros rabiosos salen de la vaharada de humo chapoteando con los pies en los apocalípticos ríos de sangre, las extremidades retorcidas, los ojos ardiéndoles con odio y la boca contorsionada de dolor e ira.

Una marea sin fin de rostros grises.

Los chicos abren fuego sin piedad sobre los cuerpos desprotegidos, conscientes de que luchan una guerra de exterminio.

Los casquillos vacíos vuelan por los aires, repican contra el hormigón y se alejan rodando para acumularse en montones a los pies de la formación. Las balas trazadoras atraviesan las nubes de humo. Las granadas explotan en bolas de fuego y en columnas de humo, lanzando con violencia cuerpos rotos y desgarrados contra el suelo. Un misil antitanque explota con un estallido cegador y, durante unos segundos, barre toda cosa viva en el cuadrante sureste de la plaza, dejando tras de sí una niebla densa.

La última batalla.

«Podemos lograrlo…»

Ése es el mantra de Bowman. Su oración.

En cuestión de minutos, no obstante, la batalla se vuelve en su contra.

Uno a uno, los chicos bajan las armas e informan de que se han quedado sin balas.

La intensidad del fuego empieza a decaer. Los lanzadores de misiles antitanque se tiran al suelo cuando se ha disparado el último proyectil. Las granadas empiezan a agotarse. Los cargadores pasan de mano en mano. Algunos chicos mascullan maldiciones mientras forcejean con las armas encasquilladas. Otros se ponen de pie, estoicos, y sostienen la carabina preparada para el combate con bayoneta mientras esperan el final. Muchos miran con la cara pálida al capitán en busca de una respuesta, cualquier respuesta que no sea la muerte. Tienen miedo a morir.

—Tal y como dijo Steve… —anuncia Bowman—. No hay balas suficientes.

El capitán apoya la carabina contra el pedestal de la estatua y expulsa todo el aire de los pulmones.

—Esto va a doler mucho —murmura Bowman, temblando un poco a su pesar. Desenfunda las dos pistolas de 9 mm y, con una en cada mano, espera el final.

Bowman se da cuenta de que se está fijando en los pequeños detalles: las ventanas rotas que hay en uno de los edificios al otro lado de la calle. Rostros blanquecinos que los miran desde arriba. Las trémulas hojas de los esmirriados árboles hacia el nordeste, donde se levanta el enorme monumento al
USS Maine
, que honra a LOS VALIENTES MARINEROS QUE PERECIERON EN EL MAINE, POR EL DESTINO INESPERADO, SIN MIEDO ANTE LA MUERTE. El tiempo se dilata, los minutos parecen convertirse en horas.

Los perros rabiosos siguen muriendo como moscas, pero ahora están más cerca, abriéndose paso entre la niebla, esperando pacientemente a que llegue su momento.

—¡Teniente Vaughan! —grita Bowman.

—¿Señor?

—¿Ve ese edificio al oeste de nuestra posición? ¿El Time Warner Center?

—Sí, señor.

—Será nuestro punto de reunión. Tal vez alguno de nosotros pueda llegar allí. Haga correr la voz.

—Sí, señor.

Kemper y Lewis se acercan al capitán, que les explica el plan. El edificio da la impresión de estar muy cerca. Sólo hay que cruzar la calle.

—Puedo llevar a los chicos hasta allí —dice Lewis con fuego en los ojos—. Sé que puedo hacerlo.

—Entonces, ocúpese de sus hombres, sargento.

Kemper enciende uno de sus cigarros de olor nauseabundo y suspira.

—Es el último que me queda —explica Kemper.

Bowman observa el muro de perros rabiosos que se acerca al perímetro centímetro a centímetro a medida que el número de disparos empieza a menguar y espera a que Vaughan le informe de que los chicos están preparados para cargar. El capitán apoya la espalda en la fría piedra de la estatua y respira hondo, deseando que el corazón le latiera más despacio.

Sabe que es una empresa irrealizable. Pueden cargar y cruzar la calle. Algunos sobrevivirán, pero no todos ellos. Quizá ni siquiera unos cuantos.

Días antes, Bowman se condenó para salvar a sus hombres, y luego ha sacrificado sus vidas para cumplir esta misión. La misión lo es todo, sin embargo, una misión tan noble como ésta —rescatar a una científica que podría salvar el mundo— no le parece que valga el precio tan alto que se ha pagado. Cuando los chicos mueran, jamás habrá nadie como ellos.

Así que se lanzarán a la carga y terminarán.

Una empresa irrealizable, sí. Pero aunque sobreviva un solo hombre, habrá valido la pena.

—¿Qué es lo que hice mal, Mike? —pregunta Bowman.

—Esto sigue sin tener nada que ver con usted, señor.

Bowman sonríe de oreja a oreja y luego rompe a reír.

—No se puede ganar siempre, Mike.

—Menudo marrón, señor.

—Los hombres están preparados —informa Vaughan.

Bowman le dice al teniente que dé la orden y lidere la carga de los soldados.

En cuanto a él, Bowman ha decidido que se quedará un rato más. No quiere seguir corriendo. ¿Y si lo hiciera y sobreviviera? ¿Adónde iría? ¿Y qué haría? ¿Cómo sobreviviría? ¿Cuál sería el mañana?

«Es mejor morir luchando, de pie como un hombre, por un país al que se ama… antes de que desaparezca para siempre».

—Señor, estoy orgulloso… —le dice Kemper.

77. ¿Quién heredará la Tierra?

Petrova mira por la ventana y se despide de su hogar y de todos los fragmentos de sí misma que deja atrás.

Después de mantener el helicóptero estacionario en el aire cerca de la base de las torres San Remo en busca de supervivientes, los Chinook remontan el vuelo y se dirigen hacia el suroeste, proporcionando así una vista de pájaro sobre Columbus Circle.

—¡Oh! —exclama Petrova, inspirando profundamente y tocándose el pecho al sentir que el corazón le golpea contra las costillas.

Es ahí abajo donde la moribunda compañía del capitán Bowman, dispuesta en un cuadrado irregular —a duras penas visible a causa del humo—, ha preparado su última defensa.

Petrova solloza al ver lo que ellos no pueden ver: legiones interminables de infectados que desembocan en la plaza, taponan las calles colindantes y levantan nubes de polvo al marchar por la ciudad.

No hay esperanza.

De pronto, el cuadrado empieza a moverse y los soldados corren en dirección al Time Warner Center, cruzando una corta distancia antes de perderse lentamente en medio de las oleadas de humo y los infectados. Algunos de los soldados rompen la formación y echan a correr en cualquier dirección, y forcejean cuando los cogen y los hacen trizas. Un instante después, es imposible diferenciar entre quién es un soldado y quién un infectado.

Una última ráfaga destella en la niebla. Una columna de humo se eleva al explotar una granada de mano. Un estallido cegador, fuego y polvo. Y luego, nada.

Los infectados llenan la plaza, vagan sin rumbo, como si los soldados nunca hubieran existido. De hecho, los perros rabiosos ya se habrán olvidado de ellos.

Petrova llora por los chicos. Lágrimas calientes surcan sus mejillas.

Los Ochos Locos, los llamaban.

«Yo os recordaré —jura Petrova—. Os lo voy a pagar».

—Oh, Dios —solloza Mooney, angustiado.

Con sólo veinte años, Mooney da la impresión de ser un hombre viejo y roto. En una sola mañana todos sus amigos han muerto, y lo más probable es que nunca se haya sentido tan solo. Al verlo de ese modo, Petrova recuerda que ella estuvo hecha un ovillo debajo la mesa de la sala de seguridad del instituto Bradley deseando ser otra persona; otra persona que no tuviera tanto miedo ni tanto dolor. Ahora le toca a ella ofrecer consuelo. Toma la mano del chico entre las suyas y los dos comparten lágrimas por la muerte de sus compañeros.

Conforme el helicóptero sigue elevándose en el frío cielo gris, puede ver más y más muchedumbres oscuras que circulan por las arterias de la ciudad. Nueva York pertenece ahora a los dementes, a los locos, a los infectados. Morirán como moscas en los días venideros y la ciudad se convertirá en un cementerio, dejando una pesadilla de enfermedad y hambruna para los supervivientes. La civilización retrocederá, al igual que el virus, y los supervivientes siempre temerán que vuelva. Prácticamente, sus descendientes adorarán al virus y su poder.

Petrova se seca la cara y se da la vuelta en el asiento sin dejar de asir la mano de Mooney, pero emocionalmente centrada en sí misma para intentar seguir siendo fuerte, para continuar luchando en esta guerra. De pronto se da cuenta de que los miembros de las fuerzas especiales, sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad, la miran con dureza y esperanza mientras se preguntan si ella, y lo que ella representa, valen la vida de sus amigos.

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