Nueva York: Hora Z (34 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Mooney se incorpora a su nueva posición en la columna y siente un impulso incontenible de quitarse las gafas de visión nocturna y dejar que el mundo se vuelva de color negro. Parece que los tendones de sus doloridos brazos se han endurecido hasta convertirse en acero y un dolor punzante le lacera la muñeca izquierda. Luchar con bayoneta es un trabajo agotador. Se muere por echar un trago de agua.

El sargento McGraw avanza un poco y levanta la mano. Los chicos clavan una rodilla en el suelo con estrépito y jadean. Al frente, los perros rabiosos tienen una brillante aureola verde a su alrededor. Muchos de ellos parecen siluetas oscuras errantes. Aparentemente, más adelante hay un incendio que genera mucha luz y amenaza con desenmascararlos.

Mooney mueve la cabeza para comprobar los flancos y también para intentar despejar la mente de la claustrofóbica sensación de encontrarse en una horrible pesadilla.

Hay infectados por todas partes.

59. Esta acción la llevaremos a cabo con la bayoneta

Después de que la columna se haya detenido para hacer un alto de seguridad, Bowman se quita las gafas de visión nocturna y, al instante, se ve sumido en la oscuridad. Levanta la carabina y otea a través de la mira telescópica con un punto rojo en el centro, que además de proporcionarle visión nocturna también aumenta la proximidad.

Rápidamente llega a la conclusión de que la mitad delantera de la columna se ha metido de lleno en un grupo ingente de perros rabiosos. No en una de esas aglomeraciones importantes con miles de ellos, pero sí en una concentración de varios cientos —como mínimo— que gimen y resuellan en la oscuridad. Se agrupan en racimos, jadean mientras duermen o deambulan sin rumbo, se acercan a la columna y olisquean el aire y gruñen, lanzan golpes al aire cuando se clavan las bayonetas después de andar a ciegas hacia ellas. Detrás de la multitud, algún tipo de fuego —lo más seguro es que sea un coche— arde en medio de la calle.

Su unidad está en problemas. Los rabis bloquean la calle con numerosos efectivos, y en estos momentos prácticamente rodean a una cuarta parte de la compañía como una manada de depredadores ciegos. Si la columna intenta atravesarlos a punta de bayoneta, cada vez serán más visibles debido al resplandor del fuego. Y entonces podrían verse metidos en una batalla de verdad en condiciones desiguales.

El capitán vuelve a colocarse las gafas. De pronto, se da cuenta de que en los pisos altos de los edificios hay algunas ventanas que brillan por la luz de las velas. La gente aún intenta sobrevivir a su alrededor en esta ciudad aparentemente muerta.

«Y tú vas a dejar que mueran todos ellos», se dice.

Con un gruñido, aleja el deprimente pensamiento de la mente y murmura por radio:

—A todas las unidades. Aquí Adalid. Mantengan posición hasta nueva orden. Corto.

Después de bajar hasta el final de la columna a paso ligero, encuentra al sargento Lewis y le ordena que se coloque en el flanco izquierdo, y a la siguiente escuadra le indica que vaya hacia el derecho, repitiendo la operación hasta crear una línea de tropas que ocupa toda la calle.

Tras desplegar a las tropas, ve un coche abandonado y se mete dentro, cerrando la puerta con cuidado.

—A todas las unidades. Aquí Adalid —susurra el capitán—. A los que he sacado de la columna, a partir de ahora los llamaré «equipo uno», y a los que siguen en la columna, «equipo dos». A mi orden, el equipo uno cargará y hará retroceder a los rabis. Una vez hayamos entablado combate, el equipo dos se unirá a la lucha. Esta acción la llevaremos a cabo con la bayoneta. Sin disparos.

»La instalación de investigación se encuentra a ocho manzanas de distancia. Un poco menos de un kilómetro. Después de que lancemos nuestro asalto, seguiremos avanzando tan rápido como nos sea posible. Éste es el punto de inicio de la misión, y una vez la comencemos, ustedes serán responsables de conducir a sus unidades al objetivo por sus propios medios.

»Pónganse en marcha cuando lo indique. Buena suerte y que Dios los proteja. Esperen. Corto.

Bowman sale del coche y se coloca en posición junto a Lewis, se vuelve y se da por advertido de su presencia con un saludo.

—En marcha en… Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Ahora —ordena el capitán.

El equipo uno avanza a paso ligero en una línea compacta, que no tarda en volverse irregular cuando algunos de los chicos tropiezan con la basura y los cadáveres, otros se quedan atrás por el cansancio y algunos se dan de bruces dolorosamente con las tomas de agua de los bomberos, señales de tráfico e incluso con coches después de calcular mal la distancia que los separaba. Bowman oye su respiración entrecortada.

Aparece el primer perro rabioso. El capitán lo ensarta, y la fuerza del impulso de la estocada casi le hace perder la carabina. Recupera el arma con un esfuerzo colosal y carga con el hombro contra el rabis para apartarlo del camino, con lo que los dos se quedan sin aliento.

El hombre cae al suelo. Otro ocupa su lugar entre gruñidos.

Delante de ellos, la multitud se vuelve más densa por momentos hasta convertirse en una muralla de cuerpos con un brillo verdoso. Algunos de los chicos, incapaces de contenerse, gritan para reunir el valor necesario para lanzarse a la batalla.

La línea choca contra la muralla de rabis, que se tambalean por el impacto. Docenas de ellos caen al suelo retorciéndose de dolor a causa de las heridas de bayoneta. Los supervivientes atacan a los soldados, y entonces el equipo dos se pone en pie e inicia su propio asalto en una línea que impacta en el centro de la muchedumbre.

Si fueran un enemigo normal y tuvieran un miedo razonable a perder la vida, ya estarían huyendo tan rápido como les fuera posible en la oscuridad. Pero éste no es un enemigo normal. Este enemigo no es capaz de sentir miedo ni de razonar. Para el Lyssa, el cuerpo humano es un envase desechable, sólo una marioneta de carne con una fecha de caducidad de cinco días. Incluso las entidades víricas individuales en cada cuerpo no tienen el menor interés en la autoconservación, sólo en la supervivencia general de su código genético. Cada entidad es tan esclava de su arcaico programa como lo son los infectados.

Una ráfaga de armas ligeras agujerea las filas de los rabis.

Nadie dio la orden de disparar. Ocurrió al mismo tiempo en cinco lugares distintos. Hay demasiados perros rabiosos que matar en combate cuerpo a cuerpo. La línea de soldados se ha roto por varios lugares, puesto que algunas unidades consiguieron avanzar y, otras, en cambio, se vieron detenidas. Con la línea rota, la superioridad numérica de los perros rabiosos empieza a decantar la balanza, al rodear y superar a los soldados.

A un soldado exhausto le entró el pánico cuando una perro rabioso herida le clavó los dientes en la bota y éste le descerrajó un tiro en la cabeza, volándose a su vez varios dedos del pie.

Instantes después, todo el mundo está disparando.

Los civiles comienzan a asomarse a las ventanas y les gritan hasta quedarse roncos.

«Lo hecho, hecho está», se dice a sí mismo.

Bowman quita el seguro de la carabina y empieza a disparar a los perros rabiosos cercanos con una cadencia de disparo casi cíclica, una bala cada pocos segundos. Consume los cargadores y recarga sin aflojar el paso. El repiqueteo de las armas ligeras se convierte en un rugido cuando toda la compañía cose a tiros a los rabis. Los destellos en los cañones iluminan la línea; casi resulta hermoso de contemplar con las gafas de visión nocturna. Las trazadoras surcan el aire. Una granada explota y una enorme bola de fuego verde estalla en chispas y gotas ardientes. El aire empieza a llenarse de luminosas nubes de humo verde pálido.

Los civiles los vitorean.

—A todas las unidades. Aquí Adalid —comunica Bowman por radio—. Sigan avanzando. No se detengan.

El uso de munición ha resultado ser decisivo. La compañía se abre paso a tiros entre la multitud sufriendo muy pocas bajas en el proceso.

Ocho manzanas de distancia hasta el laboratorio. Casi un kilómetro.

A su alrededor, la ciudad ha comenzado a agitarse con el ruido de las pisadas de miles de pies al despertar los perros rabiosos de los sueños que los atormentan, sueños de una época anterior a la plaga.

Si los soldados se mueven deprisa y no encuentran ninguna otra multitud entre esta posición y el centro de investigación, pueden lograrlo.

—¡Vamos, vamos, vamos! —grita Bowman.

Lo logran.

Capítulo 12

60. Somos del Ejército de Estados Unidos

Subiendo por la escalera, el sargento Lewis lidera al primer equipo de intervención mientras que el resto de la compañía asegura el vestíbulo del instituto Bradley a la espera de que llegue su momento de actuar. La escalera está oscura como boca de lobo, lo que los priva de la visión nocturna, pues las gafas resultan inútiles sin un poco de luz ambiental que amplificar; así que utilizan la linterna SureFire de lente roja acoplada a las carabinas. Los haces de luz resultantes se traducen en un verde de color brillante en las gafas de visión nocturna, pero a simple vista son casi imperceptibles, por lo que a los rabis no les es fácil percibirlos.

La escuadra se detiene en la escalera.

—Está cerrada a cal y canto, sargento —informa el cabo Jaworski, mientras intenta abrir la puerta que Lewis cree que conduce al laboratorio.

—¿Quién lleva el C4?

—Yo, sargento.

—Dámelo, Reed.

Lewis toma el C4, engancha el explosivo en la puerta y comienza a preparar la carga mientras la escuadra se retira a un lugar seguro escalera abajo.

—¡A cubierto! —grita Lewis.

Los chicos se ponen en cuclillas y agachan la cabeza tapándose los oídos.

La detonación ruge en la escalera con un seco estallido que les recorre el cuerpo, desde el cráneo hasta la punta de los dedos de los pies. La explosión ha volado la cerradura y ha combado la puerta, que ahora se mece de manera precaria sobre un gozne, rodeada de un humo de aroma penetrante.

—¡En marcha!

Poniéndose de pie con rapidez, la escuadra levanta las carabinas y entra en el pasillo en una estrecha y atestada formación de diamante en busca de objetivos.

Lewis sabe que los rabis han estado aquí. Entre el Vicks Vaporub y el humo no es capaz de olerlos, pero ha visto los cadáveres dispuestos en un rincón del vestíbulo cubiertos de moscas —aunque todo parece indicar que murieron a causa de la enfermedad— y el cuerpo de un miembro de la Guardia Nacional con un agujero de bala en la cabeza. Hay signos de lucha por todas partes.

Frente a las puertas de entrada al centro de investigación también ha visto los cuerpos sin vida de una unidad de las fuerzas especiales, tirados en el suelo como si hubieran sido víctimas de un atropello. Era fácil imaginarse lo ocurrido: Inmunidad debió de transportarlos por aire en un primer intento de evacuar a los científicos; un único helicóptero posándose en el tejado de un edificio cercano. Es obvio que el intento no tuvo éxito.

«Ahora nos toca a nosotros», se dice.

Sus fusileros se mueven como una sola persona por el pasillo; las linternas exploran la oscuridad hasta llegar al vestíbulo de ascensores.

Los cadáveres se amontonan unos sobre otros, enzarzados en una presa mortal. Dos de ellos llevan bata, lo que indica que eran científicos; los otros ocho, ropa de calle. Algunos muestran signos de la infección. El hedor a muerte es intenso. Varios rastros de sangre se alejan de la zona hacia unas puertas cerradas.

Parsons suelta un silbido.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —pregunta.

—Muchos
hajjis
muertos, un par de rabis muertos —contesta Jaworski, que se lleva la mano a la boca para evitar las arcadas—. Heridas de bala, estrangulación. A ese pobre tío le han desgarrado la garganta.

—Esta mierda es un
fregao
, hermanos —dice Turner.

—Turner, cuando hablas así, aún suenas más blanquito —responde Pérez.

—Eh, esa pava de ahí es clavada a la tía que sale por la tele, ¿sabéis quién digo? —dice Bailey.

Los chicos se ponen alrededor del cuerpo.

—Sí, ésa de la serie de robots. ¿Cómo se llama la serie?

Nadie es capaz de recordar el nombre de la serie ni el de la actriz.

—Sí que se parece a ella, sí —afirma Jaworski—. Sé a quién os referís.

—¡Enemigos!

Los chicos se despliegan en el pasillo en busca de los objetivos. Los haces de color verde de las linternas se mueven sin orden ni concierto hasta converger en el centro del pecho de una perro rabioso que avanza hacia a ellos al trote desde el fondo del pasillo. La mujer carga con los brazos estirados y la bata le ondea entre las piernas, tratando de dar con ellos utilizando sólo el sentido del oído.

—Neutralízala, Reed —ordena Lewis, dándole unos golpecitos en la parte superior de la cabeza del soldado.

—A la orden, sargento —responde Reed.

El soldado quita el seguro del arma, apunta utilizando la mira de la carabina, espira sonoramente y aprieta el gatillo con suavidad. La M4 se dispara con un sonido chirriante y mecánico, y la bala le vuela el hombro a la mujer, que se tambalea como si estuviera borracha antes de caer al suelo sobre un creciente charco de sangre.

—Bien —lo felicita el jefe de escuadra—. Ahora, confirma el asunto.

Bowman les ha ordenado que se aseguren de que cualquier persona a la que abatan esté realmente muerta, pero sin malgastar la valiosa munición. Eso significa que se tiene que rematar el trabajo con la culata del fusil o con la bayoneta. Los suboficiales habían empezado a referirse a ello como «confirmar el asunto» para que a los chicos les resultara más aceptable y acabaran haciéndolo. Lewis está muy orgulloso de su tropa por la entereza que está mostrando.

Reed se pone en pie, avanza a buen paso hacia la mujer y le clava la bayoneta en el cuello.

—Está muerta —informa el soldado, y al momento levanta el puño.

Los miembros de la escuadra se quedan quietos ahí donde están, y escuchan.

Reed les indica agitando la mano que avancen hasta su posición.

—¿Qué tienes? —pregunta Lewis.

—Oí un ruido en una habitación pasillo abajo, a mano izquierda, sargento.

—Comprobémoslo, entonces.

Sin embargo, Lewis no es optimista. La misión parece ser un fiasco. Una de dos: los científicos están muertos o infectados junto a esos otros civiles que entraron en el laboratorio Dios sabrá por qué. Tiene la esperanza de que, a pesar de ello, el ejército aún los evacue, pero lo asalta el presentimiento de que no lo harán. Si no hay científicos, no hay evacuación. Si no encuentran a ningún superviviente, se quedan en Manhattan.

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