Nueva York: Hora Z (17 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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—¿Han descubierto provisiones? ¿Comida, mantas, medicamentos…? Cambio.

—Espere… Nos ponemos a ello. Cambio.

—Siga con su misión, Perro de guerra Dos-Dos. Corto.

El teniente llama a Williams.

—Soldado, ¿con cuántos enemigos se han encontrado?

—Cuatro, señor —responde Williams—. Nos hemos… ocupado de todos ellos, señor.

—Regrese con su unidad, soldado.

—Sí, señor.

«No es posible que unos cuantos perros rabiosos superaran a un pelotón de infantería y lo dispersaran por todo el edificio —piensa Bowman para sus adentros—. Tiene que haber más. Cientos, incluso. ¿Dónde está su fuerza principal?»

—¡Unidad amiga acercándose! —grita alguien desde la puerta principal.

—¡Acércate para que te vea la cara! —responde Martin, que se pone en tensión detrás de la ametralladora.

Un soldado, con el uniforme y el casco salpicados de sangre, cruza la puerta abierta y se da a conocer.

—Tercer pelotón.

—Nosotros somos del segundo pelotón —contesta Trueno—. Hey, parece que hemos llegado antes que vosotros.

—¡
Hooah!
—grita Martin con el puño alzado.

Los soldados se tambalean a través de la puerta abierta. Los chicos del segundo pelotón sueltan un grito a modo de saludo. Incluso los civiles sonríen; esperan que la llegada de estos soldados conlleve el regreso de la ley y el orden a Nueva York. Pero tanto los gritos como las sonrisas no tardan en desaparecer.

Varios soldados caen de rodillas agotados, otros miran al vacío y caminan como zombies. Algunos rompen a llorar, sin molestarse en cubrirse el rostro. Otros se sientan apoyados contra la pared, encienden un cigarrillo y se abrazan las rodillas.

—¡Dios! Sólo quedan quince, quizá veinte —susurra Trueno a Martin—. ¿Qué demonios le habrá pasado al resto de sus chicos?

Un oficial se abre paso hasta ponerse al frente de lo que queda del tercer pelotón. Luce galones de teniente y Bowman lo reconoce al instante: el teniente Steve Knight.

Knight parpadea para acostumbrarse a la luz de los fluorescentes del vestíbulo.

—¿Dónde está el capitán West? —pregunta Knight.

Bowman se abre camino entre la gente hasta acercarse lo suficiente para intercambiar el saludo.

—Me alegro de verte, Steve. De verdad.

—Gracias a Dios que estás aquí, Todd. —Knight abre los ojos alarmado—. ¿Dónde está toda tu gente?

—Asegurando el edificio. ¿Y el resto de los tuyos?

—Tengo que presentar mi informe —responde Knight con un gesto negativo de cabeza—. ¿Puedes llevarme a ver al oficial al mando?

—No está aquí, Steve.

Knight parpadea de manera repetida, sobrecogido por las noticias.

—Pero éste es su puesto de mando —dice Knight casi en un susurro—. Nos ordenó que viniéramos aquí.

—Aún estamos reuniendo información sobre la situación, pero todo parece indicar que el puesto de mando del capitán ha sido destruido.

32. Otra muesca en el cinturón para el asesino

En el ala este de la escuela, Eckhardt, Mooney, Wyatt y Finnegan toman posiciones para entrar en el laboratorio de química mientras el sargento McGraw protege el pasillo con otros tres chicos de la primera escuadra.

Eckhardt se ocupa del centro, Mooney de la derecha y Wyatt de la izquierda. Finnegan se queda de apoyo en la puerta.

Nada más entrar, Mooney conjetura que algunos miembros del primer pelotón utilizaban el aula como dormitorio. Hay camas plegables, mochilas, efectos personales, cascos, ropa y cajas de munición.

Las camas están sin hacer. Hay raciones de comida preparada sin acabar en algunas de las mesas de laboratorio.

Los perros rabiosos han estado aquí. La nariz le escuece a causa del hedor agrio que flota en el ambiente.

En esta aula hubo algún tipo de combate.

Caminan sobre trozos de vidrio roto y hojas de papel de carta desperdigadas. Una fina neblina flota en la habitación. Una de las camas plegables está empapada de sangre medio seca, las sábanas apenas ocultan un montón de restos humanos, casi insuficientes para saber que, a quienquiera que pertenecieran, era una persona.

En el suelo, junto a la cama, hay la mano de un crío cortada con limpieza.

—¡Oh, Dios! —exclama Mooney, y traga saliva.

Pisa una M4 rota y casquillos de bala vacíos.

Al otro lado de la cama, tres civiles muertos yacen desplomados sobre un soldado que murió haciendo muecas de dolor. Le han arrancado la cabellera del cráneo y ésta sobresale del interior de la boca de uno de los perros rabiosos; el pelo y todo lo demás.

—No —gime Mooney, y vomita en el lavamanos de una de las mesas de laboratorio.

Los otros chicos se detienen y esperan a que termine. Nadie le gasta ninguna broma, ni siquiera Wyatt. Casi todos han vomitado al menos una vez durante las últimas diez horas.

Mooney se enjuaga la boca y se para a pensar. Una escuadra, quizá dos, estaban acuarteladas aquí. Algunos se vieron sorprendidos mientras comían y los destrozaron. Otros mientras dormían y los masacraron en las camas. La mayoría, sin embargo, ha desaparecido.

—Estoy bien —informa avergonzado Mooney a sus compañeros—. Estoy bien.

—Quietos —ordena Eckhardt.

Los chicos le obedecen.

—He oído algo —añade el cabo—. Escuchad.

Se oye un resuello entre las camas y las mesas del laboratorio.

—Creo que hay alguien en la habitación.

—Uno de esos dementes —dice Finnegan, que bulle de ira—. Me lo voy a cargar lentamente.

—¿Y por qué dices eso? —pregunta Mooney, escupiendo en el lavamanos—. Ya no son personas. Son como animales. Ni siquiera saben lo que hacen.

—Cállate, Mooney.

—Es un amante de los perros rabiosos —se burla Wyatt, pero nadie se ríe.

—Podría ser uno de los nuestros que estuviera tendido en el suelo, herido —dice Eckhardt—. O un no combatiente. Piensa antes de actuar, Finnegan. Ahora, ve a buscar al sargento.

Finnegan hace una señal al sargento McGraw para indicar que es posible que haya una amenaza. El sargento entra en el laboratorio con la escopeta.

—Muy bien, despejemos la habitación —dice el sargento—. Estad alerta. Moveos poco a poco.

Los chicos avanzan entre las camas plegables y las mesas.

El resuello se detiene y empieza de nuevo.

A Mooney ya no le quedan ánimos para esto. Si McGraw les dijera que se metieran una bala en la cabeza para escaquearse de este horror irreal, se lo plantearía seriamente. No ha dormido desde hace más de veintiséis horas. Durante las últimas diez, casi ha muerto a manos de una horda de maníacos homicidas que lo perseguían, luego ha dado caza y abatido perros rabiosos mientras despejaba el hospital, ha explorado el horroroso y humeante espectáculo de la Primera Avenida, ha marchado casi dos kilómetros con todo el equipo a cuestas, se ha abierto paso a través de un disturbio y ha despejado casi un piso entero de una escuela abandonada. Está cansado hasta los tuétanos y, sinceramente, tiene la moral hecha una mierda.

En gran medida, está harto de matar.

Los soldados se vuelven descuidados cuando están así de cansados.

Mooney nota una mano cerrársele sobre el tobillo. Recula a trompicones y por poco se desmaya.

Un hombre viejo vestido con ropa de personal sanitario avanza hacia él; arrastra tras de sí las piernas nudosas y lo mira desde el suelo, riéndose por lo bajo y babeando. Alarga la mano y vuelve a cogerle el tobillo. Abre la ensangrentada boca con satisfacción. «¡Ah!», parece exclamar.

Mooney da un grito y le clava la bayoneta en la frente. Después, como impulsado por un resorte, suelta el arma, se cae de culo y se mea encima.

Los otros chicos se le acercan.

—Qué fuerte, Mooney. Bien hecho, tío —lo felicita Finnegan.

—Otra muesca en el cinturón para el asesino —dice Wyatt.

McGraw ayuda a levantarse a Mooney.

—¿Estás bien, soldado?

—Eso creo, sargento.

—Muy bien. Recoge el arma.

Wyatt se ríe histéricamente y Mooney se lo queda mirando. Se oye de nuevo un resuello.

Al momento, los chicos forman un círculo, mirando hacia el exterior, para establecer un perímetro defensivo. Mooney extrae la bayoneta del cráneo del perro rabioso al que acaba de matar y reprime la necesidad de vomitar otra vez mientras trata de pasar por alto la perturbadora sensación de humedad que le baja por la pierna.

McGraw les hace señas para que lo sigan a través de la habitación. Se detiene frente a una puerta secundaria que lleva a otro pasillo, coloca la oreja sobre ella y escucha.

Resuellos.

El sonido los electriza.

Mooney nota una mano alrededor del tobillo.

Con el corazón latiéndole desbocado, mira hacia abajo pero no ve nada. Sacude un poco la pierna para liberarse de la sensación que aún perdura.

El sargento cierra la mano en un puño y golpea el aire varias veces en dirección a la puerta. «Preparaos para actuar». Mooney y los otros chicos levantan las armas, prestos a disparar.

McGraw abre la puerta.

El pasillo está repleto de perros rabiosos. Muchos visten camisones de papel; otros van sucios y desnudos, los excrementos les resbalan por las piernas. Se empujan y babean mientras respiran con agitación. Una vaharada de hedor se abalanza sobre los soldados y hace que se estremezcan y que los ojos se les llenen de lágrimas. El soldado de primera Chen baja la carabina y se da la vuelta. Le sobrevienen arcadas.

Los perros rabiosos empiezan a gruñir.

Antes de que ninguno de los dos bandos realice algún movimiento, Mooney avanza y da una patada a la puerta para cerrarla. Segundos después, docenas de manos comienzan a arañar y golpear la puerta, cuyos goznes empiezan a temblar.

—No he llegado a disparar la carabina —se queja Wyatt.

—Eso sí que fue pensar rápido —aprueba McGraw—. El soldado Mooney acaba de salvarnos el culo.

—¿Qué quiere decir, sargento?

—Creo que nos hemos topado con un ejército de perros rabiosos —se explica McGraw—. La veta madre.

33. Hora de la revancha

Los chicos de la primera escuadra salen al pasillo por la puerta principal del laboratorio. McGraw se señala los ojos con los dedos índice y corazón de la mano izquierda para indicar al equipo de seguridad que siga adelante. Sostiene el fusil por encima de la cabeza y apunta en dirección a la esquina. Luego, extiende la palma de la mano hacia ellos.

Los soldados le responden con el pulgar levantado. Entienden que se ha avistado al enemigo, que se encuentra al doblar la esquina y que ellos deben quedarse donde están.

El sargento se acerca con sigilo a la esquina, echa una rápida ojeada y esconde la cabeza. Levanta un dedo para indicar que cree que hay cientos de objetivos hostiles en el pasillo. Hace algunos signos numéricos con las manos y luego hace chocar los puños: el enemigo se encuentra a unos quince metros pasillo abajo.

Es hora de informar de este encuentro al teniente.

Con una señal, indica a la escuadra que se mantenga en posición defensiva, y después entra en el laboratorio. Los perros rabiosos están concentrados en la puerta, que arañan con insistencia. Hace una señal hacia la puerta y luego acciona el auricular.

—Perro de guerra Dos-Seis, Perro de guerra Dos-Seis, aquí Perro de guerra Dos-Uno. Adelante.

—Perro de guerra Dos-Uno, aquí Perro de guerra Dos-Seis. A la espera de recibir mensaje. Cambio.

—Perro de guerra Dos, mensaje a continuación. —Silencio—. Hemos localizado a un gran grupo de perros rabiosos. Quizá doscientos. Cambio.

—Recibido, Perro de guerra Dos. Perfecto. ¿Tiene los recursos necesarios para enfrentarse y destruir a las fuerzas enemigas? Cambio.

Con una mueca, Mc Graw contesta:

—Solicito curso de acción alternativo. Cambio.

—Negativo. Cambio.

—Repito. Solicito curso de acción alternativo. Cambio.

—Noviembre Golf. Tenemos que asegurar el edificio. Esta acción se debe llevar a cabo. De lo contrario, nos veremos obligados a abandonar el edificio y a buscar otro. Y también tendremos que despejarlo. Éste es un hecho que debemos afrontar. Literalmente, o lo hacemos o morimos. ¿Me ha entendido?

—Afirmativo, señor.

—Complete la misión, entonces. Corto.

McGraw regresa al pasillo. Los chicos lo miran expectantes.

«Preparados para la acción», les señala con un movimiento seco del puño.

Les indica a los dos ametralladores de la primera escuadra que avanzarán y ocuparán la intersección en forma de «T», donde instalarán una base de fuego. Los dos granaderos —el cabo Eckhardt y el soldado de primera Rollins— dispararán granadas con los M203A1 sobre los enemigos desde los flancos, creando confusión y dando tiempo a los artilleros para que se coloquen en posición. El resto del equipo proporcionará apoyo, además de seguridad por los flancos.

Los chicos le muestran el pulgar levantado al sargento. Les brillan los ojos con entusiasmo.

Quieren hacerlo. Quieren entrar en acción. Para ellos, es la hora de la revancha.

McGraw levanta el brazo y lo mueve hacia atrás una vez, con lo que señala a la primera escuadra que se sitúe en hilera detrás de él con los soldados que portan las ametralladoras en el medio. Levanta ambos brazos y junta las palmas de las manos hasta que los chicos se colocan a una distancia de separación que lo satisface. Ahora la columna ocupa casi la mitad del pasillo. Mueve el puño arriba y abajo; avanzarán con trote lento.

Finalmente, hace un movimiento hacia adelante para indicar que lo sigan.

Los tiradores entran al trote en el espacio despejado del pasillo atrayendo la atención de los perros rabiosos, que les gruñen. Al instante, una docena echa a correr hacia los soldados.

—¡Que os aproveche! —ruge McGraw, disparando la escopeta sobre los infectados más cercanos y abatiéndolos de un único disparo que rocía el pasillo con más de veinticinco perdigones de alta velocidad. A su izquierda, los chicos se tumban en el suelo mientras Eckhardt y Rollins disparan las granadas explosivas de 40 mm con los M203A1 por encima de la muchedumbre infectada que se apretuja en mitad del pasillo.

Los ametralladores abren fuego. Las balas trazadoras parecen unas chispas borrosas de color rojo que abaten perros rabiosos como si de bolos se tratara. La distancia que los separa de los perros rabiosos hace posible que la zona de impacto de las armas cubra el ancho del pasillo de manera casi perfecta con el mínimo viraje del cañón. En otras palabras, son presa fácil. Las armas escupen cientos de casquillos de bala vacíos que repiquetean contra el suelo y se alejan rodando. La devastación es tan espantosa, tan completa y tan desorientadora que muchos de los perros rabiosos chocan entre ellos y contra las paredes. Pero no se detienen. Parecen no conocer el miedo, sólo una interminable furia asesina que ahora se dirige contra los ocho soldados de la primera escuadra.

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