El soldado se ríe de forma histérica.
—¿Quién le ha disparado? ¿He sido yo?
—Dame el arma, soldado.
Ruiz le quita la M4 de las manos, apoya la culata contra el hombro y hace tres disparos seguidos con rapidez. Al final del pasillo, tres figuras caen abatidas.
—Aún podré convertirte en un buen soldado, Williams —lo felicita Ruiz, devolviéndole la carabina y recogiendo su escopeta.
—A la orden, sargento —dice Williams, que suelta una larga bocanada de aire—. A la orden.
Se oye una voz familiar desde la esquina.
—¿Estáis todos bien, tíos?
—¡Cállate y conserva la posición, McLeod! —le grita Ruiz.
—Sargento, mire, un fusil —dice Hicks, que avanza unos pasos y recoge el arma del suelo—. Es una M4.
Hicks se pelea con el cerrojo del arma y resopla.
—Está encasquillada —añade.
El sargento asiente. Temía que en algún momento iban a encontrar los restos del primer pelotón.
—Hay un rastro de sangre. ¿Lo ve?
El rastro de sangre se mete por debajo de la puerta de uno de los despachos de administración. Los equipos se colocan en posición con rapidez, preparados para entrar. Ruiz echa una ojeada por el ventanuco que hay en la parte superior de la puerta, que también está salpicado de sangre. El interior del despacho está limpio y bien iluminado, pero por lo demás parece estar vacío.
Ruiz empieza la cuenta atrás con los dedos.
Tres, dos, uno…
El pomo cede y gira, pero la puerta apenas se abre. Algo la bloquea.
Ruiz empuja con fuerza hasta que vence la obstrucción.
Los soldados entran en la habitación, la aseguran y entonces convergen junto a su único ocupante.
Enredado en sus propias extremidades yace un cuerpo. Lo reconocen. Es el operador de radio de la compañía Charlie. Lleva un torniquete rudimentario apretado con fuerza alrededor de la pierna, brutalmente destrozada de rodilla para abajo. La parte superior del cráneo y los sesos rocían la puerta astillada y quemada que bloqueaba con su cuerpo.
Bloqueándola, según parece, para evitar que entraran los perros rabiosos.
—Esto es una puta mierda —maldice Williams.
—No quería convertirse en uno de ellos —afirma Ruiz.
—¿Cómo dice, sargento? —pregunta Hicks, desconcertado.
—Nada —responde Ruiz—. Sólo pensaba en voz alta.
El hombre aún sostiene la pistola que usó para volarse la cabeza. A los operadores de radio no se les entregan armas de fuego cortas, por lo que se deduce que la pistola no es suya; no obstante, los soldados ven que el arma es una pistola de 9 mm de las que utiliza el ejército.
El sargento se agacha y coge una de las chapas ovales de identificación del cadáver y luego contacta con el teniente por el auricular.
—Perro de guerra Dos-Seis, aquí Perro de guerra Dos-Tres. Adelante.
—Perro de guerra Dos-Tres, aquí Perro de guerra Dos. Espero mensaje. Cambio.
—Hemos despejado de amenazas la mayor parte de la primera planta. Hemos localizado a un miembro del personal del cuartel general de la compañía Charlie en la zona de administración del ala izquierda. Cambio.
—¿Cuál es su estado? Cambio.
—Está muerto. Cambio.
—¿Alguna señal de Perro de guerra Seis u otro miembro de su mando? Cambio.
—Negativo. Sin embargo, tenemos una buena noticia que dar. El cuerpo localizado es el del operador de radio de la compañía y tiene una radio de combate que funciona. Cambio.
Los chicos se miran los unos a los otros y sonríen. La muerte del hombre es horrible, más aún porque esta muerte en particular, entre otras tantas, es de lo más parecida a la que tendrán ellos como soldados. Pero encontrar un SINCGAR intacto es un golpe de suerte. Las comunicaciones tienen tanto valor como el agua o las municiones en el campo de batalla. Con una radio de campaña que funcione, el pelotón puede comunicarse con el batallón con facilidad y conseguir las cosas que necesita para vivir y seguir siendo eficientes como unidad militar de combate. En concreto, mediante la comunicación directa con la cadena de mando, el pelotón puede solicitar información, órdenes, refuerzos, evacuación, rescate, apoyo aéreo, comida, agua, munición y equipo.
—Extraordinario, sargento. ¿Puede enviar a un hombre con ella? Cambio.
—A la orden, señor. Ahora envío al soldado Williams con la radio. Cambio.
—Recibido. Corto.
—Recoged las armas y la munición que encontréis —ordena Ruiz al equipo—. Respecto a Doug Price, lo recogeremos a la vuelta para enterrarlo como es debido.
31. Una obligación mayor
El teniente Bowman ha establecido su cuartel general en el amplio vestíbulo de entrada de la escuela, alrededor de un grupo de más de cien civiles aterrados que se encuentran junto a los lavabos y a una fuente de agua.
Ha situado a la escuadra de armas de apoyo enfrente de las puertas de entrada a la escuela y a un artillero —destacado por la segunda escuadra— al otro lado del pasillo, delante de la escalera principal que sube al segundo piso.
Esta sencilla disposición proporciona seguridad a los civiles al tiempo que les permite el acceso al agua y a los lavabos —cosa que espera que los mantenga calmados—, pero no a las mochilas de los soldados, que están colocadas cerca de la puerta principal bajo la atenta mirada de los artilleros.
Sherman, con una carabina M4 en las manos, recorre con la vista a la gente en busca de señales de problemas al tiempo que hace oídos sordos a las peticiones de comida, medicinas, pañales, cerveza y cigarrillos, vasos de plástico, mantas, alcohol desinfectante, barritas de chocolate y más papel higiénico, toallas de papel, jabón y hasta un desatascador de sanitarios. A menudo, también echa ojeadas a Ojo de Halcón, quien está tumbado, gimiendo y sudando, tapado con una manta y al cuidado de Doc Waters, el médico de campaña del pelotón.
Ojo de Halcón empieza a oler mal.
—Ha cogido el Lyssa —le explica estupefacto el doctor a Sherman—. Lo mordió un perro rabioso y ahora se está convirtiendo en uno de ellos. En sólo unas horas. Sin duda aquí hay algo que va mal.
—¿En serio? —rezonga alguien entre dientes.
Bowman llegó a un trato con los civiles y les permitió que entraran dentro del perímetro defensivo del pelotón —convirtiéndose así en su problema— con dos condiciones: la primera, que no interfirieran en las operaciones de los hombres a su mando y, la segunda, que informaran sobre cualquier civil que mostrara síntomas del Lyssa —en especial, los síntomas del perro rabioso— para que se los pudiera alejar de la zona de seguridad y expulsar del edificio.
De momento, los civiles no han cumplido la primera promesa, pero sí la segunda.
Aparte de esto, no está seguro de qué hacer con ellos. Tiene órdenes de reagruparse con el primer pelotón y el cuartel general de la compañía e intentará cumplir su misión mientras le sea posible. Estos civiles sólo hacen que vaya más lento. Y aun así, son ciudadanos americanos y él tiene una obligación mayor, la de protegerlos de cualquier mal.
No obstante, su principal prioridad en estos momentos es asegurar el edificio y dar a los chicos un merecido descanso. No hay modo de que mantengan este ritmo. Ya están exhaustos y consumen los suministros a una velocidad alarmante.
«Y lo peor de todo aún está por venir —piensa Bowman—. Días, incluso semanas, en esta situación. Puede que los chicos necesiten hacer un esfuerzo sobrehumano para sobrevivir durante las próximas veinticuatro horas».
Doc Waters se acerca al teniente.
—Los hombres han de cambiarse las máscaras. El sudor y el hollín las obstruyen y ellos olvidan hacerlo.
Bowman parpadea sorprendido. El pelotón tiene asuntos más importantes de los que ocuparse que la prevención del Lyssa. Pero, por supuesto, el médico de campaña está en lo cierto. Bowman asiente.
—Me ocuparé de ello —contesta el teniente.
—Otra cosa, señor —continúa el doctor—. Varios de los soldados ya ni las llevan. Eso es una estupidez supina, señor. Hemos tenido una mañana extraña, pero la probabilidad de infección es tan alta hoy como lo era ayer. —Y tras una mirada a los civiles, añade—: De hecho, es mayor.
—Entendido, doctor —responde Bowman—. Veré qué puedo hacer.
—¡Señor! ¡Objetivos a la vista! —grita Bailey, el soldado de la segunda escuadra que porta la ametralladora, tendido en el suelo apuntando por la mira del cañón del arma, que ahora descansa en un bípode—. Veo siete… no, ocho amenazas subiendo por la escalera exterior.
El teniente se arrodilla junto a Bailey y observa a los perros rabiosos a través de la mira telescópica. Siete de ellos presentan un aspecto lamentable, vestidos con camisones de papel, y el otro lleva ropa del personal sanitario de un hospital. Tres de ellos sonríen como payasos, con la boca y el camisón manchados de rojo.
«Ojalá pudiera comprender qué los motiva. ¿Acaso no reconocen a sus propios amigos o familia? ¿Por qué quieren matarlos? ¿Por qué no se atacan entre ellos?»
Los perros rabiosos se detienen y se quedan de pie, inmóviles, abriendo y cerrando los puños caídos a los costados. Aún se encuentran a una distancia de treinta metros.
—¿A qué espera? —grita uno de los civiles—. Dispare, ¡por el amor de Dios!
Otros civiles lo secundan a gritos y piden que abra fuego. Un bebé empieza a llorar.
—¿Los coso a tiros, señor? —pregunta Bailey, que coloca el dedo con suavidad sobre el gatillo.
—Ya conoce las reglas de enfrentamiento, soldado Bailey —le contesta Bowman—. Disparar en caso de amenaza. Por ahora, no son hostiles.
El soldado se lo queda mirando.
—¿Las reglas de enfrentamiento, señor?
—Sí, seguimos actuando conforme a las reglas de enfrentamiento que Cuarentena dictó anoche.
—Si quiere saber mi opinión, señor, a mí me parecen bastante amenazadores —dice Bailey.
Bowman sonríe a su pesar.
Con un gruñido, dos de los perros rabiosos salen a la carrera. Los otros no tardan en seguirlos, avanzando con el característico trote saltarín.
«Se comportan como animales —dice Bowman para sí—. Cazan en manadas. Sólo hay que verlos correr. Como animales. ¿Por qué?»
—Tiene luz verde para disparar —informa Bowman.
La ametralladora de mano es una ametralladora ligera alimentada por cintas de cartuchos que permite disparar hasta setecientas cincuenta balas por minuto a una distancia eficaz de mil metros. Esta ametralladora se suele utilizar para establecer una base de fuego. Consume munición con rapidez y tiene una potencia de fuego fulminante y sanguinaria.
Bailey apunta al primer perro rabioso y lo abate con un único disparo. Pasa al siguiente objetivo. Cada vez que dispara, la gente emite un coro de chillidos que crispa los nervios.
Bowman empieza a pensar que, en realidad, los civiles intentan con toda sus fuerzas hacer que su trabajo sea irritante y complicado.
Entonces trata de ponerse en su situación. Como si varias semanas de plaga y escasez no fueran bastante malas de por sí, su mundo se acaba y ahora son unos refugiados en su propio país, indefensos en una guerra fratricida y perseguidos por un enemigo despiadado que unas horas antes era su hijo, su madre, su doctor, su párroco o su mejor amigo.
Y ahora ven a un soldado acribillar a unas personas.
«Dios mío —se dice—, la única razón por la que sigues en tu sano juicio es porque tienes un trabajo que hacer. Intenta comprenderlos un poco, ¿de acuerdo?»
—Bien hecho —felicita a Bailey.
—¿Señor? Los perros rabiosos son mucho más agresivos de lo que nos dijeron. Y su número también es mayor del que nos dijeron.
—Muy buena observación, soldado Bailey.
—Quiero decir… ¿Se supone que esto es el fin del mundo?
—El ejército no me ha comunicado tal información —contesta Bowman.
La conversación le ha recordado otra tarea importante de la que aún ha de discurrir cómo hacerle frente: explicarle a su gente cómo se propaga la cepa del Perro Rabioso y lo que significa. Muchos de ellos, como Bailey, ya empiezan a atar cabos.
Crepita su auricular y oye la inexpresiva voz del sargento Lewis.
—Perro de guerra Dos-Seis, Perro de guerra Dos-Seis, aquí Perro de guerra Dos-Dos. ¿Me copia? Cambio.
—Perro de guerra Dos-Dos, aquí Perro de guerra Dos. Adelante. Cambio.
—Perro de guerra Dos-Seis, mensaje a continuación. —Silencio—. Hemos encontrado un gimnasio en el núcleo central del edificio. —Silencio—. Hay cientos de enfermos en camas plegables, es posible que miles. —Silencio—. El estado de algunos es grave. —Silencio—. Veo un montón de bolsas de suero vacías. No se retiran las cuñas ni se reparten medicinas. Por lo que parece, varias personas han sido asesinadas en sus camas. Los supervivientes necesitan ayuda. Cambio.
—Recibido. Enviaré a Doc Waters tan pronto como se despeje el edificio. ¿Alguna señal del oficial al mando o del primer pelotón? Cambio.
—Negativo. Hay mucha sangre y casquillos. Muchos han muerto debido a heridas de arma de fuego. Ni rastro de nuestros chicos. Cambio.
—¿Y del personal médico? Cambio.
—Vemos varias… partes de cuerpos que podrían ser del personal médico. Cambio.
Bowman comienza a juntar las piezas del rompecabezas. El primer pelotón únicamente destacó a una escuadra para que guardara la entrada principal. Los perros rabiosos atacaron a la unidad de frente y por la retaguardia. Desde la calle y desde el gimnasio. El resto del puesto de mando del capitán West y del primer pelotón se vio reducido a grupos pequeños, y lo más seguro es que fueran destruidos. El personal médico resultó masacrado o infectado e integrado en el contingente de perros rabiosos.
—Unidad amiga acercándose —grita alguien desde una esquina.
—Adelante, seas quien seas —responde Bailey—. Los perros rabiosos no hablan, ¿sabes?
Bowman ve que el soldado Williams se acerca corriendo con el equipo SINCGAR. Sherman se apresura a recibirlo y se pone a toquetear la radio de inmediato.
—¿Contacto negativo, Perro de guerra Dos-Seis? ¿Me copia?
—Recibido. Cambio.
—Corrijo. Acabamos de encontrar a dos fusileros del primer pelotón. Están muertos. Cambio.
Bowman se da la vuelta para mirar a los civiles. Algunos le devuelven la mirada con nerviosismo. Siente su desconfianza. Casi se puede palpar.
Alguien tiene que sobrevivir.