Nueva York: Hora Z (20 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Presa del pánico, revisa de nuevo las imágenes hasta dar con Baird; está tumbado en el suelo y ya no sufre convulsiones. Está muerto. Del todo. Gracias a Dios.

La doctora se ríe por lo bajo, pero se muerde los labios para evitar que la risa se convierta en pequeños chillidos sin control a causa de la histeria. Rodeándose el pecho con los brazos, Petrova se mece adelante y atrás.

Suena el teléfono, lo que provoca que una oleada de adrenalina le recorra el cuerpo. Alarga la mano y levanta el teléfono bañado por el brillo de las pantallas.

—¿Sí?

—¡Me ha dado línea! No me lo puedo creer.

—No alces la voz —le dice Petrova.

—Le hablo desde mi móvil.

—Eso es bueno. Voy a guiarte, Sandy.

Petrova observa las imágenes hasta que confirma la posición de todos los perros rabiosos y de Jackson, quien sigue mirándose estupefacto en el espejo del aseo tocándose el ojo destrozado.

—Ahora es un buen momento —dice Petrova—. Puedes salir. Pero date prisa.

—Muy bien. Allá voy.

Sandy Cohen aparece en la pantalla de la izquierda, cambiando el peso de un pie al otro para reactivar la circulación de la sangre. Aún lleva la bata blanca que tenía puesta en el laboratorio, que le aletea alrededor de las piernas.

—¿Puede verme? —pregunta.

—Sal ahora. Vamos. No dejes de moverte. Vamos. Para. ¡Para! Entra en el despacho a tu derecha. ¡Ahora!

Cohen desaparece de la pantalla y, segundos después, aparece Saunders. Lleva las manos cerradas en puños y apretadas contra el pecho, mueve la cabeza como lo haría un ave. Se detiene delante del despacho donde se ha metido Cohen, como si olisqueara el aire.

—No te muevas lo más mínimo, Sandy —susurra Petrova por el teléfono.

Saunders se da la vuelta, echa a correr por el pasillo y entra en el laboratorio del ala este.

—Ahora. Vamos, ahora.

La técnico de laboratorio sale apresurada al pasillo, caminando de puntillas, y mira a un lado y a otro con el móvil pegado a la oreja.

—Tuerce a la derecha al final del pasillo —le dice Petrova.

Cohen dobla la esquina y se detiene de repente, cubriéndose la boca con la mano.

Petrova se maldice para sus adentros. Los horrores que ella ya ha empezado a digerir son nuevos para Cohen. Tendría que haber advertido a la mujer de lo que estaba a punto de ver.

—Ése es el doctor Baird —dice Petrova—. Está muerto. No es ninguna amenaza.

—Oh, Dios mío —exclama Cohen.

—No hables —contesta Petrova—. El doctor Lucas y Fuentes van en tu dirección. Puedes lograrlo, pero deber seguir ahora.

A través de la cámara, ve que Cohen asiente con decisión, rodea el cadáver de Baird y avanza con rapidez hacia el centro de mando, sin dejar de echar ojeadas por encima del hombro para cerciorarse de que nadie se acerca por detrás.

—Lo estás haciendo bien —la anima Petrova—. Ya estás muy cerca.

—Ya casi estoy —jadea Cohen, casi sin resuello.

—Puedes hacerlo —la anima Petrova.

Las imágenes del proyector digital desaparecen, las luces se apagan y Petrova se ve sumida en una oscuridad y un silencio tan intensos que se pregunta si está muerta.

Se sienta en la oscuridad, el corazón le late contra las costillas y la sangre se le agolpa en los oídos.

Se ha ido la corriente eléctrica.

El teléfono que sostiene en la mano ha dejado de funcionar.

—¿Hola? ¿Hola? —grita Cohen en el pasillo.

El sonido le llega apagado y distante.

—Cállate —susurra Petrova en la negrura—. Cállate o te encontrarán.

La mujer no está muy lejos. De hecho, estará a unos diez metros de distancia.

—¡Ha habido un apagón, doctora Petrova! —aúlla Cohen—. ¡Ayúdeme!

Petrova oye unos ruidos sordos contra la pared.

—Oh, no —exclama.

—¡Ayúdeme, por favor!

Pero no están atacando a Cohen. Es ella la que aporrea la pared con los puños. Y Petrova puede oír cómo golpea desde el centro de mando.

Se encuentra muy cerca. Incluso más cerca de lo que Petrova pensó al principio.

—¡Venga a buscarme! ¡Por favor!

Si sigue gritando, va a conseguir que la maten o la infecten.

Petrova idea un plan en el acto. Ella sabe dónde está la puerta y cree que podría encontrarla con facilidad a pesar de la oscuridad. Abrirá la puerta y guiará a Cohen utilizando la voz antes de que los chillidos de la mujer atraigan a todos los perros rabiosos que andan sueltos.

Sólo que no se mueve. Literalmente, se encuentra paralizada por el miedo.

Cohen aún sigue pidiendo ayuda a gritos.

Petrova empieza a arrastrarse por debajo de la mesa del operador, abriéndose camino entre los cables, el polvo, las telarañas y el calor residual de los aparatos electrónicos.

Lo último que oye Petrova antes de caer dormida es el horrible sonido de una lucha, sonido que se lleva consigo a sus sueños.

Capítulo 8

38. Somos el ejército más poderoso del mundo y nos están derrotando en lo que mejor sabemos hacer

Los tenientes Bowman y Knight, acompañados por los sargentos de pelotón Kemper y Jim Vaughan, escuchan los tiroteos que suenan por la ciudad desde el tejado de la Escuela Internacional Samuel J. Tinden, edificio que sus unidades han despejado y asegurado.

A pesar de que la escuela sólo tiene un par de pisos de altura, la vista del Midtown de Manhattan que se les ofrece desde ahí arriba es casi aséptica. Los edificios no les permiten ver la carnicería sistemática que se lleva a cabo en las calles de la ciudad. Pero la oyen.

Para Bowman, asomarse por el antepecho para contemplar las nubes de humo que provocan docenas de fuegos incontrolados es como si la ciudad de Nueva York fuera un cuerpo enorme y sus habitantes las células sanas que se convierten en un virus una por una; y le están dando una paliza al sistema inmunológico del cuerpo.

Y prosiguiendo con esta analogía… Bueno, el sistema inmunológico sería las dos brigadas de infantería del Ejército de Estados Unidos: en total, alrededor de seis mil hombres y mujeres. Y cada uno de ellos es una máquina de combatir, sumamente entrenada y equipada.

«Somos el ejército más poderoso del mundo y las personas a las que juramos proteger nos están derrotando en lo que mejor sabemos hacer… —piensa Bowman—. Sólo que esa gente va armada con uñas y dientes».

En el otro extremo del tejado, el sargento Lewis dispara su fusil de francotirador M21 y hace su propia guerra, abatiendo a los perros rabiosos que pasan por la calle de atrás de la escuela.

—Aún no me lo puedo creer —dice Knight—. ¿De verdad que esto está ocurriendo?

—Todo es cuestión de números, Steve —contesta Bowman—. Tienes a cinco tíos que han desarrollado los síntomas del perro rabioso. Cada uno de ellos muerde a una persona, que también se convierte en perro rabioso y que, a su vez, muerde a otra persona. Eso sucede en el plazo de un par de horas.

Knight emite un silbido sobrecogido.

—¡Dios! Echa cálculos.

—Supón que únicamente el diez por ciento de la población de esta ciudad se convierta en perro rabioso. Sólo uno de cada diez. Y ahora supón que tuviéramos los hombres, las armas y una posición segura desde donde dispararles…

—No tendríamos suficientes balas —termina la frase Knight. Bowman asiente y prosigue:

—Cuestión de números. Es imposible poner fin a esto. La situación sólo puede complicarse más. En unas pocas horas, quizá en un día, ese diez por ciento se convierte en un veinte por ciento. Un alud.

Al otro lado de la calle, un civil que se ha percatado de su presencia presiona un papel contra la ventana de una oficina. En el papel se lee: Atrapado, socorro.

Los oficiales se desplazan a otra parte del tejado; el rostro les hierve de vergüenza.

Sólo se pueden permitir ayudar a la gente en caso de que no exista ningún riesgo para la seguridad de la unidad. Durante un instante, a Bowman le viene a la mente la Oración de la Serenidad de Reinhold Niebuhr, que su tío Gabe —un alcohólico en recuperación en Alcohólicos Anónimos— le enseñó cuando tenía diez años:

Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia.

—De cualquier manera, ¿quién podría apretar el gatillo tantas veces? —se pregunta Knight.

—El soldado Chen no podría —murmura Bowman—. Y tampoco será el último que preferiría meterse una bala en la cabeza antes que combatir en esta guerra.

—Una de las razones por la que nos hicieron papilla de camino aquí es porque algunos de mis chicos no fueron capaces de abrir fuego sobre civiles americanos —explica Knight, que mira a su sargento de pelotón fugazmente—. ¿Has…? ¿Has compartido lo que sabes con tu pelotón?

—No son estúpidos —contesta Bowman—. Saben qué sucede. Sólo que ninguno lo ha dicho en voz alta aún. No han tenido ni un minuto para pensar en ello.

—Ya —responde Knight.

—Supongo que tendremos que explicárselo.

Se estremecen cuando el sordo estruendo de una explosión les llega a los oídos. Una enorme nube de humo y polvo se eleva por detrás de un edificio situado entre su posición y Times Square. Ayer lo habrían calificado como un hecho excepcional. Hoy, ni le dan importancia.

Knight rompe a reír.

—Les vamos a decir que, probablemente, tanto sus familias como todas las otras personas a las que conocen se están muriendo o convirtiendo en una de esas cosas de ahí fuera.

—Sólo les diremos que hagan su trabajo, Steve —contesta Bowman, tajante.

Lewis dispara su fusil con un fuerte y seco estampido.

—Se está convirtiendo en algo personal, Todd. Más vale que pienses en algo mejor que eso si quieres que sigan luchando por un país que se desmorona a su alrededor.

—¿Por qué yo? —pregunta Bowman, que mira sorprendido a Knight.

—Tenemos el mismo rango, sí —responde Knight, con una sonrisa pesarosa en el rostro—, pero tú eres más veterano que yo. También eres más veterano que Greg Bishop, del primer pelotón. Así que tú estás al mando.

»De camino aquí… —continúa Knight, que hace una pausa y mira al sargento Vaughan, quien le devuelve una gélida mirada con el rostro inescrutable bajo la máscara N95— yo fui uno de los que no pudo disparar. Ni siquiera pude dar la orden. Me quedé en blanco. Fue Vaughan quien nos sacó de allí.

—Maldición, Steve —dice Bowman en voz baja, y mira a su vez a Vaughan. No obstante, el suboficial es un profesional y, a pesar de tener la cara sonrojada, hecho que resalta la lividez de la cicatriz que le cruza la cara, sus ojos grises no revelan nada.

—Muchos de mis chicos han muerto porque no les ordené que dispararan —añade Knight.

Unas lágrimas surcan por las mejillas del oficial. Vaughan baja la vista. Bowman aparta la mirada hacia los rascacielos.

—Un veinticinco por ciento de bajas —agrega Knight—. Pero ¿sabes una cosa? —sisea con fiereza—. Si pudiera volver atrás en el tiempo para repetirlo, tampoco podría dar la maldita orden.

Bowman no dice nada. Él ha dado la orden de abrir fuego y, a título personal, no sólo ha disparado sobre perros rabiosos sino también contra civiles no infectados que se interpusieron en su camino.

Según las leyes, es un asesino y un criminal de guerra. Lo sabe. Su propio sargento de pelotón lo sabe. Ambos están hechos de la misma pasta. Vio a Kemper hacer lo mismo que él para sacar al pelotón de ese cruce y conducirlo a un lugar seguro.

Y si no hubieran hecho lo que hicieron, si no se hubieran convertido en criminales de guerra, ahora mismo podrían estar todos muertos.

Sin embargo, no se puede quitar de encima la sensación de estar maldito.

Los oficiales oyen el gemido penetrante del motor de un arma salpicado por el seco estampido de las balas que expulsa, un sonido furioso en medio del traqueteo de las armas ligeras y los chillidos lejanos que les recuerda que, en algún lugar de ahí fuera, aún hay gente que lucha contra la marea creciente de violencia y anarquía.

El sonido les recuerda que en las calles no se lucha cada uno por su lado. Aún no.

Asimismo, la electricidad viene y se va, pero aún hay alguien que se ocupa de los controles en la central eléctrica, y aún hay alguien que suministra el carbón necesario para producirla. En todos los trabajos importantes, desde el policía al soldado, pasando por el sanitario y el operario de la central eléctrica, la gente sigue cumpliendo con su cometido. Bowman encuentra fortaleza en esta idea.

Knight se seca las lágrimas de la cara y se aclara la garganta.

—No daría la orden —repite Knight—. Supongo que eso me convierte en un buen tipo o algo por el estilo. Pero no tengo derecho a liderar la Charlie. —Suspira—. Deberíamos habernos quedado donde estábamos. Allí hacíamos algo bueno.

—No —responde Bowman, mientras sigue con la mirada a un par de helicópteros que sobrevuelan el East River hasta que desaparecen detrás de un edificio alto. Es buena señal que aún haya pájaros volando—. La idea del capitán West de intentar reagrupar la compañía fue buena. Señor de la guerra se encuentra desplegado por todo Manhattan y eso hace que sea vulnerable a que lo destruyan de manera sistemática. Pero es demasiado tarde. Nos han machacado. Tendríamos que haberlo hecho antes.

—Tal vez tengas razón —contesta Knight—. No tendríamos que habernos desplegado de semejante manera, entonces. Es un misterio. Me cuesta creer que tanto el gobierno como el ejército desconocieran la velocidad de infección entre los perros rabiosos.

—Quizá trataban de evitar que el pánico en que se estaba sumiendo el país se transformara en una histeria generalizada —sugiere Bowman—. O quizá no lo sabían, en realidad. ¿Quién sabe? Ahora mismo, mi conocimiento de la situación abarca hasta donde alcanzo a ver.

—Pues si alguno de los de arriba lo sabía y no nos lo dijo, se pueden haber cargado nuestra brigada.

Bowman lo mira fijamente.

—Demonios, Steve, olvídate de Cuarentena. Si alguno de los de arriba lo sabía y no nos lo dijo, se pueden haber cargado el Ejército de Estados Unidos.

39. Brechas en la cadena de mando

De nuevo, Sherman intenta establecer contacto con Adalid —el indicativo de llamada del batallón— y con Cuarentena —el de la brigada— sin éxito.

—Adalid, Adalid, aquí Perro de guerra. ¿Me recibe? Cambio.

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