Nueva York: Hora Z (8 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Al final, ceja en su intento y sale corriendo detrás de Wyatt dando la voz de alarma.

Los chicos ya comienzan a salir al pasillo, algunos frotándose los ojos y vestidos sólo con la ropa interior; sin embargo, todos ellos van armados, maldicen y buscan a su oficial superior.

—Pero ¿qué pasa?

—¿Quién persigue a Joel?

—¿Disparamos o qué? ¿De qué va esto?

—Dios mío, ¿y ese olor?

—¿Qué demonios es eso?

—¡Apartaos!

El teniente se abre paso entre los chicos al tiempo que desenfunda su pistola de 9 mm y le quita el seguro.

—¡Alto! —grita Bowman.

Los perros rabiosos no le hacen caso.

—¡Alto o abriremos fuego!

Y más que ordenar, lo implora.

—Por favor…

El pánico que sentía se evapora al darse cuenta de que no queda ninguna otra opción.

—¡Cuerpo a tierra! —ordena, avisando con un gesto a Mooney y a Wyatt—. ¡Ahora!

Mooney, con los pulmones y las piernas ardiéndole, da una última zancada hacia Wyatt y se lanza sobre él para hacerlo caer al suelo.

—Teniente… —dice Kemper detrás de él.

Bowman apunta con precisión y le descerraja un tiro en plena cara al perro rabioso que iba en cabeza.

Los otros perros rabiosos no se han dado ni cuenta. Siguen corriendo entre aullidos hacia los soldados.

—¡Fuego! —ordena Bowman, disparando de nuevo—. ¡Fuego!

Los soldados forman una línea de fuego y empiezan a disparar con sus armas casi a bocajarro. El efecto es devastador. La lluvia de metal al rojo vivo atraviesa carne, músculos y huesos. Una delgada niebla de sangre y humo cubre el pasillo. Algunos chicos cierran los ojos al disparar, incapaces de contemplar la escabechina.

En menos de un minuto todo ha terminado.

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —aúlla Kemper.

—¿Qué cojones ha pasado? —grita uno de los chicos—. ¿Qué sucede?

Bowman parpadea y ve que el suelo del pasillo está cubierto de cuerpos ensangrentados y agujereados, varios aún gimen y se mueven encima de charcos de sangre. La batalla ha transcurrido como un borrón. A pesar de la increíble potencia de fuego utilizada en esta estrecha franja de muerte, los perros rabiosos casi consiguieron llegar hasta la línea de fuego. Le pitan los oídos y aún le vibran los dientes por las ensordecedoras descargas de los fusiles. Por extraño que parezca, se siente exultante, y entonces se obliga a reprimir la necesidad de vomitar.

Se da la vuelta y ve a varios de los chicos agachados frente a la pared; gritan, tienen arcadas y vomitan. El
flash
de una cámara digital salta cuando un soldado toma una fotografía y luego vuelve a mirar con incredulidad la carnicería.

«Lo más seguro es que la tercera escuadra se esté cagando en los pantalones frente a la entrada del hospital —dice Bowman para sus adentros—. También han tenido su propio combate según informaron momentos antes de que apareciera esta horda demente. Además, tienen a un hombre ausente sin permiso. Dentro de unos minutos todos estaremos igual. Vomitando y paralizados por la culpabilidad y la vergüenza… A no ser que dejemos de pensar y nos pongamos en movimiento».

El teniente aún duda de haber tomado la decisión correcta al ordenar a sus hombres que abrieran fuego, pero le han encomendado un trabajo y tiene que asegurarse de que la unidad mantenga su eficiencia de combate.

Lo que quiere saber es de dónde salieron todos esos perros rabiosos.

—¡Sargento McGraw! —berrea Bowman—. ¡Llévese a sus dos hombres de aquí! ¡Que los limpien y los desinfecten! Espero un informe completo acerca de cómo atrajeron exactamente a esos civiles aquí abajo. ¡Sargento Ruiz!

—¿Señor?

—Compruebe su escuadra —ordena el teniente—. No lo haga por radio, compruébelo en persona. También espero un informe completo de la escaramuza. No sea muy duro con ellos. ¡Sargento Lewis!

—¡Señor!

—No se aparte de mí, Grant.

La discordia que se vivió en la reunión en el despacho del sótano ha desaparecido. Bowman está contento de ver que sus suboficiales van todos a una. Estos hombres son verdaderos profesionales.

Wyatt y Mooney ya están intentando levantarse, apartan los cuerpos que les han caído encima y gimotean por las magulladuras sufridas bajo la estampida de perros rabiosos.

Wyatt se levanta vacilante y comienza a reír.

—Ha molado mazo —afirma.

Mooney, cubierto de sangre y tambaleándose como un borracho, intenta golpearlo, y sólo por pura suerte consigue darle en un lado de la cabeza. Wyatt sale lanzado contra la pared y pierde las gafas. Al momento, sus compañeros los separan.

—¡Sargento Kemper! —ladra Bowman.

—Señor —responde el sargento de pelotón.

—Clasifique a esas personas —ordena el oficial—. Separe a los muertos de los heridos y encuentre un lugar donde poner a los dos grupos.

—La morgue está llena, señor.

—Encuentre otro lugar, Mike. No los quiero aquí.

—Me ocuparé de ello, señor.

—El sargento Lewis se pondrá al mando de una escuadra para dar con cualquier perro rabioso que se hubiera apartado del grupo y restablecer el contacto con Winslow y con el personal del hospital. Si no están haciendo nada aquí, los quiero ayudándolo. Quiero que todo el mundo haga algo. —Bowman se da cuenta de que dos soldados esperan una oportunidad para poder hablar con él—. ¿Y bien, qué sucede? ¿Qué desean?

—Sólo… ¿Qué demonios es esta plaga, teniente? —pregunta Finnegan.

—Acabamos de disparar a toda esa gente —dice Martin sin dejar terminar a Finnegan—. ¿Qué vamos a hacer, señor?

—Sargento Lewis, ocúpese de estos hombres.

—¡Vamos, lloronas! ¡Ya habéis oído al teniente! Sacaos la cabeza del culo y despejad el pasillo.

El efecto de las palabras es electrizante, como un resorte que consigue despertar a los chicos de su letargo y ponerlos a trabajar.

—¡Eo! —grita alguien en la escalera—. ¿Están todos bien?

—Acércate lentamente para que podamos verte —ordena Lewis levantando el rifle.

Winslow aparece en el pasillo con la pistola a un costado; respira con dificultad y el terror se le refleja en los ojos al ver a los muertos y a los que no tardarán en estarlo. Camina con cuidado entre los cuerpos y se acerca a Bowman.

—¿Está infectado? —le pregunta Winslow.

—Nos atacaron —contesta Bowman—. Disparamos en defensa propia.

—¿Está infectado?

—Intentamos atender a los heridos. No nos vendría mal un poco de ayuda por parte del personal del hospital. Algunas de estas personas aún son peligrosas. Se las tiene que sedar antes de poder tratarlas.

—¿Personal del hospital? —pregunta Winslow, confuso.

Bowman se acerca a él.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Estos monstruos mataron a la mitad del turno de noche —explica Winslow con la voz entrecortada—. Hicieron trizas a mis hombres como si fueran de papel.

Una mujer de mediana edad gime a sus pies, con los ojos abiertos y jadeando, mientras intenta taparse un agujero ensangrentado que tiene en las costillas.

—Apártese, teniente —dice Winslow.

Y tras ello le mete una bala a la mujer en la cabeza.

Capítulo 3

16. Soy de seguridad, no de mantenimiento

Cuando la muchedumbre irrumpió en el vestíbulo, el Instituto Bradley de Posgrado de Microbiología y Estudios Víricos entró en modo de aislamiento de emergencia. Los científicos no podían salir y la muchedumbre no podía subir por las escaleras y llegar a los laboratorios.

La mayoría del personal se había ido a casa la noche anterior, dejando un retén de unos pocos científicos obstinados en el laboratorio para trabajar en la vacuna para el Hong Kong Lyssa. Ahora se encuentran atrapados mientras dure el asedio.

Con los ojos llorosos de no dormir y la protuberante barriga quejándose de hambre, el doctor Joe Hardy —el director de investigación— observa a la rubia alta y guapa por las pantallas de seguridad y se pregunta dónde la ha visto antes.

—Ahí va otra vez —comenta Stringer Jackson, el guardia de seguridad, junto al doctor—. Mire, escribe otro mensaje.

El gentío logró reducir con facilidad a los dos miembros de la Guardia Nacional apostados en el vestíbulo, tomándolos como rehenes. La rubia, que al parecer es la líder del grupo, ha comunicado sus exigencias enseñando unos carteles a las cámaras de seguridad y simulando que dispara a los soldados en la cabeza.

—Esa zorra es dura de pelar —expone con admiración Hardy, las manos metidas en los bolsillos de la bata de laboratorio—. Igualita que mi ex mujer.

Jackson sonríe de oreja a oreja.

La rubia levanta satisfecha un cartel que dice: Dadnos la vacuna u os congelaréis.

Hardy resopla con sorna y entonces se queda pensativo.

—¿Pueden hacerlo? —le pregunta a Jackson.

—Yo soy de seguridad, no de mantenimiento.

El aire acondicionado comienza a soplar con fuerza a través de los conductos de ventilación, y la temperatura del centro de mando de seguridad, que ya se mantiene a tan sólo dieciocho grados centígrados para que los guardias no se duerman, empieza a bajar.

—Magnífico. ¿No se puede hacer nada para apagarlo, jefe?

—No que yo sepa, doctor Hardy —responde Jackson, que se encoge de hombros.

El centro de mando apesta a transpiración nerviosa y a humo de tabaco. La sala es casi el doble de grande que los despachos privados de los científicos; tiene una mesa en el centro, detrás de la cual está sentado Jackson en una silla ergonómica. El puesto de trabajo del operador consiste en una consola de control y un ordenador con una interfaz gráfica de usuario, un teléfono, material variado de oficina repartido por toda la superficie de la mesa y en el interior de unos cajones. Un proyector digital colgado del techo muestra las imágenes de las cámaras de seguridad en unas pantallas grandes colgadas en la pared que está frente al puesto de trabajo.

Hardy sólo había estado una vez en esta habitación. Es extraño pensar que detrás de una puerta cualquiera, en uno de los blancos y eficientes pasillos del instituto, haya un aparato de seguridad altamente sofisticado que permite a un solo hombre monitorizar todos los espacios públicos del edificio sobre una pantalla gigante en la pared.

Por desgracia, a pesar de que el equipo del centro de seguridad permite observar a la gente que ha ocupado el vestíbulo, no ofrece ninguna solución para deshacerse de ellos.

«Esto es demasiado importante —piensa Hardy—. El país cuenta con nosotros. Hemos cultivado muestras puras del virus y trabajamos en su clasificación genética. Una vez que hayamos completado ese paso, podremos empezar a trabajar de verdad en la vacuna. Si nos dejáis…»

Hay tantas vidas en juego en ese momento…

—A decir verdad, tal vez sí hay una cosa que podríamos hacer —comenta Jackson con tranquilidad.

—¿Qué es? —pregunta Hardy, interesado.

—Pues darles lo que quieren, ya sabe…

—¡Pero aún no existe ninguna vacuna! —estalla Hardy.

Jackson se encoge de hombros, poco convencido.

—Quizá debería bajar ahí con unas cuantas jeringas e inyectarles un poco de suero —replica Hardy a modo de burla—. Así se irían y podríamos centrarnos de nuevo en intentar salvar millones de vidas al desarrollar una vacuna de verdad.

—No sé —opina Jackson—. No creo que sea muy ético.

—Jackson, ¡no hay vacuna! —exclama Hardy.

—Ya lo sé. No hace falta que me grite.

—Y tampoco vamos a conseguirla con ese enjambre de gilipollas ahí abajo. A lo sumo, tenemos a diez personas trabajando en el laboratorio en estos momentos.

—Pues a mí no me pagan lo suficiente para aguantar estas cosas. Antes fui poli, ¿sabe? La gente del vecindario solía mostrarme respeto cuando hacía la ronda.

—Los del CDC han dicho que vendrían a proteger el edificio, pero aún no lo han hecho. Casi no queda comida, no tenemos un lugar donde dormir y tampoco podemos mantener el nivel actual de esfuerzo de investigación con esta plantilla tan exigua. Y eso quiere decir que no hay una vacuna, ¿está claro? Toda esa gente de ahí abajo corre el gran riesgo de que los mate el ejército cuando aparezca.

«E incluso si trabajáramos sin interrupciones, pasarían meses antes de que se elaborara la vacuna en cantidades industriales», se recuerda Hardy para sus adentros.

Después de crear la fórmula, las fábricas tienen que sintetizar la cantidad suficiente de vacuna para inocular a los trabajadores sanitarios, luego a los miembros del gobierno, después al ejército y, por último, al resto de los más de trescientos millones de personas que hay en Estados Unidos. Cuando empiecen a vacunar a la población en general, habrán pasado meses desde que se desarrolló la vacuna.

Y, para entonces, la pandemia habrá terminado. Por lo menos, en América del Norte.

Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que tienen que conseguir desarrollar una vacuna para prevenir que el virus rebrote a los pocos meses y toda esta pesadilla empiece otra vez. Las pandemias ocurren en dos o tres oleadas. Una vacuna detendría el avance de la segunda oleada. Incluso podría erradicar el Lyssa de la faz del mundo.

En las pantallas de seguridad de metro y medio de alto, la sonrisa de satisfacción de la rubia se evapora de modo paulatino, y al final se cansa de sostener el cartel en alto y se lo da a otra persona. La apatía se ha adueñado del gentío después de una larga noche de no hacer nada. Cuando las instalaciones pasaron a modo de emergencia, no sólo se quedaron aislados de los laboratorios, sino que también se quedaron encerrados dentro del edificio.

Se llama «código naranja». Nadie entra, nadie sale.

Los dos miembros de la Guardia Nacional están sentados en el suelo con las manos atadas a la espalda y aspecto apesadumbrado. Detrás de ellos, un adolescente se aparta de sus amigos, saca un bocadillo de una bolsa de papel marrón y empieza a devorarlo.

Hardy no le quita ojo de encima. El estómago le gruñe y casi saliva a causa del hambre. Intenta adivinar de qué será el bocadillo del chaval. ¿Jamón y queso con mostaza? ¿Pavo con tomate y beicon? ¿O quizá uno de esos bocadillos cubanos que hacen a la vuelta de la esquina con jamón, cerdo asado, salami, queso suizo, pepinillos y mostaza con pan cubano?

Su estómago no para de sonar.

—Bueno —empieza Jackson—, eso está bien, pero lo que digo es que no debe de haber más de una treintena de personas ahí abajo. Si usted tuviera la vacuna, seguro que podría tratarlas.

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