—Aquí Perro de guerra Dos —comunica Bowman por teléfono—. Clave «Metallica», cambio.
—Aquí Perro de guerra. Le copio «Metallica». Manténgase a la espera, cambio. Esto… Recibido, cambio.
—Solicito equipo antidisturbios, cambio.
—Espere, cambio. Negativo, cambio.
—Solicito ser relevado por una unidad antidisturbios. ¿Me copia? Cambio.
—Negativo también, Perro de guerra Dos. No puedo enviarles nada. Tendrán que arreglárselas. Cambio.
El teniente aprieta los dientes y dice:
—Recibido, señor.
—Corazón y alma, hijo. Buena suerte. Corto.
Bowman se da la vuelta para mirar a sus jefes de escuadra. Su pelotón de fusileros está dividido en tres escuadras de nueve hombres y lo que queda de la escuadra de armas de apoyo, diezmada en Iraq por la infección del Lyssa y reducida a un único equipo de ametralladora. A su vez, al frente de cada una de las escuadras hay un sargento; es fácil saber quiénes son porque, al igual que Bowman, son los únicos que llevan gorra en lugar de los cascos de Kevlar. Los hombres se acercan al teniente para la reunión.
Hacia el este, al otro lado del río, en algún lugar de Brooklyn, se oyen varios disparos de armas ligeras.
—Caballeros, nuestra situación ha cambiado —informa el teniente.
El pelotón había tomado posiciones a la entrada del hospital junto al autobús aparcado delante de las puertas de urgencias. Se había dispuesto una doble alambrada de espino a ambos extremos de la manzana, sujeta por sacos terreros, y colocado los nidos para las ametralladoras del calibre treinta del pelotón. Se habían bloqueado las bocacalles de las calles adyacentes con barreras de hormigón, pero la gente las evitaba conduciendo por la acera y luego abandonaba los coches en las intersecciones. Más allá de las barreras de hormigón, las calles se encuentran atascadas por los coches que avanzan lentamente, los conductores se gritan los unos a los otros y no dejan de hacer sonar el claxon. Viendo el tráfico embotellado a una manzana de distancia, uno casi podía pensar que todo se desarrolla con la misma normalidad de antes. Al menos para Nueva York.
—Hasta el momento, nuestra misión ha sido proteger el hospital y asegurarnos de que el proceso de evaluación de los pacientes se desarrollara ordenadamente —expone Bowman—. Ahora el hospital está hasta los topes y acabo de informar al capitán West con el nombre en clave de la misión. Ese desarrollo ordenado está a punto de dejar de serlo. Cerramos las dos entradas del hospital en treinta minutos.
—A los buenos ciudadanos de Nueva York no les va a hacer la menor gracia —apunta el sargento Ruiz—. Se podrían torcer las cosas rápidamente.
—¿Sabemos algo de las armas no letales, señor? —pregunta el sargento McGraw con su marcado acento sureño.
—El capitán dijo Noviembre Golf, Pete.
En otras palabras, negativo.
McGraw se frota la nariz. De complexión fuerte y pecho musculado, bigote de herradura y los antebrazos repletos de tatuajes, tiene una apariencia intimidadora. Cuando no está de servicio, suele montar en una Harley por el sureste del país con su joven novia motera, recorriendo la interestatal.
—Resultará difícil controlar a la gente con lo que tenemos, teniente —apunta McGraw—. Estamos armados hasta los dientes, pero no podemos utilizar ninguna arma. Ya lo sabe.
—Tenemos bayonetas. Eso debería impresionarlos. Esperemos que sea suficiente.
—¿Y si no es así, señor?
Bowman mira a sus suboficiales a los ojos. Sabe lo que están pensando. Piensan que las calles de Iraq están cubiertas de buenas intenciones estadounidenses, de sangre, cuerpos y artefactos sin detonar. Cientos de miles de civiles han muerto en esas calles, muchos de ellos a causa de balas americanas perdidas. No puedes emplear la potencia de fuego que utiliza la infantería americana y esperar que ningún civil muera, sobre todo en zonas urbanas. Es de cajón. Los accidentes ocurren, y ahora que los civiles son sus conciudadanos no se puede permitir que suceda tal cosa. Para llevar a cabo esta misión de manera correcta, los soldados necesitan porras, escudos, aerosoles, francotiradores apostados en los tejados y helicópteros en el cielo. Pero no tienen nada de eso. Otras unidades del ejército repartidas por todo el país necesitan el mismo equipo y, simplemente, no hay suficiente para todos. Además, debido al embrollo logístico de turno, tampoco tienen las granadas de gas CS con las que se suele equipar a la infantería que se despliega en zonas urbanas.
En cambio, están hasta los topes de armas de fuego pesado y munición.
—Nos ceñiremos a las reglas de enfrentamiento —responde Bowman—. Recuerden de quién son las casas que hay frente a nosotros.
Las reglas para este tipo de misión en terreno urbano son simples: sólo responder a un ataque si una fuerza hostil e identificada con claridad te dispara directamente. Algo que casi nunca ocurrirá.
—Mantendremos juntos nuestros efectivos —añade Bowman—. Entre el Lyssa y todo lo demás, nos hemos visto reducidos a un setenta y cinco por ciento de nuestra fuerza. No quiero que ningún miembro de este pelotón se vaya por su lado y que un grupo de civiles cabreados en busca de medicinas se lo lleve por delante.
Saben que, en resumidas cuentas, se enfrentan a una situación sin salida, a «un marrón» en jerga militar.
Ruiz silba por la nariz.
—Tío, menuda jodienda —murmura Lewis.
—Eso es lo que hay, caballeros —dice Kemper con una sonrisa.
Bowman levanta las cejas.
—Muy bien. Si la situación se nos va de las manos, nos pondremos las máscaras antigás, dispararemos unas cuantas granadas de humo y quizá los civiles pensarán que es gas lacrimógeno y se dispersarán. Hay pocas posibilidades, ya lo sé…
—Está bien, señor. Hay que intentarlo —asiente McGraw con una sonrisa.
—De acuerdo entonces. Que los hombres se preparen y formen en treinta minutos.
5. La mejor manera de derribar un helicóptero de la policía con un lanzagranadas en el Grand Theft Auto
Los chicos de la tercera escuadra han montado guardia durante la noche, y ahora disfrutan de un descanso tumbados en las literas dispuestas en una amplia habitación en el fresco sótano del hospital, donde han alojado al segundo pelotón. Tres de los chicos duermen a pierna suelta después de debatir cuál era la mejor manera de derribar un helicóptero de la policía con un lanzagranadas en el
Grand Teft Auto
. El cabo Hicks hace flexiones en el suelo, el sudor le gotea y con un resoplido pasa a hacer abdominales. Boyd fuma relajado y lee una carta de su casa mientras se pasa la mano de manera distraída por la cabeza rapada sin dejar de mover los labios para decir «Oh, tío» una y otra vez. Por su parte, McLeod, que es el holgazán del pelotón, hojea un ejemplar de
Playboy
y recita —para todo aquel que quiera escuchar— los nombres, aficiones y medidas de las chicas y pregunta, suponiendo que uno gozara de fondos ilimitados, cuánto estarían dispuestos a pagar por acostarse con ellas. «El Bicho», el novato del pelotón, se cose un roto en el uniforme sin dejar de mascullar maldiciones a cuenta de tener que hacer otra condenada tarea tediosa por pertenecer al ejército, cuando podría estar echando un sueñecito.
Entretanto, Williams limpia y engrasa su carabina con el lanzagranadas M203A1 acoplado; en ese preciso instante, tiene la certeza de que mataría a quien fuera por un burrito caliente con salsa agria y extra de salsa de maíz. Un buen soldado puede desmontar un fusil en cerca de treinta segundos y montarlo en menos tiempo aún, y Williams sabe lo que se hace. Creció entre pandilleros en Oakland, California, aunque ahora está alejado de ese mundo e incluso se siente como en casa entre los tipos más grandes, tontos y serios del pelotón. El ejército es un crisol. Williams menea la cabeza, sonríe, recuerda. Cuando vuelva a casa tiene unas cuantas historias que contar. Aún sigue con vida para contarlas.
Música a todo volumen suena sin cesar en un loro que se agenciaron en una de las salas de enfermería de los pisos superiores. Hoy toca
hip hop
, ayer
rock and roll
y mañana ya veremos. Siempre que esté a todo volumen.
—¡Oh, tíos! Por lo menos un millón de dólares —afirma McLeod, mirando el póster central—. Por lo menos, ¿eh? ¡Dios mío! Tíos, ¿cuánto me dais por echar una ojeadita a estos melones? ¿He oído un pavo? Os juro que son de verdad. ¿Alguien puja?
Williams niega con la cabeza. Es lo único de lo que hablan siempre, esa Suzie
Chuminosucio
tan especial de su ciudad natal, las proezas sexuales de cariz mítico de las que han sido protagonistas, las enfermeras despampanantes que hay en el hospital y lo que van a hacer con las mujeres al licenciarse del ejército. Williams levanta la vista cuando el sargento Ruiz entra en la habitación.
—Sargento, ¿qué sucede? —pregunta Williams.
—Lo que sucede es que vosotros no estáis durmiendo cuando se supone que tendríais que estar en el sobre, capullos —ladra a modo de respuesta Ruiz sin dejar de fulminar a Williams con la mirada—. Y tampoco lleváis las máscaras cuando deberíais.
—Si no llevábamos las máscaras en Iraq, sargento, ¿por qué tendríamos que llevarlas aquí? —pregunta McLeod.
—Porque en Iraq no estábamos acuartelados en un hospital lleno de gente muriéndose de la peste negra, atontado.
McLeod sonríe divertido y se devana los sesos en busca de una buena respuesta, pero Ruiz ya ha pasado página.
—Salid de los sacos de dormir y poneos guapas, señoritas. El teniente tiene trabajo para nosotros. Os quiero listos en diez minutos.
Boyd levanta la vista. Tiene los ojos relucientes.
—Mi hermana ha cogido el Lyssa. He recibido esta carta de casa —dice Boyd.
Los chicos se quedan quietos y lo miran.
—Mi madre me cuenta que están incinerando cuerpos a las afueras de la ciudad —continúa—. Incluso me explica cómo lo hacen. Cavan una zanja para que haya un respiradero y luego levantan una pira con madera, ponen los cuerpos encima y le prenden fuego. A los miembros del ayuntamiento se les ha ido la olla y han empezado a incinerar los cadáveres. Lo mismo se repite a lo largo de toda la costa Oeste del país. La carta ha tardado más de una semana en llegarme.
—Siento lo de tu hermana, Boyd —dice Ruiz.
—Más de una semana —repite Boyd sin dejar de mirar la carta, incrédulo—. Ya podría estar muerta.
—¿Alguien ha dicho que estaban quemando cadáveres? —salta Ross, al que todo el mundo llama «Ojo de Halcón» por su asombrosa puntería con la M4. Acaba de despertarse y aún tiene los ojos legañosos—. Tío, eso es de locos.
—No debe de ser verdad —interviene McLeod—. Algunas ciudades están cavando fosas comunes para enterrar los cuerpos de manera temporal. Pero no los están incinerando, por el amor de Dios.
—Si están paranoicos, no me extrañaría —contesta Williams.
—Lo que quiero decir es… ¿Qué hago aquí?, en Nueva York —se pregunta Boyd—. ¿Por qué no estamos protegiendo un hospital en Idaho, en Boise? Tendría que estar allí. Tendría que estar en casa, junto a ellas. Al menos podría estar en el mismo estado, demonios. Tengo que llamar a mi madre.
—Estoy seguro de que tenemos efectivos en Boise y en los pueblos de alrededor, igual que nosotros estamos aquí, en Nueva York —afirma Ruiz—. Probablemente, algunos de esos chicos serán neoyorkinos y desearían estar aquí. Ellos cuidan de tu familia como tú cuidas de la suya, del mismo modo que cada uno de los miembros de este pelotón cuida las espaldas del compañero. ¿Entendido?
—
Hooah
, sargento —contesta Boyd sin entusiasmo.
Lentamente, los chicos empiezan a equiparse: uniforme de combate, botas, rodilleras, chaleco antibalas, arnés, reloj, munición, cuchillo, guantes, arma principal y el casco de Kevlar.
—Vale, habremos llegado al extremo de quemar a las personas, pero si miras en perspectiva esta mortal plaga mundial como si fuera un vaso medio lleno, entonces hay varias cosas de las que aún podemos alegrarnos bastante —empieza a decir McLeod para romper el hielo al cabo de unos instantes—. Por ejemplo, nos dan tres comidas al día, dormimos ocho horas por la noche e incluso tenemos agua corriente. Además, no tenemos que salir a patrullar por vecindarios que parecen Tijuana después de que la bombardeen con bombas de racimo, ni preocuparnos de que nos vuelen las pelotas con esos improvisados artefactos saltarines, ni de
hajjis
locos.
—Cállate, McLeod —lo regaña Ruiz.
—Tan sólo intento animar al personal al exponer que puede ser verdad que doscientos millones de personas vayan a morir y que probablemente el mundo vaya a acabarse, pero al menos hemos salido del infierno árabe con nuestros huevos y nuestros culos de una sola pieza y ya no tenemos que cagar en un horno lleno de moscas. Así pues, misión cumplida. ¿Tengo razón o tengo razón?
Muchos de los chicos se ríen, pero Ruiz se planta delante de McLeod, quien al momento adopta la posición de firmes, con la mirada al frente y la boca bien cerrada, reprimiendo una sonrisa a duras penas. El sargento da otro paso más y se sitúa a escasos centímetros de la cara de McLeod. Ruiz le sondea los ojos en busca de una excusa, pero McLeod mira al vacío. Al final, el sargento niega con la cabeza con exagerada repugnancia y se aleja.
—¡Vamos, nenas! —grita.
Cuando Ruiz abandona la habitación, Williams le da una colleja a McLeod. La amistad entre los dos se remonta a la instrucción militar, cuando fueron «colegas de batalla» y McLeod conseguía que los triturasen a flexiones y los hicieran limpiar los barracones —casi siempre fregaban los lavabos— por dormirse en clase o encabronar a los instructores.
—Sigue haciendo el payaso y Maguila te va a dejar el culo como la bandera de Japón, tronco —le advierte Williams.
Y lo dice en serio: Ruiz es un suboficial considerado y coherente pero con poca correa, y gracias a ejercitarse continuamente posee un cuerpo musculado que lo hace parecer un bulldog. Los chicos lo llaman «Maguila el Gorila» a sus espaldas.
McLeod responde encogiendo los hombros como hacen en las series de dibujos animados.
El cabo Hicks observa a Boyd, que se equipa despacio sin dejar de murmurar.
—Ponte las pilas, Rick. La mayoría del pelotón conoce a alguien que ha pillado el virus.
—Tendría que estar allí con ellas —responde Boyd—. Son todo lo que tengo en este mundo.