No hay respuesta del batallón.
La red del batallón está sobrecargada con mensajes caóticos que se solapan y crean un largo y único rumor. Según lo que ha podido desentrañar el operador de radio, Martillo de guerra solicita refuerzos y munición a gritos, Buscaguerras informa que han ocupado con éxito la armería del 7º Regimiento y Cerdo de guerra dice que tiene a tres hombres caídos y que dónde cojones está la evacuación.
—Adalid, Adalid —repite Sherman, antes de desistir. Es inútil.
Sherman cambia a la red de la brigada e intenta contactar con Cuarentena.
Nadie responde. Como se dice entre la tropa, el único oficial con el que puede contactar es con el «general Confusión». En comparación con lo que se oye en la red del batallón, el pánico en las voces que suenan en la de la brigada es menor, aunque son igual de confusas. Hay unidades desaparecidas y otras que intentan reagruparse, unidades que piden órdenes y unidades que solicitan suministros, unidades que se mueven y unidades que sufren bajas. Unidades que desaparecen o que se mueven sin que lo sepan sus comandantes. Hay brechas en la cadena de mando.
Cuando por fin el oficial ejecutivo de Cuarentena hace su aparición en las ondas, todo parece indicar que es sin su conocimiento ni consentimiento, puesto que le está gritando a otra persona sobre una noticia que el
New York Times
está preparando acerca de la repentina decisión del ejército de arrasar Nueva York y casi todas las otras grandes ciudades del país.
Otra persona, cuya voz Sherman no reconoce, le responde que no saldrá ningún ejemplar del
New York Times
mañana por la mañana. Luego, se corta la trasmisión.
Las redes civiles son incluso más agoreras.
Las unidades de la Guardia Nacional que defendían la alcaldía han abandonado su posición y se han desplazado hacia el norte. Unos manifestantes han tomado el edificio y se han puesto a fortificarlo. Se ha encontrado muerto en su puesto al comandante de dicha unidad de la Guardia Nacional. El alcalde ha desaparecido. Ahora mismo, nadie está al frente del ayuntamiento de Nueva York.
Mientras tanto, los operadores siguen llamando a los servicios de emergencias, pero éstos no responden. Las emisoras se van silenciando una a una; únicamente las utilizan operadores aterrados que preguntan una y otra vez si hay alguien a la escucha.
Se oye la trasmisión de un policía que dice que está viendo a un grupo de vigilantes linchar a cinco personas infectadas por el Lyssa y solicita refuerzos, pero nadie puede prestarle ayuda. Frustrado, el policía quebranta el protocolo preguntando al operador si hay algún puto plan.
Sherman tiene la sensación de que tanto el gobierno como el ejército ocultan algo a la gente de la ciudad, aunque la gente ya sabe qué es y ha empezado a tomar las riendas del asunto.
Interesante, pero a fin de cuentas no es problema suyo.
Cambia a la red de la compañía Charlie y prosigue con la búsqueda del cuarto pelotón, que iba pegado a los talones del tercero mientras marchaban hacia la escuela, pero desapareció de pronto y ahora se lo da por perdido.
Todo esto hace que el trabajo de un operador de radio se vuelva desalentador, pero un buen operador debe tener la paciencia de un santo, y Sherman es bueno en su trabajo. No se queja. A pesar de que aún no ha logrado comunicarse con nadie, las trasmisiones son de lo más entretenido que jamás ha escuchado.
«Las cosas van mal, pero como las otras crisis, ésta también pasará».
O al menos, eso cree.
«El gobierno y el ejército lo solucionarán… —se dice a sí mismo—. Sólo hace falta que los que están al mando saquen la cabeza de su culo colectivo de una vez por todas y hagan lo que tengan que hacer».
Estados Unidos ha sobrevivido a la primera y a la segunda guerra mundial, a la guerra fría, a la gripe española de 1918, a todos los presidentes desde Nixon hasta Obama, a la Gran Depresión y a los ataques del 11-S. Así que pueden sobrevivir a esta mierda de pandemia del Lyssa. Un día, les contará a sus hijos el miedo que generó y lo apasionante que fue, y sus nietos hablarán de él y de sus compañeros como «la generación más grande».
Le gusta trabajar a solas, así puede quitarse la máscara y fumar sin que nadie lo fastidie. Cuando enciende el cigarrillo se da cuenta de que sólo le quedan cuatro paquetes; después, con todos los problemas de suministro que ha oído que hay, puede que no haya más cigarrillos durante un tiempo. La idea lo aterra. Muchos chicos fuman por diversión, pero él es un adicto. Intenta alejar esa serie de pensamientos perturbadores de la mente volviendo al trabajo.
Al cambiar a las trasmisiones de la brigada, una voz fuerte y áspera se hace notar entre el guirigay.
—Aquí Cuarentena. Despejen la emisora. —Silencio.
Es una voz calmada, a punto de la ronquera, pero el efecto es electrizante. Unos instantes después, el parloteo se ha reducido a la mitad.
Repito. Aquí Cuarentena. Despejen la emisora. —De nuevo silencio.
Nervioso, Sherman saca el bloc de notas. En contadas ocasiones ha visto al coronel Winters, el comandante de la brigada, transmitir por radio en persona.
A todos los integrantes de Cuarentena, aquí Cuarentena. Mensaje a continuación.
40. Una cosa así no se ve todos los días
McLeod camina arriba y abajo tras las puertas de entrada a la escuela. A unos diez metros pasillo adelante, apoyados en los sacos terreros del parapeto para la ametralladora, Martin y Trueno se pasan un cigarrillo. McLeod se acerca a ellos con su arma automática abrazada.
—
Salaam ‘Alaykum
, chicos —los saluda.
Los artilleros asienten. McLeod los observa divertido cuando se dan la vuelta, se bajan la máscara y le dan una calada al cigarrillo.
—Tíos, ¿os dais cuenta de que si uno de vosotros tiene el Lyssa, el otro acaba de pillarlo?
—Vete al infierno, McLeod —responde Trueno.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Martin.
—Compartís un cigarrillo —explica McLeod. Tras ver la expresión perpleja de sus rostros, añade—: No importa.
—No es un buen momento para ir asustando a la gente —le advierte Trueno.
—Vaya mierda de puesto —dice McLeod con tristeza—. Una jodida escuela. Fijaos en ese dibujo que ha hecho algún crío con un puñado de rotuladores de mierda. «Bienvenidos a casa» en un centenar de idiomas. Por Dios, antes preferiría estar en pleno combate en Bagdad, maldita sea.
—Apuesto a que eras uno de los tíos más populares del instituto —le espeta Martin con cara inexpresiva, lo que hace que el ayudante de artillero suelte una risa burlona—. Menudo bromista estás hecho.
—La privación de sueño me hace ser divertidísimo. ¡Necesito dormir! —grita hacia el techo McLeod.
—¿Y por qué no estás descansando junto a tu escuadra, McLeod? —pregunta Martin, guiñándole el ojo a Trueno, que le responde con una sonrisa de oreja a oreja.
—Maguila me tiene manía. Todos pueden dormir unas cuantas horas mientras que yo tengo que montar guardia aquí con vosotros; sin ánimo de ofender.
Trueno estalla en carcajadas.
—Tienes suerte. Eso es lo que tienes —le contesta Martin.
—¿Estás de broma? —se sorprende McLeod—. ¿Es que alguna vez le he hecho algo malo a alguien?
—¿Alguna vez te has preguntado qué pasaría si cerraras la bocaza, McLeod? —pregunta Trueno.
McLeod sonríe, pero no dice nada.
—Me parece que eres tan popular en el ejército como lo eras en el instituto, McLeod —añade Trueno—. Considérate afortunado por no estar echando trozos de cuerpos a paladas al horno del sótano con los
hajjis
… Quiero decir, los civiles.
—En cambio, te toca montar guardia —concluye Martin, que señala con la mano en dirección a la puerta principal de la escuela—. Por cierto, ¿no se supone que tendrías que estar montando guardia?
—Nadie va a venir aquí —responde McLeod.
—Es una clínica para el Lyssa en medio de una epidemia de Lyssa —replica Martin, y se quita la gorra para rascarse el pelo rapado en un gesto irónico—. Esto…
—Sí, me pregunto si va a venir alguien —dice el ayudante de artillero, riéndose a carcajadas.
—Chitón, estoy pensando —replica Martin, metido aún en el papel.
—Callaos un segundo —dice McLeod—. Escuchad.
En la lejanía, oyen el rugido de un motor diesel.
Un vehículo pesado se acerca a la escuela.
—Sí, gracias a Dios —se congratula McLeod—. Empiezan a recoger la basura otra vez.
El artillero pone los ojos en blanco.
—Trueno, quédate aquí —le indica Martin a su ayudante—. Voy a ir con McFly a ver qué pasa.
—Entendido —contesta Trueno.
—Tú delante, McCulo.
—Eres un tipo muy gracioso —responde McLeod—. Supongo que te vendrá de familia. La otra noche, tu madre… ¡Oye! Eso suena como un vehículo militar, ¿verdad?
El sonido crece a medida que se acercan a las puertas; las abren con cautela y otean la calle plagada de cadáveres.
—Mira, es un blindado ligero. Un LAV, tío —dice Martin, y levanta el puño—. ¡Vamos, marines! ¡Dad caña!
El vehículo blindado de transporte de personal, con la forma de una gran barca verde, entra en la calle a varias manzanas de distancia con el motor rugiendo.
—Yo quiero uno de ésos —dice McLeod.
—Es un LAV-R, un vehículo de recuperación —concreta Martin—. ¿Ves que lleva un brazo de grúa detrás? Tiene un cabrestante para poder remolcar otros LAV averiados. El modelo de recuperación no es que tenga mucha cosa para defenderse, sólo una ametralladora M240 y algunas granadas de humo —añade lleno de admiración—. Tendrías que ver la versión de combate. Tiene un cañón de cadena M242 Bushmaster y dos M240. Una vez vi uno. En combate, ¿eh? Fue la hostia. Los iraquís llaman a esos pequeñines «los grandes destructores».
—Un pajarito me ha dicho que esa preciosidad está soltera, tigre —dice McLeod.
—Pueden llegar a los cien kilómetros y son anfibios, tío.
—Vaya, pues tiene compañía. Fíjate.
El LAV-R ha terminado de girar y pisa a fondo para coger velocidad. Un grupo de unos veinte perros rabiosos que corren junto al vehículo lo rodean. De alguna manera, unos cuantos han conseguido encaramarse encima del LAV y golpean la carrocería con los puños.
El vehículo acelera por la calle despejada y los perros rabiosos comienzan a quedarse rezagados.
—Ni siquiera sabía que los marines estaban en Manhattan —dice Martin—. No hemos tenido comunicación con ellos. ¿Deberíamos salir a decirles que estamos aquí?
—Adelante, por favor —lo invita McLeod soltando un resoplido.
Sobre sus ocho ruedas, el LAV pasa rugiendo por delante de la escuela, con un enjambre de perros rabiosos pisándole los talones y otros trepando por su cuerpo de metal.
En menos de un minuto, el último de los perros rabiosos —que lleva una camisa rasgada de color rojo ondeando en la boca— pasa corriendo. Entonces, la calle vuelve a quedarse en calma, a excepción del repiqueteo de las armas ligeras en la distancia.
—Bueno —dice McLeod—, una cosa así no se ve todos los días.
41. Cada muerte es un eslabón roto en la cadena de infección
Una mujer obesa desnuda persigue a un adolescente calle abajo, con los brazos estirados y los pechos bamboleándose. Pasan por delante de dos cuerpos calcinados que humean en la acera, enfrente de una tienda arrasada por el fuego. Las zapatillas deportivas del chico trituran los trozos de vidrio rotos.
Suena un seco estampido y la mujer cae al suelo, retorciéndose de dolor y gimoteando.
El chico se detiene, se pone las manos en las rodillas y se tambalea, jadeando; a duras penas consigue mantenerse en pie del cansancio. Vestido con una sudadera con capucha y tejanos, el chico está congestionado y empapado de sudor. Tras asegurarse de que la mujer ya no representa una amenaza, levanta la cara para otear los edificios cercanos en busca de su salvador.
Pero al hacerlo, revela la marca inflamada e hinchada de un mordisco en la mejilla rodeada de sangre y babas.
Ve una pequeña silueta en el tejado de un edificio al otro lado de la calle. La boca se le ensancha en una enorme sonrisa de oreja a oreja. Levanta la mano para saludar.
Y le estalla la tapa de los sesos.
Del tejado del edificio se eleva un hilo de humo.
A través de la mira de francotirador, el sargento Grant Lewis examina la calle en busca de otros objetivos. Está sentado en una silla que encontró en el aula de dibujo y apoya el fusil sobre un bípode en el antepecho, junto a una ración de comida preparada sin terminar.
Abajo, la calle se abre ante él con todo detalle.
Bowman reunió a los suboficiales en el hospital y les explicó lo que habían averiguado los exploradores: al soldado Boyd lo mordieron durante la noche y por la mañana ya se había convertido en un perro rabioso, como algo salido de una película de zombies. Eso lo explicaba todo. Para Lewis, todo cuadraba: el enorme número de perros rabiosos atacando a la gente, el cambio en la misión, las nuevas reglas de enfrentamiento. Que Ojo de Halcón cogiera el virus del perro rabioso debido a un mordisco en la mejilla acabó de confirmarlo. El ritmo de transmisión de esta enfermedad era increíble.
«Y si no hacemos algo al respecto —se dice Lewis a sí mismo—, nos van a aniquilar».
Por esa razón, Lewis ha ideado sus propias reglas de enfrentamiento: si eres un perro rabioso o te han mordido y te vas a convertir en uno, entonces hay vía libre para acabar contigo.
El M21 es una adaptación semiautomática del fusil de francotirador M14 de recarga manual. La ventaja del M21 es que el tirador puede disparar una segunda vez rápidamente, algo ideal en entornos plagados de objetivos. Una leva dentro de la mira telescópica ajusta el visor para compensar la trayectoria de la bala. El cargador que utiliza Lewis contiene veinte balas de 7.62 mm.
No hay objetivos a la vista. No hay ni un alma en la calle. El aire huele a humo. Pero ellos están ahí fuera, cerca, alrededor. Oye los gruñidos y los gritos infaustos y lastimeros traídos por la brisa fresca.
Cuanto más tiempo pase aquí arriba, más retrasará tener que oír al sargento Ruiz dándole la brasa respecto a un supuesto fratricidio. Nadie quería matar a Bicho. Nadie quería que Bicho muriera. El fuego amigo es algo normal en el combate. Las cosas fueron muy confusas cuando trataban de atravesar el cruce. En la guerra, los accidentes ocurren constantemente.