—Son las cuatro de la mad…
—¿Y qué?
En el Pied de Cochon, cerca del vientre de Les Halles, Louison se echó entre pecho y espalda una chuleta con patatas fritas. Yo me tomé una caña mientras observaba cómo, carnívora como es, cortaba la carne con ansia bajo aquellas luces pálidas. A nuestra izquierda, una delegación de alemanes llenaba la mitad de la sala, entrechocando en lo alto, con empeño, sus tanques de cerveza. El cielo nocturno empezaba a iluminarse detrás de la vidriera y yo evitaba pensar en los exámenes —¡mis primeros exámenes!— que tendría que haber estado corrigiendo en lugar de contemplar a una piraña con tacones de aguja zampándose aquel montón de carne a las seis de la mañana.
—Hay una exposición de Eggleston en Dunkerque —me dijo entre bocado y bocado.
—¿Cuándo?
—Mañana. Es decir, empieza mañana. Y mañana es domingo.
—Hoy, pues.
—Es verdad —respondió con la risa tonta—. Hoy.
—¿Vas a ir?
—¿Te apetece?
—¿Qué? ¿Quieres que vaya?
—Así nos paseamos, además hace buen tiempo. ¿Me acabolas patatas y nos vamos a la estación?
Era Louison. Era lo que me gustaba de Louison. Era infernal, pero a veces demostraba tanta espontaneidad… Siempre me dejaba pasmado aquella forma de tirar por el camino de en medio, algo que estaba en las antípodas de mi propio funcionamiento y que sin duda habría hecho refunfuñar a mi madre, lo que tampoco me molestaba.
A las siete y media subíamos a un TGV con destino a Dunkerque como unos descamisados, viajeros sin equipaje, solo ella y yo, las ganas de ver la Mancha y el maestro de la fotografía en color. En la SNCF la espontaneidad se paga cara, pero me sentía demasiado feliz para angustiarme por esas insignificantes cuestiones pecuniarias. Mi abuela también decía: «La felicidad pasa delante de la riqueza». Paulette Uhalde tenía mucho juicio.
Era la primera vez que iba a algún sitio con Louison, y de repente aquel tren en movimiento me pareció el lugar más bonito de la Tierra. Ella se durmió sobre mi hombro, con su cálido aliento en mi cuello, y yo contemplé el paisaje silencioso desfilando hacia el norte. Era un domingo a primera hora, y el vagón iba casi vacío. En mi campo visual no había más que un viejecito minúsculo con el rostro completamente arrugado bajo una gorra de cheviot. En el asiento de al lado llevaba un maletín de médico antediluviano, de cuero negro, como los de los que practicaban abortos. Me pregunté por qué estaba allí, con aquel aspecto tan cansado, casi muerto. ¿Qué buscaría en el norte que fuera tan importante como para levantarse de madrugada? Me monté una historia triste para el maletín, tal vez cenizas, una urna funeraria, una María que había pasado a mejor vida, de la que había que esparcir las cenizas por los lugares donde nació el romance: un hotel, una playa, un dique de madera gris devorado por el tiempo. Y a mi lado, ¡Louison tan joven! La imaginé envejeciendo, le inventé una cara de señora, la piel suave que un día empezaría a fundirse, pero con los ojos verde caqui iluminados eternamente; y estaba dispuesto, por ella estaba dispuesto a eso: a hacerme mayor. Era una estupidez total, yo tenía solo veinticuatro años; pero por no perderla habría hecho lo que fuera, un hijo, una boda, endeudarme durante treinta años, el coquetón piso de tres habitaciones y el monovolumen, por sus preciosos ojos habría acelerado mi vida. Por desgracia, en aquella época ella no tenía ninguna de estas ambiciones, ni conmigo ni con nadie. Pero menos conmigo.
A gran velocidad llegamos a Dunkerque. Hacía un día precioso y la ciudad, relativamente lúgubre, parecía un decorado. Frente a la estación, vimos un antiguo hotel con fachada amarillenta, desconchada, con las cortinas hechas trizas, aunque conservaba la majestad de la arquitectura flamenca: una auténtica casa fantasma, muchísimo más inquietante que la del viejo Mendoza que aterroriza a los crios en la carretera de Guéthary con sus cabezas de lobo. Seguí con la vista al viejecito del maletín negro y me decepcionó mucho ver que no entraba allí, el fantasma en la casa de los fantasmas. Se limitó a subir a un autobús con destino a un lugar llamado Saint Nicolás y tuve que resignarme a dejar allí mi investigación imaginaria.
Como no conocíamos la ciudad, Luison y yo vagamos por sus calles en busca del LAAC, el museo de arte contemporáneo que acogía la exposición, y ella al cabo de poco se quitó los zapatos de tacón y siguió descalza, algo que sin duda hacía a menudo.
—No preguntes cómo ir a alguien que conoce el camino —me dijo con los zapatos en la mano—, ¡correrías el riesgo de no perderte!
—¿Proverbio chino?
—Yiddish, creo.
Con su Leica en ristre tomó fotos sobre la marcha, contenedores despanzurrados, flores de plástico en un escaparate oscuro, una brizna de hierba asfixiada entre dos piedras. Aunque fuera un culo de mal asiento, Louison aplicaba al pie de la letra el precepto de Leonardo da Vinci según el cual no hay que mirar en su conjunto algo que no se ha visto nunca, sino detalle tras detalle, y no abandonar nunca uno de ellos y pasar al siguiente antes de haberlo memorizado cuidadosamente. Ella, que había nacido para correr, podía permanecer diez minutos plantada delante de un trozo de pared en el que se balanceaba una margarita salvada de milagro o mirando fijamente el extremo recortado de un campanario. Los paseos con ella avanzaban a trompicones, como quien da una vuelta en coche con alguien que no sabe conducir. Andar deprisa, caminar, engullir la vida, el olor, la luz, luego parar en seco durante un tiempo indeterminado. Entonces yo me sentaba en el borde de una acera, encendía un cigarrillo y la miraba mirar el mundo, los intersticios del mundo, entraba en ellos con Louison, aprendía a tener paciencia. Reinaba en Dunkerque una extraña atmósfera: las calles estaban desiertas, las tiendas, cerradas, no había tráfico. Apenas habían dado las diez y el propio sol parecía polvoriento. En el inmenso puerto industrial había amarrados paquebotes de casco naranja y azul, cargados con contenedores multicolores apilados como los cubos de un gigantesco juego infantil. Unos edificios de los setenta construidos deprisa y corriendo por promotores acelerados convivían con otros hechos con ladrillo rojo y con extraordinarias construcciones neogóticas; aquel curioso batiburrillo me provocó durante todo el día un sentimiento de tristeza y abandono, como esas canciones que, a pesar de su rítmica melodía, te sumergen en un abismo de nostalgia y consiguen hacerte llorar. En la frontera, a la espera… algo amargo como los huracanes, los desaparecidos, los velatorios imposibles.
Encontramos por fin
Spirit of Dunkerque,
objetivo primero de aquel breve viaje. El LAAC es un edificio construido hace poco del todo alucinante: de cerámica blanca, colocado como un artefacto extraterrestre en medio de un exuberante jardín repleto de esculturas a cual más sorprendente. A su alrededor, rodales de hierba medio seca, aceras destrozadas, caminos sin asfaltar mal conservados cubiertos de botellines y de papeles engrasados, llevaban a la playa; sin embargo, el museo de arte contemporáneo parecía un Edén pop e inmaculado surgido en medio de los desperdicios, y en él el trabajo del fotógrafo americano adquiría todo su sabor. William Eggleston había captado, por medio de encuadres insólitos sobre temas descabellados, la quintaesencia de la ciudad, bruscamente singular en aquella serie de macros: pila de arena amarillo oro recortada sobre unos cielos insólitos de un turquesa virginal, contenedores-lego, indicadores plantados en el asfalto como símbolos mágicos, chicas de calendario anticuadas sobre un torniquete de postales; la industria pesada, el comercio marítimo, la naturaleza maltratada: una ironía de la mirada, curiosa y poética. Aunque solo fuera por aquellas imágenes, la borboteante hemoglobina de mi cuenta bancada no se había derramado en vano.
—¡Ah! —me dijo ella con cierto aire vengativo.
—¿Cómo que «Ah»?
—Tenías ganas de venir para estar conmigo, pero no te morías de ganas de ver la exposición, ¿me equivoco?
—Digamos que el placer de tu compañía supera el arte…
—¡Pero te mola!
—Me mola —afirmé en tono burlón, aunque fuera verdad.
Su lenguaje pulido, fruto de una buena educación, estaba salpicado de términos de adolescente de barrio, como una reivindicación inmadura de pertenencia a su época. «Molar» era su palabra preferida, pero le seguían de cerca «peñazo» y «colgado». Desde que trabajo como profe, el argot me parece mucho menos exótico en la boca de las chicas; de todas formas, hoy los términos que utilizaba Louison están pasados de moda, en realidad lo estaban ya en su época, ¡pero se mosquearía mucho si me lo oyera decir!
Después del arte, el aparte: nos instalamos en la playa de Malo provistos de bocatas y Coca-Cola. El día era espléndido y las familias comían al aire libre: neveras, cochecitos y sombrillas chillonas esparcidas como instalaciones en la gran extensión de arena blanca.
—Lástima que no haya traído el bañador —dijo Louison tomando el último bocado de pollo con ensalada.
—¿No tienes agallas para meterte a pelo?
—Podría hacerlo… Pero ¡menuda cara pondrías!
—Ya sé que piensas que soy un ser abominable sin la menor fantasía, pero ¡yo me lanzo! —salté, quitándome la camiseta—. Yo soy un tipo de playa: cuando veo el agua, es irresistible, no puedo contenerme.
—¡Un poco lo que te pasa conmigo, vaya!
—¡Chorradas! —respondí dándole un toque en aquel pelo rubio.
Acto seguido, acabé de desnudarme y Louison, picada, me imitó: se quitó los Levi's y la blusa de seda gris a la velocidad de la luz. Mis calzoncillos pasaron desapercibidos, en cambio en las nalgas de ella, aún bronceadas, se distinguía una indecente marca de bañador en un lado y otro del minúsculo tanga de blonda, y el noventa por ciento de las personas que poblaban la arena siguieron con la mirada el avance de aquel cuerpo escultural hacia el mar, incluyendo a mujeres y niños (el diez por ciento restante roncaba, con la cabeza cubierta por un sombrero, ajenos al espectáculo). Reprimí aquellos celos que ya me habían reportado tres semanas de castigo y empujé a Louison hacia el agua. La pillé en el agua helada, pero ella se escurrió de entre mis manos como un jaboncillo y se propuso dejarme atrás haciendo braza. La alcancé enseguida —a veces aún era un hombre— y empezamos a retozar peor que crios de cinco años, a hundirnos mutuamente, a darnos el pico y acabamos sin respiración. Como no teníamos toalla, nos secamos en la arena, abrazados mirando al cielo, como un par de Robinsones. El corazón me latía tan deprisa que creí que iba estallar.
«Retozar.» ¡Qué verbo tan ridículo! Fuera de contexto me recuerda las películas eróticas de los años setenta, los leones marinos, los anuncios de chocolate Kinder. Soy consciente de que el vocabulario que utilizo para hablar de ella es tan lamentable como yo lo era entonces: Louison me atontaba como una novela de Barbara Cartland.
Para refrescarnos, nos bebimos unas cuantas cervezas en una terraza frente al mar, bajo la copa blanca de las farolas con forma de hélice. Aquel día había sido muy desconcertante, y recuerdo haber pensado que Louison tenía razón: vivir de aquella forma, sin pensar, encontrar la aventura a una hora de París, no hacerse preguntas, aprovechar el día a día, las pequeñas cosas que aparecen, las que llegan por casualidad o las que se provocan… al fin y al cabo no era tan complicado. Me habría gustado decírselo, pero era incapaz de hablarle con franqueza, con lo que me había costado desde el principio esconderle mis sentimientos, incluso los más anodinos. De modo que, como siempre con ella, utilicé un sistema indirecto.
—¿Quieres que nos quedemos esta noche? —pregunté, envalentonado por las cervezas—. ¿Que busquemos un hotel y regresemos mañana?
—Cualquiera diría que te influyo, ¿eh?
—¿Qué respondes?
—Que es una buena idea. La única pega es que tengo que estar en París a las diez.
—Yo también, por la tarde doy clases.
—¡Chócala! —me dijo levantando la mano como una squaw, y yo la choqué.
Les Gens de Mer era un hotel años setenta que habría encantado a tía Zita. No quedaba lejos de la estación, tenía una vista interesante de la dársena del puerto y encima era de un Kitsch… En la fachada de hormigón blanco había dos hileras de puertaventanas con ángulos redondeados, y en la habitación que nos tocó había un estampado azul sintético desde el cubrecama hasta las cortinas. Apenas dentro, Louison abrió la ventana, se quitó el pantalón y me esperó con las manos agarradas al reborde, los muslos en tensión, el sexo abierto. La follé así, con el vientre contra su espalda, casi imperturbable ante aquel extraordinario vis a vis. El sol levaba anclas y en el cielo crecía una especie de aureola mientras los últimos rayos rojizos atravesaban las nubes. Estábamos excitados por lo remoto, aquella habitación desconocida, el baño en el mar, todo tenía un aire nuevo, incluso su cuerpo parecía haberse renovado, era más perfecto si cabe que el día anterior, con sal, con arena, tropical. Me agarraba a ella, a sus hombros, su nuca, su pelo, le acariciaba el vientre, los pequeños senos erectos bajo la blusa de seda que no se había quitado, redondos, palpitantes, pero entre la tela y la piel ya no sabía qué correspondía a qué, pues todo era suavidad, sudor y fiebre, y sin dejar de darme la espalda, me apretó las nalgas para que acelerara, para que llegara más al fondo, sus uñas pintadas de rojo penetraban en mi carne, dispuestas a infligir en ella una herida indeleble, la marca del demonio, se echó hacia delante, se arqueó un poco para hundirse más y dio con la cabeza contra el extremo del cristal, violentamente, unas cuantas veces, yo quise protegerle la frente con una mano pero se apartó, lo que quería eran los golpes, deseaba más fuerza, más profundidad, «al fondo del fondo, ven al fondo del fondo de mí», y el orgasmo que tuve aquel día no creo que vuelva a vivirlo nunca más.
No cenamos, no salimos de la habitación. La experiencia se repitió cuatro veces: sobre la mesa de imitación nogal, en la ducha de azulejos azul descolorido, en la misma moqueta áspera y, como colofón, en la cama; la esperanza irrisoria de dormir unas horas. Tenía la certeza absoluta y definitiva de haber descubierto el Amor, el que lógicamente no existe más que en los «cielos bajos y cargados» de los poetas fallecidos, el que la realidad no ofrece al común de los mortales, esa A en la que solo Hollywood es capaz de hacer creer, con gran acompañamiento de violines y guionistas pagados en exceso. No me atrevía a dormirme por miedo a gritar «Te quiero» una vez bajada la guardia por el cansancio y el absurdo delirio de un rabo saciado. Pues todo aquello no era más que jodienda, una larga e intensa jodienda sin sentido, pero la invitación de Louison a acompañarla me había parecido la señal irrefutable de que el virus ya se había metido en sus carnes, de que el «tramo de camino» acabaría siendo una larga autopista florida en dirección al Olimpo. Estaba muy equivocado: aquella escapada era el gesto de gracia concedido por un torero con escarpines dorados. Aún no lo sabía, pero su seno en mi boca era el último pitillo del condenado.