Nunca olvides que te quiero (29 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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2 de marzo, 15.13

Te ahorro porque tú también, sanseacabó, pronto entregarás el alma y será otra vez un suplicio sustituirte. Intento que R. comprenda que necesitaría cuadernos POR ADELANTADO, pero creo que le molesta que escriba tanto; debe de preguntarse qué horrores cuento sobre él. Menos mal que el escondite detrás del zócalo es realmente efectivo. Lo veo perfectamente: cuando está aquí busca con la mirada dónde podríais estar. No se atreve a registrar porque sabe que me lo tomaría muy mal y a pesar de todo me tiene cierto respeto. Pero a veces me da miedo que me apunte con el fusil en la cabeza para obligarme a sacaros. Cuando pienso en esa posibilidad se me humedecen las manos, se me acelera el corazón y tengo la impresión de que me sube por el gaznate como si fuera a escupirlo por la boca. Creo que si llegara la ocasión, dejaría que R. me disparara antes que entregaros.

Estoy indispuesta. No soporto estar indispuesta. Cuando pienso que va a ser así cada mes durante los próximos años… es algo que me hunde la moral hasta el fondo del fondo de las Converse. Ya sé que eso significa que puedo hacer bebés; pero como no salgo nunca de aquí, tendré que sufrir toda esta condena en vano. De modo que ayer me pasé el día en la cama, y también la mitad de hoy. Esta mañana, antes de ir a trabajar, R. me ha traído una bolsa de agua caliente, una cosa de goma roja que da calor en el vientre, y estoy un poco mejor. Por fin ha dejado de estar de morros y me ha prometido una salida el sábado si hace buen día (estamos a martes): ha dicho que haríamos «el mantenimiento primaveral» del jardín. De modo que… ¿no te hueles mi misión del 7 de marzo…? No creo que aguante mucho más.

El domingo, cuando comíamos el platito preparado por Mona (un pastel salado con aceitunas, no estaba mal), le pregunté si tenía el cacharro con el que se prepara la
raclette,
y a que no sabes qué: NO, evidentemente. Le he pedido que compre uno, pero ni me ha escuchado porque además pronto se acabará la temporada. ¿Sabes qué me dijo?

—Veremos en invierno.

¡Imagínate! ¡En invierno!

Si me quedo un año más en este sótano le quito el fusil y me vuelo el tarro.

7
de marzo, 18.42

Nada que señalar.

Ha llovido todo el día y eso que ni siquiera había ejecutado «La danza del copo». Estaba tan decepcionada, que R. me alquiló un DVD para animarme:
Gattaca,
se llamaba, porque había pedido ciencia ficción.

En esa peli te pueden seguir la pista con cualquier cosa: te rascas la cabeza y, hala, ya has dejado tu ADN. La acción tiene lugar en un mundo futurista donde unas personas y unos ordenadores deciden desde que naces si estás programado genéticamente para una gran carrera o de entrada eres una nulidad que solo servirá para hacer la limpieza (lo que, evidentemente, me parece una chorrada, pues «querer es poder» y nadie tiene derecho a decidir a partir de los criterios de tus cromosomas si eres un genio o un negado. En ese mundo, ¡Papy habría sido basurero!). La cosa va de un chaval catalogado como NULIDAD que quiere usurpar la identidad de otro catalogado como GENIO pues el genio, Jérôme, va en silla de ruedas y la nulidad genética, Vincent, sueña con ir al espacio. Para conseguir engañar a todo el mundo, los dos chicos tienen que echar mano de unas astucias demenciales: Jérôme tiene que conservar el pipí, la sangre y los cabellos en una nevera, y Vincent tiene que esparcir por su cuenta fibras y rastros de ADN de Jérôme. ¡Imagínate la bulla! La verdad es que es un mundo que realmente pone los pelos de punta. Lo que pasa es que si yo estuviera en Gattaca me habrían encontrado hace siglos porque con todas las escamas que pierde R., seguro que habría dejado huellas en alguna parte (y yo también, con ese pelo tan largo que tengo). En fin. Era una película súper, pero la cosa no me ha servido para avanzar en mi misión, tú ya me entiendes.

En fin, por lo menos he dejado de sangrar.

13 de marzo,
18.11

Hemos limpiado el Volvo negro con la manguera —¡una vez más!— y no he podido hacer nada, no he podido apartarme ni UN SEGUNDO del campo de visión de R.

No abandono: llevará el tiempo que lleve. Y tengo tiempo para dar y vender.

22 de marzo, 13.55

He vuelto a darle la barrila para que me trajera un cuaderno nuevo: tomo medidas profilácticas. Me angustia mucho pensar que te acabarás pronto, pues escribir en tu interior me ocupa las manos y el cerebro, y con ello evito darme golpes contra las paredes y girar sobre mí misma hasta perder el equilibrio.

(Ahora mismo esto ha vuelto con más intensidad. Prefiero no hablarte mucho de ello, no quiero revolearme en el malestar como un cerdo en el fango, ya me entiendes. No creo que la complacencia pueda ayudarme.)

Ante la duda, dada su racanería y su cabezonería, intentaré no contarte muchas cosas inútiles. He recuperado
Crimen y castigo
de la biblioteca; ya estoy terminando con la maldita biblioteca, y después de
El Horla,
que es el último libro de la casa, tendré que volver a ver cómo consigo que R. se rasque el bolsillo, pero como este es un tocho considerable, me ocupará un tiempo.

En cuanto acceda a alguna información digna de este nombre, te digo algo.

8 de mayo, 16.14

Cuidado, agárrate bien.

a) NO HAY trampas.

b) El portal de delante está cerrado con llave y tiene unas púas espantosas, pero no es infranqueable. TAMPOCO está electrificado.

c) Hay casas a la derecha, a la izquierda y enfrente. Pero la de R. está rodeada de árboles y arbustos muy tupidos, la gente no puede vernos desde fuera, y menos a mí, que no llego al metro sesenta y no tengo zancos.

d) Efectivamente hay una alarma y también una cámara de vigilancia. 1- R. la conecta por la noche. 2- Cuando se va de la casa. 3- Cuando estoy arriba con él. Aunque consiguiera encontrar la manera de mantener mi cuarto abierto, la alarma se dispararía. De modo que de noche no vale la pena: R. me pescaría antes de que hubiera dado tres pasos. ¿Y de día, cuando trabaja…? A eso se le llama: ruleta rusa. Puede que todo el sistema esté conectado a una empresa de seguridad o a la policía (en este país funciona así) y aparecería gente a rescatarme. Pero como R. entiende de electrónica, es probable que haya conectado todo el tejemaneje a su móvil y, de ser así, en un minuto de cronómetro estaría ahí para dispararme con su gran fusil.

e) Tengo unas revelaciones INCREÍBLES que hacerte.

f) Estoy acuartelada durante un tiempo indeterminado.

Así pues, trabajábamos en el jardín.

El problema es que en esta ocasión R. ha venido con su fusil, sin duda por la que monté la noche que cumplí catorce años: desde entonces vuelve a desconfiar de mí. Bebí demasiado champán y me provocó un efecto raro: de un manotazo mandé a tomar viento toda su colección de coches en miniatura y los pisoteé como una posesa. Pensé que se pondría a llorar, fue algo tan lamentable que acabé por dejarlo. Durante el último tiempo había estado muy tranquila, aunque seguía diciéndole cosas desagradables (que por otro lado no es que sean desagradables, son simplemente la VERDAD) y seguro que le chocó mucho verme tan violenta. En fin, lo que sea, pero hoy ha traído el fusil. En realidad no lo llevaba encima: estaba contra la pared de la casa. Con eso basta.

Enseguida comprenderás por qué de esa crisis de nervios de mi cumpleaños me arrepiento tanto que me dan ganas de morderme las uñas hasta arrancarme la mano. Claro que no podía prever lo que ocurriría, pero me da tanta rabia que sería capaz de matarme, ¡te lo juro! He vuelto a darme golpes contra las paredes para castigarme, y ahora, escribiendo en tu interior, me duele que te cagas.

Yo arrancaba las malas hierbas en cuclillas en el patio y R. rastrillaba la parte donde está la grava con la minuciosidad de alguien decidido a que un vertedero público acabe pareciéndose a un jardín zen. Me daba la espalda, pero no sabía cómo montármelo para desaparecer. Pedí ir al lavabo, pero evidentemente quiso acompañarme sin posible negociación. Luego se me ocurrió simular un mareo o incluso hacerme una herida de verdad, como cortarme con unas tijeras de podar o algo con la esperanza de que iría a buscar algún remedio y me dejaría sola, pero hay que reconocer que como plan no tenía muchas posibilidades de funcionar. Pensaba, pensaba, pensaba hasta casi romperme la sesera, cuando de pronto LLAMARON AL PORTAL.

Eso no pasa nunca. Si R. me deja salir es porque sabe que no espera a nadie, ni siquiera una llamada. Era sábado, las tres de la tarde: no había ninguna razón para que llamaran al portal, pues R. no tiene un solo amigo en todo el planeta. Se quedó tieso como una estatua, dejó de rastrillar, con el mango hacia arriba, y se llevó un dedo a los labios mientras me lanzaba una mirada de las que te ponen la carne de gallina. Nos quedamos así, simulando que no estábamos allí. Pero al otro lado de la casa resonó la voz de una señora.

—¡Rémy! ¡Rémy! ¡Soy Mariette! ¿Me oyes, Rémy?

Por espacio de un segundo me planteé lo de pedir socorro, pero R. miró el fusil, luego a mí, luego el fusil y no me atreví a hacer nada. ¡La jeta que puso al oír su nombre! Estaba aterrorizado, se veía. Seguía haciendo como si nada, pero Mariette es una tipa de las de erre que erre.

—¡Rémy! ¡Sé que estás ahí, te he visto entrar! ¡Abre de una vez! ¡Te traigo el platito! ¡Rémy!

R. cogió el fusil y lo apuntó hacia mí. Me dio tanto miedo que solté un pequeño grito reflejo.

—¿Rémy? ¿Qué ha sido eso? ¿Estás enfermo? ¿Quieres que llame a un médico?

—¡Tranquila, ya voy! —gritó por fin R. mirando hacia el portal.

Luego añadió, bajito, entre dientes, como si escupiera: «La puta vieja de los cojones».

Era la primera vez que le oía decir una palabrota, ¡y encima dos seguidas! Me amenazó con el dedo y enfiló la senda para dar la vuelta a la casa sin abandonar el fusil. Por un segundo temí que quisiera disparar contra la señora, de modo que le seguí poco a poco, procurando que la grava no crujiera, pero dejó el fusil en un rincón. Me escondí en el ángulo de la pared y ahí, por primera vez, vi la parte frontal de la casa. La puerta por donde entramos y salimos al jardín es la de atrás, y cuando estoy en el salón, las cortinas del ventanal están siempre corridas.

R. abrió el portal y apareció una abuelita muy peripuesta con un conjunto rosa chicle y un tul blanco en la cabeza, parecía realmente un pastelito de nata. Llevaba en la mano un plato tapado con papel de aluminio.

—Vamos a ver, ¿qué demonios hacías, jovencito? —preguntó la señora en tono amable aunque un poco irritada—. ¿Tú crees que tengo que desgañitarme a mis años?

—Disculpe, estaba en el excusado.

—¡Huy!

Mariette se puso la mano delante de la boca, como para detener una carcajada, pero a R. aquello no le hacía ninguna gracia: se apoyaba ahora en un pie, luego en otro, como si realmente necesitara ir al «excusado».

—No es el día, Mariette… —dijo en un tono bastante impaciente—. No es domingo…

—¡Pero ya lo sabes! Mañana bautizamos a Jojo, ¡te lo repetí el domingo pasado! No quería dejarte sin nada. A tu mamá, que en paz descanse, ¡no le habría gustado que a su hijito le faltara la comida casera!

—Qué amable es usted, Mariette, no tenía que molestarse —dijo él tendiendo la mano.

—Son patatas al gratén, muy doradas, como a ti te gustan.

—Gracias.

R. cogió el plato y se dispuso a cerrar el portal, pero la abuelita pasó el brazo por el espacio entreabierto.

—¡Un momento, un momento! Pero ¿qué te pasa hoy? Tengo que llevarme los dos moldes que me dejé en tu casa, tengo que hacer pasteles para mañana y estoy sin cacharros.

R. se volvió hacia mí, pero yo retrocedí rápidamente y no me vio. Estaba rojo amapola y sudaba por un tubo, y eso que no hacía calor. Mariette aprovechó para meterse en el patio: se puso de puntillas como una jovencita y acercó su mano a la frente de R.

—¿Qué es eso? ¿Tienes fiebre o qué?

R. retrocedió bruscamente mientras negaba con la cabeza y repetía:

—No, estoy bien, estoy bien, estoy bien. Mire, Mariette, se los llevo a casa después, ¿vale?

—¿Qué te pasa, hijito? ¿No te acabo de decir que necesito los cacharros? Mañana nos vamos de madrugada y he de tener listos los pasteles. ¿Qué es eso tan urgente que tienes que hacer?

Cada vez se la veía más intrigada, y la camisa de R. se iba empapando por momentos. Echaba ojeadas hacia atrás para ver dónde estaba yo y asegurarse de que no apareciera. La abuelita empezó a mirar hacia la casa forzando los ojos como si fueran gomas elásticas.

—¿Qué pasa, Rémy? ¿No estás solo?

Yo cogí el fusil que estaba contra la pared sin dejar mi escondite. No sé muy bien qué pensaba hacer con él, pero de repente me pareció una buena idea.

—Muy bien —dijo R., con aire enojado—. ¡Voy a buscar sus cacharros!

Vaciló, volvió de nuevo la cabeza hacia donde estaba yo, dudó otra vez y por fin dijo algo más amable:

—Acompáñeme.

He tenido un segundo de esperanza, pero volvió a cerrar el portal con llave. Cogió a la viejecita del brazo, como un chico bueno y servicial, y se fueron adentro. Probablemente pensaba que si la dejaba sola fuera, yo podía a asaltarla para que me ayudara. Mientras que si se la llevaba, yo no me atrevería a intentar nada porque la podía utilizar como rehén. El fusil lo tenía yo, pero Mariette es una señora muy mayor y la podía matar con cualquier objeto, incluso con un coche en miniatura espachurrado. (Ya ves, a veces consigo hasta ponerme en su piel: tengo miedo de que eso signifique que yo también empiezo a estar pirada… O bien que voy a convertirme en
profiler
y que trabajaré para el FBI, ¡lo que sería superchachi! En fin.) Así que no me lancé por las bravas porque me daba demasiado miedo que hiciera daño a la abuelita. Me quedé el fusil «por si acaso», me lo puse en bandolera y corrí hacia el portal. Nadie había saltado por una mina antipersonal y no creo que sea algo que pueda accionarse a distancia. Miré bien a uno y otro lado, hasta el fondo de la hiedra, y no vi ningún sistema de arcos, de flechas ni nada que se le pareciera. ¡No te cuento lo cagada que estaba de todas formas! Luego toqué con la punta de los dedos la reja: no pasó nada, y eso que R. siempre me había contado que la electrificación era PERMANENTE. Trepé por el portal y vi la calle, una callejuela limpita con casas nuevas, lástima que estuviera desierta. Incluso había un triciclo azul metalizado en el jardín de enfrente, y aquel triciclo, no sé cómo expresarlo, me hundió la moral hasta el fondo del fondo de las Converse. Luego oí la voz de Mariette: bajé deprisa y me apalanqué otra vez en el ángulo de la casa.

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