21 de enero, 15.11
Eh, eh.
Piensa que la chica que te habla ahora lleva unas Converse negras, con suela blanca, puntera de goma, número 37, GB 4, EE.UU. 6, perfectamente perfectas. Acabo de escribir «S.U.» en boli Bic rojo en la suela, recuerdo de los viejos tiempos, y los vaqueros quedan tan bien con ellas que ni parecen tan grandes (puede que haya ganado algún kilo, ya que el dragón dietista ha hecho gala de algún gesto de generosidad en el campo del chocolate en estas fiestas).
R. me las ha traído con la comida al mediodía. Cuando ha soltado con una sonrisa estilo banana split: «¡Ha pasado el cartero!», no he abierto la boca en relación con la recogida del paquete porque a) es totalmente inútil + b) estaba tan contenta que no tenía ganas de montar películas. Sigo llamándole R.; hay menos riesgo de que meta la gamba si no me acostumbro a llamarle Rémy, tampoco en tu interior. Además, Rémy no le pega ni con cola. En mi clase había uno (pero con i), y el tal Rémy era pequeñito, siempre estaba exaltado, no paraba de gastar bromas a diestro y siniestro, hasta tal punto que todas las semanas terminaba en el despacho del director, del que salía con horas de castigo; así que para mí ese nombre es sinónimo de Humor y Cachondeo, y esa no es PRECISAMENTE la principal característica de R., no sé si me entiendes. Lo único que le pega un poco es el (do) re mi (fa sol), pues le gusta tanto la música clásica… Pero bueno. Dado que R. sigue adelante a pesar de sus trolas, vamos a dejarlo en R. En dos años y medio me he acostumbrado, qué le vamos a hacer, como diría mamá.
Así pues, R. me dijo que según las informaciones meteorológicas iba a nevar pronto y me prometió que cuando hubiera suficiente nieve para hacer un muñeco en el jardín podría salir (se diría que mi poesía le atormenta, lo que me parece positivo). Así que, con las Converse en los pies, la guitarra sobre el pecho, los vaqueros en las nalgas y el iPod en las orejas, representé delante del espejo lo que bauticé como «La danza del copo». Una especie de coreografía de lo más moderno que funciona a la perfección con un fragmento de PJ Harvey que tengo en la
play list,
ya que Amélie lo puso cuando cumplió treinta años y me chifló. «Kamikaze», se llama. Es una canción que te lleva a saltar como un enano y que va acelerándose por momentos, lo que me encanta. Además, habla de zona de guerra, de ejércitos de kamikazes cabalgando sobre caballos salvajes y de miles de naves espaciales en las galaxias (y en realidad puede que también de sexo, pero no estoy muy segura, ya que todavía no he conseguido un Harrap's aunque reclame, reclame y reclame, y que aparte de las caricias que me hago yo sola, chitón, no estoy muy puesta en el tema… No me atrevo a hablarte de esto por lo que le pasó al Cuaderno Burbuja. Yo no tengo nada de kamikaze. En fin). Como mínimo, «La danza del copo» te desahoga. No sé si funcionará para que la nieve caiga más deprisa, pero en todo caso con ella hago ejercicio, ya que cada vez acabo empapada de sudor.
Mi nuevo calendario lo compró R. en Navidades a los bomberos que pasan por las casas felicitando el Año Nuevo. Arriba tiene una foto de un cocker recién nacido en una cesta de mimbre, tumbado sobre unos cojines de terciopelo rojo. Me parece una imagen de lo más deprimente, además de fea. Pero bueno, mientras tenga las fechas… Aparte de esto, nada nuevo que no sea lo de que acabo de dar con la palabra «Raclette» en mi lectura de la enciclopedia, ¡y cuánto me apetece ahora una! Tengo que preguntar a R. si tiene el utensilio para prepararla, aunque creo que es un plato demasiado lúdico para él. Después paso unas páginas y encuentro «Raptar».
Raptar. V.tr.
Secuestrar, retener a alguien contra su voluntad, por lo general con el fin de conseguir un rescate.
En cierto modo es lo que ha hecho R.,pero intenta hacerme tragar que soy su «inquilina», su «visitante», como si yo hubiera escogido estar aquí, como si me hubiera prestado «voluntaria» para ser su amiga. ¡De voluntaria nada! Me siento como los chicos a los que envían para que les disparen en la guerra e intentan hacerles tragar que es eso lo que desean. Pero resulta que conmigo eso no cuela. Aunque sea amable con R., aunque R. sea amable conmigo, sé perfectamente que soy su prisionera y, haga lo que haga, ESTO no lo olvidaré nunca. Ya no le odio, ya no me da miedo, lo único que me da es lástima.
No creo que sea este el sentimiento que él quería inspirar en mí.
9 de febrero, 22.32
¡Hoy he «muñecodenieveado»! (Como conozco casi todas las palabras del diccionario, invento algunas, no te molestes.) R. me ha prestado unos guantes de jardinería y he hecho un muñeco ENORME en el patio. Todavía nevaba y los copos caían sobre mi cabeza como pequeñas plumas de pájaro blanco. Me he puesto las botas de agua porque no quería martirizar las Converse nuevas y he estado fuera por lo menos dos horas tomando bocanadas de oxígeno grandes como globos aerostáticos. Era la primera vez en tres años que veía la nieve, y me han dado ganas de gritar, de cantar, pero evidentemente eso habría significado:
Back to prison
sin pasar por la casilla de salida.
Me he contentado, pues, con hacer mi escultura, a la que he bautizado como sir Stanley, ¡sobre todo cuando le he colocado la zanahoria en el lugar de la nariz! R. me ha dado un par de trozos de carbón para los ojos y le he hecho la boca con una ramita (aunque Stanislas tenga los labios carnosos, casi como los de una chica), y ha quedado tan bien que lo ha fotografiado y me ha prometido que imprimiría la foto (lo que significa que tiene un ordenador en alguna parte, lo que pasa es que no sé dónde). Me ha dado miedo que quisiera hacerme una foto a mí, pues nunca había oído hablar de esa cámara, pero no. Podría ser que me hubiera fotografiado a mis espaldas, aunque no lo creo, por su paranoia: ¡serían pruebas! Las primeras veces que subí a la casa me preguntaba por qué me seguía con un trapo e iba limpiándolo todo detrás de mí como si yo fuera un perrito asqueroso. Hoy he entendido que borra mis huellas.
Cuando realmente he tenido demasiado frío, hemos entrado en la casa y R. ha preparado chocolate a la taza. Lo hemos tomado en el salón mientras veíamos un documental sobre Japón que yo le había pedido que me grabara. Allí hay unos jóvenes que están pirados, les llaman los
hikikomori
(término que en japonés significa «encerrarse», tal como explicaba el señor que hacía los comentarios): un buen día deciden POR VOLUNTAD PROPIA encerrarse en una habitación de la casa ¡y no salir más! Me ha dejado pasmada. Se veía a esos chicos (sobre todo son chicos, aunque también hay chicas, pero eso ya es más raro) que duermen todo el día, comen cualquier cosa, dejan que la basura se acumule a su alrededor y se pasan la noche jugando con videojuegos, leyendo mangas, haciéndose caricias reprensibles según R. y viendo vídeos guarros en internet. ¡Me gustaría preguntar a Hikari qué piensa de esto! Según el señor del documental, estos jóvenes son víctimas «de un malestar creado por la sociedad de consumo, la desaparición de la idea de familia, las condiciones de trabajo cada vez más precarias, la angustia del paro después de una formación de una gran competitividad que no deja nada al azar, en manos de la iniciativa personal y la creatividad». De modo que deciden vivir una regresión para detener el tiempo, huir de las responsabilidades de la vida de adulto; y a veces la regresión va tan lejos que se convierten casi en animales, atacan a sus padres cuando quieren entrar en su habitación, comen con los dedos y se revuelcan en sus excrementos (¡en los casos extremos, claro!), imagínate. También los llaman los
nolife,
ya que el fenómeno se ha exportado a todos los países muy industrializados, incluso a Francia por lo que parece.
Hum… ¡Yo no he preguntado nada!
«En Japón se han registrado casos en los que el aislamiento ha durado doce años», decía el señor del documental con voz de ultratumba.
He mirado a R. y le he dicho:
—Supongo que no me tendrá aquí doce años, ¿verdad?
—¿Como? ¿Quieres una videoconsola?
—¡No bromee!
—Precisamente te tengo aquí para que nunca te conviertas en algo así. Esos, a fuerza de exigirles que sean los mejores, que trabajen como máquinas, que ganen un porrón de dinero para comprar aún más cosas… ya ves el resultado.
—O sea que todo lo hace por mi bien.
—Exactamente.
—Sí. Lo único es que yo no he decidido encerrarme en un sótano y no ver nunca a nadie. Además, a mí me encanta la escuela, tengo una familia súper y soy muy creativa. ¿Le he hablado de mis sombreros?
—¿Sigues sin querer tutearme?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por lo de siempre.
—Qué testaruda eres, Madison…
—¡Quizá por eso hago sombreros!
Creo que no lo ha entendido, así que he levantado la mirada hacia el cielo.
—Testaruda… Testa… Sombrero.
You see?
—Ah,sí.
Very…funny.
En estas, el padre de un
hikikotnori
ha explicado en la televisión LCD que durante tres años tuvo que llevar a su hijo todos los sábados a jugar al fútbol a un descampado desierto por la noche porque el chico no quería ver a nadie. Aquel señor debilucho lloraba a lágrima viva y detrás de él se veía una habitación que parecía una guarida, en la que el hijo estaba sentado con las piernas cruzadas, en calzoncillos, sobre la cama deshecha, con una mirada increíblemente vacía, sujetando un mando a distancia. A eso se le llama PENOSO. Y en voz alta he dicho:
—¡Penoso!
—No a todo el mundo le resulta fácil tener amigos —ha respondido R. con aire siniestro—.A veces, quedarte solo en la habitación evita problemas.
—¿Usted no tenía colegas cuando iba a la escuela?
—Los otros también me consideraban penoso.
—No era usted —dije bromeando—, ¡era su vestimenta! El peto y el jersey de cuello alto amarillo es un
look
especialmente especial. Una cosa, ¿su madre no tendrá algún problema con el amarillo? ¡En esta choza hay mogollón de amarillo!
—¿No te gusta mi decoración?
—No es su decoración, es la de Mona. Se ve a la legua. Es cursi, es feo y es hortera, como la casa de todas las abuelitas. Lo único suyo es la tele, el aparato de música, los discos… y los coches en miniatura, allí.
Ha seguido mi mirada hasta la biblioteca, donde tiene esos pequeños automóviles perfectamente colocados al tresbolillo, expuestos como si cada uno valiera un millón de dólares.
—Eres perspicaz.
—Cuando no tienes nada que hacer, algunos sentidos se desarrollan más, no sé si me entiende… Me he fijado en mogollón de cosas así.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, que usted tiene que llamarse Lunel, como su madre, ya que su padre se largó cuando usted era un bebé. Otra cosa: que no se lo pasó muy bien en su infancia, estoy segura de que Mona nunca le dejaba salir. Así que se acostumbró a vivir encerrado y por eso no le parece grave lo que me hace a mí. Además, trabaja en una empresa que tiene algo que ver con la electrónica, los electrodomésticos, la electricidad o algo así, por eso tiene tanto arte en montar trampas, acondicionar sótanos y poner alarmas. Está increíblemente solo en el mundo, cree que nadie le quiere y pensó que si raptaba a una niña podría conseguir que esta fuera como usted deseara. Lo que pasa es que las niñas se hacen mayores y para que su plan funcionara tenía que haber elegido a un niño de pecho.
R. estaba superpálido, ¡si lo hubieras visto, parecía la luna!
—Tendrías que hacerte loquera —ha murmurado entre dientes—. ¡Es curioso cómo comprendes a la gente!
—No, precisamente, jamás podría comprenderle. Y no se puede querer a una persona si se es incapaz de comprenderla o de ponerse en su piel. A eso se le llama «empatia», ¿entiende? Yo no quiero ponerme en su piel porque lo que ha hecho, me refiero a secuestrarme, ¡me supera del todo! Y usted tampoco podrá comprenderme nunca porque nunca ha sido una niña de catorce años. Ya ve, no hay nada que hacer. Es una historia perdida de antemano. Y creo que ha llegado el momento de acabar de una vez. Antes de que yo sea como esos —he dicho señalando la tele—, antes de que me convierta en un lobezno rabioso que le coma la mano.
R. estaba completamente paralizado. Tenía la boca abierta y su cara parecía haberse combado como el cartón cuando se deja toda la noche bajo la lluvia. Puesto que el documental había terminado, he cogido el mando a distancia de la mesita y he apagado el televisor. Me he levantado, he ido hasta la puerta que da al sótano y he dicho:
—Buenas noches.
He pasado la puerta y la he cerrado. Creía que R. se acercaría para abrirla, pero no. Luego he bajado sola, a oscuras, he seguido el pasillo a tientas (¡a ver si con todas sus técnicas no podía haber colocado una luz allí!), he ido hasta mi cuarto, he levantado la gruesa barra de metal, he entrado… y aquí estoy.
Me he autoencerrado. He hecho mi
hikikomori.
Porque a R. no le gustan los golpes de efecto, los odia.
Unos minutos más tarde, he oído deslizarse la barra metálica en la puerta.
14 de febrero 00.00 en punto
No consigo dormir, es infernal.
R. me esquiva, casi no lo veo. Me trae comida dos veces al día, pero no dice ni una palabra y se marcha al instante.
Me siento horriblemente abandonada.
Además, hoy es San Valentín y pienso en Stanislas. Pronto cumpliré catorce años, y él, veinticuatro (el 16 de mayo) .Y eso no nos rejuvenece, como decía Amélie. Ya sé que San Valentín es una fiesta horripilante inventada por los grandes almacenes, los restaurantes, los floristas y los pasteleros para que la gente se gaste todo el dinero (uno de los caballos de batalla de papá, ¡San Valentín!), pero no sé, me habría gustado celebrarlo un día… Pensaba que R. haría algo teniendo en cuenta que le gusta tanto desear no sé qué y no sé cuántos, pero está realmente enojado conmigo desde que le solté cuatro verdades. No me arrepiento de haberlo hecho, porque DE VERDAD que estoy hasta la coronilla de este espanto. Quería que entendiera que no soy perfecta, que no soy la niñita perfecta que inventó en su sueño de chalado y que soy demasiado astuta para dejarme amaestrar como un caniche enano. Mierda, de verdad. De todas formas, está decidido: la próxima vez que vaya fuera me espabilaré para pasar a la parte de delante de la casa y poder estudiar sus historias de trampas y echar un vistazo al sitio. Encontraré la manera de escabullirme treinta segundos, y además en estos días no coge nunca el fusil porque soy buena y dócil como una alfombrilla de cama. NUNCA me dejará marchar, eso está clarísimo, ya he dejado de soñar: soy lo único interesante que hay en su asquerosa existencia, y si no me tuviera ahí, solo le quedaría la opción de meterse el fusil en la boca y volarse los sesos. Puede que no lo hiciera por su madre, pero en todo caso, sin mí, ya no tendría razón para vivir. Quien está desesperado hasta ese punto, no deja escapar la única cosa quelo mantiene vivo (¡aunque yo no sea una cosa, sino una adolescente con corazón, pulmones y sentimientos!).