Objetivo faro de Alejandría (3 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Caleb sintió una arcada, y alargó las manos hacia aquella evanescente visión que acababa de presenciar; vio entonces que sus dedos rasgaban una cascada de burbujas, procedentes de su propia garganta. ¡Había escupido la boquilla! El mundo comenzaba a oscurecerse, y su boca se llenaba de agua hedionda.

Durante muchos años, Caleb había tratado de evitar hacer uso de sus poderes por miedo a las visiones que traían consigo: aquellas escenas horribles en las que podía ver una jaula de metal perdida en las montañas, y unas manos escuálidas despuntando entre los barrotes de los que también surgían llantos, lamentos y gritos de auxilio. Aquellas visiones eran la cara sensible de un talento que Caleb no podía controlar, rebosante de imágenes, sonidos y olores. Un don que jamás hubiera querido tener.

Una maldición.

Pero hoy era diferente. Lo que acababa de ver era completamente novedoso: una visión tan original como inesperada. Lo malo es que sería la última a la que asistiese en su vida. Entonces regresó, y…

… Demetrius susurra: «Es una maravilla». Arrastrando los pies, rodea a dos esclavos que se afanan en pulir un tritón de mármol, mientras emerge de un ascensor hidráulico, un elevador impulsado por agua que les ha permitido subir las tres plantas en menos de un minuto. Sube entonces los peldaños que conducen al muro sur de la terraza. Con la boca abierta, contempla el paisaje que le rodea: los dos puertos idénticos que se extienden allá abajo, el Heptastadion que conecta la península con la isla de Faros, los cientos de barcos multicolores que salpican el mar y los botes anclados en los muelles, la ancha faja del magnífico Palacio Imperial, y tras este, el gimnasio, el templo de Serapis… y más allá, los brillantes muros y columnas y el dorado domo del museo. En el interior de sus muros se encuentra la biblioteca y el mausoleo de Alejandro, a quien Ptolomeo enterró allí, estableciendo así una conexión directa con su leyenda.

—Es increíble ver todo esto desde aquí.

Su mirada sigue la calle de Canopus desde la Puerta de la Luna, emplazada junto al mar, por toda Alejandría, hasta llegar a la Puerta del Sol, paralela al canal que conecta con el Nilo, y luego, recorriendo las arenas, la niebla y el polvo del desierto, dirige la mirada a Menfis y al alto Egipto. El fiero cielo de color cobalto que los arropa engulle todo lo demás, hasta que un inquietante mar turquesa se alza en el horizonte y devora todo cuanto hay más allá. Por encima de las ondas azul oscuro, la sombra del Faro se alarga hacia el este como un marcapáginas que dejase su huella sobre la naturaleza, al igual que se grabará en la consciencia del hombre durante los siguientes milenios.

—¿Qué decías?

Demetrius inhala enormes bocanadas de aire y, lentamente, retrocede desde el borde.

Sostratus le toma del brazo y lo conduce al interior de la aguja, hasta la escalera que, a lo largo de los siguientes quince metros, se desdobla en dos espirales gemelas.

—Hablaba de lo transitorio y lo efímero, y acerca de un futuro que está más allá de la visión de los oráculos.

—Si incluso los dioses son incapaces de verlo, ¿qué debemos temer, entonces?

—Lo desconocido.

Sostratus habla mientras los dos amigos emprenden la misma ascensión que aquel ha hecho entre tres y cuatro veces por día durante los últimos tres años. Su amigo, desacostumbrado como está al ejercicio necesario para realizar tal ascenso, precisa de un descanso.

—¿Debemos seguir subiendo hasta arriba?

—Quiero mostrarte algo antes de que volvamos a los pisos inferiores, al auténtico vientre de la tierra, pues sólo de esa manera podré explicarte el verdadero motivo de que estés aquí.

Demetrius le mira de hito en hito:

—¿Cómo? ¿No era por las vistas?

—No exactamente. Venga, casi hemos llegado.

Caleb regresó de una sacudida al presente, donde todavía pugnaba contra las salobres aguas heladas que llenaban sus pulmones. Gritó, o intentó hacerlo, apenas consciente de la figura que nadaba hacia él. La oscuridad se fue suavizando hasta desaparecer por completo bajo la brillante luz del día, momento en que una presencia familiar, vestida con una túnica blanca…

… emerge sola en lo alto. Sostratus sube al interior de la «linterna», una cúpula de casi cinco metros de ancho, donde cuatro columnas de mármol, engastadas de extrañas joyas y tachonadas de adornos en oro, sostienen un techo oval a tres metros de altura. En el centro del suelo, el brasero, ahora vacío, aguarda su sagrado empeño de alertar y guiar mansamente a los barcos que se adentran en su puerto, salvándolos de encallar en sus letales bancos de cieno, bajíos y arrecifes que durante tantos siglos han sido la pesadilla de los navegantes. Así, los marinos se verán orientados por el fuego durante la noche y por el humo durante el día, un humo cuyos negros penachos habrán de ser visibles incluso antes de que la torre haga su aparición en el horizonte.

Un rumor a su espalda le hace sonreír. Demetrius asoma finalmente por la trampilla, cogiéndose de un costado y respirando entre resuellos. Se sienta en el último peldaño y mira a su alrededor, mientras se enjuga las gruesas gotas de sudor que se derraman por su frente.

—No creo que me atreva a mirar desde la baranda. Quizá otro día…

—Lo entiendo perfectamente. Pero ven —hace un gesto a Demetrius para que se incorpore—, observa estos autómatas. —Unas enormes estatuas, que duplican el tamaño de un hombre, se alzan en tres de las esquinas de la plataforma—. Estoy seguro de que conoces los diseños de Herón y sus invenciones, bosquejadas en la Pneumática.

Demetrius asiente, aun cuando sólo ha tenido tiempo para echar un vistazo a la obra de Herón antes de que otros eruditos, incluido Hiparcus, se la arrebataran para enzarzarse en el estudio de sus páginas y discutir con su autor los principios de la hidráulica y la termodinámica.

—Esta de aquí —dice Sostratus, señalando una musculosa estatua, semejante a Hermes, cuyo brazo doblado alarga un dedo— fue diseñada con la ayuda de Aristarco, astrónomo residente en la biblioteca. Sigue el rumbo diario del sol, trazando con toda precisión su paso y hasta mudando con las estaciones. Esa de allí —señala hacia el borde este, donde una doncella vestida con una túnica y cubierta por un baño de plata mira hacia el Palacio Imperial y se inclina hacia delante, con las manos haciendo bocina alrededor de su boca—, lanza el aviso de la presencia de naves hostiles si los vigías accionan esta palanca. La ciudad al completo podría movilizarse horas antes de que los barcos invasores pudieran ser vistos desde la orilla.

Demetrius murmura algo que se pierde en el viento, y luego se pone en pie.

—¿Y esa última de allí?

Sostratus ríe:

—Un simple truco de magia. Marca las horas del día. Pero de lo que más orgulloso estoy es de esto…

Alza entonces una pesada trampilla y la libera de sus goznes, lo que desencadena una bocanada de aire frío que abandona la aguja y se entremezcla a los restantes vientos que azotan las colinas y los tejados de Alejandría.

—El gran espejo.

Demetrius no puede por menos que reprimir un grito de asombro al ver la inmensa hoja circular de vidrio pulido adherida a una gruesa lámina de metal. Al mirar su superficie contempla su propio reflejo, pero a una escala reducida.

—Esta lente está maravillosamente pulida —dice Sostratus, esbozando una nueva sonrisa—. Durante la noche podrá emplear a conveniencia el fuego de la almenara, enviando una señal luminosa al mar para guiar a los barcos, o, en el peor de los casos, puede aprovechar los rayos del sol y convertirlos en fuego.

—Por la sangre de Apolo —susurra Demetrius, con las manos envueltas en temblores—. ¿Y puedes moverla? ¿Dirigirla?

—En efecto, tal cosa estará entre nuestras capacidades. Una vez la montemos en la mano extendida de Poseidón, controlaremos la estatua por medio de palancas y engranajes.

—Es fantástico… —involuntariamente, Demetrius echa la vista abajo, y su vista se detiene en la pequeña cúpula de su biblioteca—. Así pues, amigo mío, ¿para qué me has pedido venir, si no era para disfrutar de la envidiable experiencia de ser el primero en visitar la torre?

Sostratus da la espalda a su invitado y contempla el mar, con los brazos cruzados:

—Esto no era más que un preludio, a fin de que puedas comprender cuán prodigiosas son las herramientas defensivas de la torre, la solidez de su construcción, de qué modo la he construido para soportar los elementos y la cólera de la propia tierra.

—Bien, pues ya he sido testigo de todo ello. ¿Con qué propósito?

Sostratus tose.

—¿Sabes lo que dijo el sumo sacerdote de Menfis cuando la procesión que asistía a los funerales de Alejandro atravesó la ciudad?

—No.

—Dijo: «No lo enterréis aquí, pues allí donde descanse este hombre perdurarán la guerra y los conflictos».

Demetrius guarda silencio, y se limita a escuchar el rumor del viento que azota sus ropajes.

—Lo lamento, amigo mío, pero no soy capaz de adivinar qué tiene todo esto que ver conmigo. Comprendo el temor que sientes a una posible guerra, y entiendo también que este faro ha sido diseñado con un propósito mayor que el de conceder una luz a los barcos, pero…

Sostratus se vuelve abruptamente sobre sus talones:

—Acompáñame al piso inferior, y luego más abajo, más allá de los ingenios hidráulicos, a través de los túneles que se enroscan bajo el puerto. Allí te mostraré la verdadera función de esta torre.

—¿Pero por qué yo? —pregunta Demetrius, esforzándose en mantener el paso una vez que Sostratus ha emprendido el descenso. De inmediato, se siente reconfortado al comprobar que el descenso resulta infinitamente más cómodo que la subida.

—Paciencia, amigo mío. Estás a punto de saberlo… —Sostratus abre el camino, y ambos descienden en silencio, desplazándose en círculos cada vez más profundos a cada nueva revuelta de las escaleras—. Y antes de que veas la cámara que albergará el mayor tesoro jamás reunido, tengo que pedirte una cosa: que prometas guardar el secreto con tu propia vida.

Caleb vio todo aquello en un fogonazo, como si el tiempo hubiera detenido de golpe su marcha, permitiéndole a su mente procesar las visiones hilo a hilo, pero dotándolas de todo el significado y la claridad de una experiencia vivida.

De pronto, sin embargo, la visión desapareció, y cada cosa recuperó su lugar en el mundo.

El agua lo devolvió a la realidad. Las burbujas, las corrientes, la boquilla que se agitaba en las espirales de lodo que levantaban sus tambaleantes pies… La cabeza de la estatua cayó de sus manos. Y entonces sintió otras manos rodeándole, sosteniéndole, introduciéndole una boquilla entre los labios. El ahogo, las náuseas, la tos…

Se alejó entre brazadas.

Desorientado, con el cerebro sentado a horcajadas sobre dos milenios, se liberó y comenzó a ascender, inconsciente de todo salvo de la necesidad de llegar a la superficie, asomar la cabeza y ver… ver si era verdad. Ver si la realidad albergaba también lo que aún se encerraba en el ojo de su mente, aquella gloriosa aguja, aquella torre sin límites.

La almenara.

La torre de Faros.

¿Estaba realmente allí? ¿Se alzaba en la costa aquel coloso que dominaba el puerto y la totalidad de Egipto, tal y como él acababa de verlo?

Sirviéndose de sus piernas, nadó aguas arriba ignorando el fuego que ardía dentro de su cabeza, en su sangre, hasta que un muro de dolor detuvo su ascenso. Y entonces, creyendo de veras que aquella sería su última voluntad, pensó: «¡Phoebe, perdóname!», antes de que sus pulmones sucumbieran y él mismo se viera sumido en un abismo de dolor e inconsciencia.

Durante los últimos diez años, Caleb había estado aguardando un milagro: que su padre, en una suerte de golpe dramático a la terca realidad, regresara otra vez a sus vidas rezumando relatos de aventuras, y escapara de aquella celda de tortura emplazada en algún lugar en las montañas de Irak, la misma que Caleb veía una vez y otra en sus pesadillas.

Su padre había sido derribado cuando pilotaba un helicóptero Apache durante la primera guerra del Golfo, pero nunca habían recuperado el cadáver. No pasó mucho tiempo hasta que todo el mundo decidió olvidarse de él; esto es, todo el mundo excepto Caleb, quien, aun cuando en aquella época sólo contaba cinco años, ya había empezado a sufrir visiones, un poder que su madre afirmaba compartir con él, pese a que nunca había visto las cosas que Caleb tenía que soportar cada noche: su padre, terriblemente vivo, terriblemente torturado, suplicando, pidiendo ayuda, esperando que alguien supiese que estaba allí, que lo salvasen. Las peores imágenes de todo cuanto le habían hecho —las astillas clavadas bajo las uñas, los cables enroscados en su entrepierna— sobresaltaban sus sueños, haciéndole despertar entre gritos de angustia. Alargaba entonces un brazo para coger el lápiz y el cuadernillo que siempre tenía junto a la cama y dibujaba con mano temblorosa las horribles visiones que flotaban todavía en su mente, aferradas a él en el mundo de la vigilia. Veía…

… una especie de recinto gigante, una valla o una verja, y una estrella de cinco puntas ardiendo en su parte superior. A veces la cabeza de un águila, volando sobre un sol. Y los brazos de su padre, sangrando por centenares de crueles heridas, alargando los brazos, sus ensangrentados dedos agarrados a la nada, y su voz apenas un audible susurro: «Caleb… Caleb…».

Tras lo cual pronunciaba una palabra que Caleb no alcanzaba a entender.

Pero en lugar de reconocer, siquiera ligeramente, aquel talento para visualizar sucesos a distancia que el pequeño demostraba tener, su madre decidió enviar a Caleb a terapia. Aquel fue el momento en que sus vidas comenzaron a separarse. Y, en cierto modo, sucedió lo mismo con su hermana Phoebe. Su madre se había negado a creer que los sueños del niño pudieran estar poblados por revelaciones de índole tan personal, especialmente a la luz de su terrorífica naturaleza, de modo que terminó por atribuirlos a fantasías infantiles, al desconcierto que le suponía haber perdido a su padre y a un profundo trauma emocional.

—¡Es cierto! —le gritó Caleb en cierta ocasión, cuando tenía doce años y todo empezaba a llegar al límite. Estaba de pie ante ella, aunque sólo le llegaba al hombro. En aquel momento, Caleb vio el destello del terror en sus ojos. ¿O no era otra cosa que el brillo del respeto?

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