Pidió más papel. Al principio le daban trozos sobrantes que encontraban por ahí, pero, a la postre, un guardia con un poco de compasión le pasó a escondidas un cuadernillo en blanco. Y Caleb dibujó.
Durante horas y horas, olvidándose de comer, dejando de lado las necesidades más elementales de su cuerpo, luchando contra el sueño, dibujó. El dolor y el hambre eran meros inconvenientes comparados con aquellas visiones interiores, comparados con aquella creciente sensación de que tenía una meta que cumplir. Los días y las semanas pasaban volando, a medida que su portafolios crecía y Caleb convertía su práctica en una obsesión. Cada noche echaba un vistazo a las producciones del día, pero tras hacerlo no volvía a mirar aquellas páginas. Tras levantarse por la mañana, el primer ejercicio del día consistía en pasar varias horas sumido en la meditación: en realidad, se limitaba a escuchar su respiración y sus latidos, aprendiendo a desoír los gritos de los otros reclusos, los golpes en las paredes, los chillidos, los ruegos, y encontró un pequeño nicho de paz en las profundidades de su alma. Tenía suerte de disponer de su propia celda, pero aquello tampoco hubiera importado demasiado. Estaba ascendiendo a un nuevo nivel de consciencia.
Y seguía dibujando.
Águilas y soles, puertas y estrellas. Un río que fluía junto a un enorme complejo de edificios de piedra. Dibujó a su padre, o al menos el recuerdo que tenía de él. Ya no sufría dolor, pero su esencia perduraba lo suficiente como para que Caleb pudiera capturarla en el papel. Los signos eran los mismos. Caleb no los entendía, pero esta vez tampoco lo intentó.
Y dibujaba.
En una ocasión despertó a medianoche, y vio a aquel inquietante individuo de los pantalones verdes sentado con las piernas cruzadas en las sombras de la celda, justo al lado de la puerta. Respiraba pesadamente, como si estuviera durmiendo. Apoyado en sus brazos, tenía la mirada fija en Caleb. Intentó convencerse de que sólo se trataba de un sueño, pero sabía que no era así. Por fin, se decidió a hablarle.
El hombre tomó aire. Resollaba. La oscuridad que rodeaba su cabeza pareció palpitar, y Caleb sintió que se le helaba hasta el último de sus huesos. Sabía que aquel hombre le miraba. Procedente de la oscuridad le llegaba un sonido como de palabras apenas farfulladas, y Caleb olió una mezcla ácida, casi disolvente, de yodo y alcohol.
—Caleb —musitó el hombre, con una voz entre pastosa y gutural—. Vuelve… a casa.
Caleb se incorporó y miró atentamente al bulto que hacía el hombre contra la pared. La oscuridad no era tan tenebrosa como al principio había pensado. Podía ver el lúgubre muro, las manchas de sangre y de vómitos que se encostraban alrededor del orinal.
La celda estaba vacía.
Caleb regresó a su colchón y alargó el brazo para coger su cuaderno.
Tenía que dibujar nuevas imágenes.
Un día lo visitó un abogado de oficio. Era educado, y su traje a medida, de color blanco, le daba un aire distinguido, inteligente, aunque su manera de comportarse era ciertamente indolente. Tras recorrer con la mirada la celda de Caleb y las pilas de hojas de papel con los dibujos que este había descartado, le preguntó qué le gustaba dibujar. Caleb se limitó a sonreír y replicó:
—Lo primero que me viene a la cabeza.
El abogado se marchó, y Caleb retomó su lápiz y volvió a ponerse manos a la obra.
Pasó otro mes. Por lo menos, Caleb pensaba que era un mes, pues ya hacía tiempo que había perdido la noción del tiempo en aquella celda, mientras allá fuera el mundo seguía rodando. Había pensado mucho en Phoebe. Pero de alguna manera sabía que estaba bien. Su madre también. Ambas se encontraban bien, aunque la impotencia y la desesperación empezaba a hacer mella en ellas. Seguían buscando unas respuestas que se les escapaban.
Él lo sabía. Había visto aquello, y mucho más que eso.
Consciente de que era un error fatal convocar a los muertos, intentó obtener una visión remota de Lydia. Ayunó durante casi una semana, e incluso los guardianes, generalmente insensibles a la suerte de los presos, se mostraban inquietos por su salud. A decir verdad, lo que no querían era que uno de ellos muriese por su propia voluntad.
En aquella niebla que para Caleb siempre preludiaba el distanciamiento de su propia psique, su cuerpo se fundió con su alma, mezclándose, coagulándose en una sola esencia, como un todo; y empezó a sufrir visiones de un calado mucho mayor y más profundo de las que había tenido hasta entonces. Era como si se hubiera sumergido en una materia pura y trascendente, como si se hubiera bañado desnudo en el prístino manantial de la consciencia cósmica.
Pensó en aquellos pordioseros místicos que poblaban los relatos medievales y no pudo evitar una sincera carcajada. Le había crecido una barba que le llegaba hasta el pecho, llevaba el cabello enmarañado, apelmazado, y le caía en mechones grasientos sobre el rostro. Tenía la piel cubierta de llagas, piojos y garrapatas.
Si tuviera un espejo… seguro que esos ermitaños y yo pareceríamos gemelos.
Pero no le importaba.
Su consciencia existía en otra parte. Caleb Crowe había desaparecido, para ser reemplazado por un hombre completamente nuevo. Un hombre más centrado, más entregado. Y aquel hombre vio muchas cosas, algunas buscadas, y otras que parecían haberlo buscado a él.
Cuando pensaba en Lydia, cuando pensaba de corazón en ella —el olor a jazmín de sus cabellos, el tacto de su piel de seda, la forma en que aquel
ank
le colgaba en el pecho—, veía una cambiante sucesión de imágenes: las grandes pirámides iluminadas durante la noche; un grupo de gente envuelta en mantos grises, hablando sobre llaves y puertas, sobre secretos perdidos y pasadas traiciones; un vasto y extravagante proyecto de construcción junto a una costa que le resultaba familiar: una estructura que se perdía en las alturas semejante a una cúpula trasquilada, cubierta por miles de ventanas y un número no menor de inscripciones, transcritas en todos los lenguajes modernos, emborronando sus paredes, y cientos de operarios, grúas y cabrestantes atacando cada uno de sus flancos. En la distancia, unos doce hombres y mujeres, todos ellos vestidos con trajes de un color gris oscuro, se alzaban en lo alto de un risco, observando aquello con silenciosa aquiescencia.
Una de las figuras, una mujer de cabellos rubios, se apartó de los demás. Tenía el rostro cubierto por las sombras, y el sol ardía a su espalda. Pero parecía mirar en dirección a Caleb, e hizo un movimiento apenas visible, casi inapreciable, con la cabeza.
Acto seguido vio a Phoebe, sola, sentada en una silla de diseño, mirando por un microscopio en lo que sin duda era un laboratorio, aunque tenuemente iluminado. Escribía con la mano izquierda y, delicadamente, movía un fragmento de algo antiguo con la derecha.
Luego vio a su madre, allá en las inmediaciones del faro de la familia, asomando a la bahía de Sodus. Sostenía una manzana entre ambas manos y la hacía rodar suavemente hacia delante y hacia atrás como si desease arrancar a los intersticios de su piel recuerdos que hacía tiempo había perdido, pero, sin duda, no había olvidado. Colina abajo, el maltrecho faro parecía haber pasado por un arreglo cosmético. La gente paseaba por un muelle remodelado, sacando fotos al viejo barco guía que se aposentaba dignamente en la costa, pero Helen no les prestaba atención. Levantó la vista hacia la almenara del faro y en sus ojos brilló como un recuerdo distante, cual si esperase ver al padre de Caleb saludándola desde la balaustrada.
Caleb vio entonces a Waxman. Lo vio una vez y otra, como una filmación proyectada al ralentí. Y comenzó a surgir una serie de visiones espontáneas, arbitrarias, imágenes de la infancia de Waxman, sueños tormentosos que fiscalizaba la turbadora figura de su madre. Para aquella mujer, todo cuanto Waxman hacía era suficiente para desatar su cólera. Disfrutaba en entrometerse en todos los aspectos de su vida, en provocar su desdicha, convirtiéndolo en un sujeto triste, solitario. Durante toda su vida, Waxman había sido un ratón de biblioteca, un estudioso compulsivo que se había alejado de los amigos, de los extraños y hasta de la misma existencia.
Entonces Caleb se vio a sí mismo entrando a un edificio blanco que conocía muy bien, situado junto a un sinuoso río.
Sobre su cabeza, un águila planeaba en las alturas, dando vueltas, ascendiendo poco a poco hasta más allá del centelleante sol.
En la puerta, Waxman se volvió como si fuera consciente de que alguien lo observaba a escondidas:
—De nuevo formulas las preguntas equivocadas —susurró, y Caleb salió bruscamente de su visión. Se despertó de golpe, esforzándose en respirar. Su boca era una ciruela reseca, y sentía los miembros demasiado cansados como para levantarlos.
Dos guardias armados se alzaban ante la puerta:
—Puedes marcharte. Eres libre —le dijo uno de ellos, y entregó a Caleb su mochila.
—Date una ducha —agregó el otro—, y come algo antes de irte.
Caleb aún no lo sabía, pero tendría que haberlo imaginado. Era demasiado fácil. Había tenido ayuda. Probablemente, una simple llamada telefónica había bastado para conseguir su liberación.
No hizo ninguna pregunta. Se dejó llevar por el flujo y reflujo del Destino, aceptando aquella repentina transición en su vida y esperando que los largos meses de confinamiento le hubieran preparado para una experiencia verdaderamente significativa.
Así pues, tras varias semanas de recuperación, tras limpiarse de arriba abajo, tras comer y recobrar la salud, se dispuso a abandonar Alejandría.
Caleb, vete a casa
.
Mientras aguardaba a que el portero cargase con su bolsa, asomó por la ventana del hotel hacia la biblioteca alejandrina, formidablemente incardinada entre la parte delantera de la playa y la masa de hoteles y oficinas blancas que se divisaba al fondo. Se colocó una mano sobre la frente para bloquear el resplandor del sol, que crepitaba en las ventanas de la cúpula y en las manchas que centelleaban en sus ojos, e imaginó la antigua estructura que había sido tomada como modelo para su construcción. Y eso lo llenaba de esperanza.
Alguien llamó a la puerta. De alguna manera, cuando Caleb la abrió, no se sorprendió al ver quién había acudido a buscarle.
U
N año atrás, el primer impulso de Caleb hubiera sido salir corriendo. Pero ahora se mantenía inmóvil, tranquilo y dueño de sí. Se centraba en lo que de verdad importaba. Vio que el rostro de Phoebe se iluminaba, vio su amplia sonrisa, y aquellos pequeños incisivos que, para no olvidar las viejas costumbres, mordisqueaban con saña el labio inferior. Un simple roce a los controles que había en su reposabrazos bastó para que la silla de ruedas se pusiera en marcha, rebasando a Helen y dirigiéndose directamente hacia Caleb. Le rodeó la cintura con los brazos.
—Te he echado de menos, hermanito.
Caleb le devolvió el abrazo, estrechándola con una intensidad, con una emoción, que hasta a él mismo le sorprendió.
—¿Debo daros las gracias por mi liberación?
—Fue George —replicó Phoebe, haciendo un gesto con la cabeza hacia el umbral de la puerta—. Negoció durante meses con las autoridades, hasta que por fin pudo poner en marcha algunos contactos.
Waxman formuló una tenue sonrisa:
—Ya me darás las gracias en otro momento.
Phoebe apretó el brazo de Caleb:
—Por cierto, ¿dónde está mi invitación a la boda de mi hermano?
—Lo siento —tragó saliva—. Todo sucedió demasiado deprisa.
—Y eso que te avisé —se lamentó Phoebe, sacudiendo la cabeza—. ¿Era ella, la chica de los ojos verdes?
Caleb asintió.
—Intenté decírtelo…
—Ssssh. Luego, ¿vale? Este no es el momento.
Le tomó la mano y miró a su hermano con nuevos ojos.
—Venga, tenemos mucho que contarte. Vas a quedarte alucinado.
Caleb se mantuvo firme, y las ruedas de la silla de Phoebe giraron.
—No, no quiero ir con ellos.
—Caleb…
Helen entró en la habitación. Estaba delgada y muy pálida, se había cortado el pelo y lo había teñido de un rubio típicamente californiano para cubrir sus mechones grises. Tenía algunas patas de gallo alrededor de los párpados; estaba ojerosa, aunque seguía teniendo una mirada pura, cristalina. El color azul de sus pupilas estremeció a Caleb, que sintió una suerte de corriente eléctrica cuando su madre le tomó del brazo:
—¡La cárcel! Mi pobre hijo. Estábamos tan preocupados… Y no me permitían verte.
—Hola, madre —le dio un beso en la mejilla—. ¿Por qué has venido?
—No deberías haber bajado ahí sin nosotros —le reprendió.
Waxman paseó indeciso, con las manos en los bolsillos delanteros del pantalón del traje. Llevaba un suéter negro de cuello vuelto bajo su chaqueta azul marino, y tenía el cabello tan enmarañado como lo recordaba Caleb, sólo que ahora salpicado de canas. Pendía de sus labios un cigarrillo encendido que semejaba un gusano.
—Escuchad, lo único que quiero es volver a Nueva York y dormir durante un mes.
—No te apresures, hijo: esto te va a gustar —repuso Waxman.
Levantó el cigarrillo, y Caleb no pudo dejar de reparar en el anillo que tenía en su dedo anular; miró después a Helen, sin cambiar la inexpresividad de su rostro.
—Hablando de no haber sido invitado a bodas…
—Caleb… —Phoebe le apretó el brazo.
Waxman volvió la cabeza y vio pasar a un par de mujeres de la limpieza por el pasillo. Rodeó los hombros de Helen con su brazo.
—Te dije que no había cambiado.
Caleb se colgó la bolsa del hombro.
—Me voy. Gracias por sacarme de la cárcel.
—Caleb —Phoebe interpuso la silla en su camino—, sabemos dónde está.
—¿Dónde está el qué?
Helen sonrió.
—No seas tan modesta, Phoebe. Dile cómo lo has encontrado.
—Vale —replicó Phoebe, sonriendo de oreja a oreja—. Estabas en lo cierto, Caleb. No estábamos formulando las preguntas correctas.
—¿Sobre qué?
—Sobre el pergamino. El pergamino de César.
«Lo vi», continuó Phoebe, «pero para ello tuve que reformular la pregunta. ¿Recuerdas cuando te conté que no cesaba de tener visiones de un castillo en una colina escarpada, y un prisionero envuelto en una túnica roja al que unos individuos hacían subir hasta la cima? Bueno, decidí seguir sus pasos. Recordé que aquellos viejos pergaminos habían sido víctimas de la codicia de los aristócratas del siglo XIX, pues en esa época se consideraba muy moderno aumentar los tesoros personales con alguno de ellos, por más que sus dueños no fueran capaces de leerlos».