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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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El profesor Caleb Crowe —que vive angustiado por las visiones de su padre, un piloto norteamericano desaparecido en la guerra de Irak— se incorpora a la Iniciativa Morfeo, un equipo de arqueólogos y videntes reunidos con el propósito de localizar los restos de la séptima maravilla del mundo antiguo: el Faro de Alejandría. Enterrado a los pies de la construcción se hallaría, según una vieja leyenda, el mítico tesoro de Alejandro Magno.

La búsqueda abarca dos mil años de historia: una indagación que comienza entre las cenizas de Herculano y la biblioteca perdida de Alejandría, pero a la que no son ajenos un programa secreto del gobierno norteamericano y una ancestral sociedad secreta denominada los guardianes.

Hay ocasiones en que atravesar el umbral de unas antiguas ruinas, protegidas por trampas mortales y olvidadas profecías, puede ser un desafío menos terrible que enfrentarse a la verdad sobre uno mismo.

David Sakmyster

Objetivo Faro de Alejandría

ePUB v1.1

NitoStrad
26.03.13

Título original:
The Pharos Objective

Autor; David Sakmyster

Fecha de publicación del original: julio de 2010

Traducción: Lorenzo Luengo

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Para Amy

Reconocimientos

M
E gusta considerar esta parte de un libro como el equivalente para un escritor del discurso de aceptación de un Óscar. Es la oportunidad (y la obligación) que se nos brinda para dar las gracias a todos aquellos que alguna vez pusieron su granito de arena por ayudarnos en nuestra carrera, alimentar nuestras almas, fortalecer nuestros músculos literarios y darnos la esperanza de que nuestros sueños, tantas veces de proporciones olímpicas, podrían llegar algún día a hacerse realidad.

Y dado que por más de una razón no podría imitar a Jack Palance y hacer una serie de flexiones con un solo brazo, seguiré la tradición y daré unas más que merecidas gracias a varias personas sin las cuales, a estas alturas, seguiría perdido en una montaña de reescrituras y sueños incumplidos:

A Tim Schulte y al equipo de Variance por ver el potencial que había en mi humilde propuesta, y a Shane Thomson por poner de su parte para que la obra mejorase hasta crear un producto final de tanta excelencia. A mi agente, Hannah Brown-Gordon, por creer en mí y darle el empujón inicial a mi carrera.

A Tim Powers, K. D. Wentworth y todo ese brillante elenco que conforma la organización de Escritores del Futuro, por los conocimientos que imparten. Y a Nancy Kress y el heróico grupo de escritores de
Writers & Books
, en mi ciudad natal, por su incansable aliento.

A mis padres, por su apoyo inquebrantable, su consejo y su inspiración (y por todos esos correos que me enviaban a primera hora de la mañana iniciados con las siguientes palabras: «Mira qué historia para un relato…»). Y, por supuesto, a mi esposa, mi eterna musa y el más apreciado de todos mis críticos. Todos sois indispensables.

Y finalmente, un afectuoso saludo a los chicos de la Sociedad Histórica de Sodus Bay, que, con infatigable dedicación, dirigen y mantienen el Museo del Faro de Sodus Point. Gracias por las lecciones de historia, las explicaciones técnicas y por responder con tanta paciencia las miles de preguntas que me vi en la tesitura de haceros. Lector, si algún tórrido día de verano te encuentras por allí, te recomiendo que pidas una de las deliciosas hamburguesas de queso que Zoot’s ofrece a su clientela, te la comas frente al pintoresco parque que hay en la bahía, y luego quemes las calorías subiendo hasta lo alto del faro para disfrutar de las vistas.

Vale, vale, ya oigo atronar a la orquesta. Es hora de que me calle, abandone el escenario y deje que comience el espectáculo.

MORFEO (del griego Moρφεας, Moρφευς, «el que da forma, diseña o moldea»). Dios griego de los sueños, Morfeo era hijo de Hipnos, el dios del sueño, y de Pasitea, la diosa de las alucinaciones, cuyo nombre significa «visión adquirida».

Prólogo

Isla de Faros, Alejandría, Egipto: 861 d. C.

C
IEN hermosos caballos árabes y sus oscuros jinetes, aprestados de antorchas, martillos, picas y oxidadas hachas, cruzaban en un atronador tumulto el promontorio que, sacudido por un revuelto oleaje, desembocaba en el faro. Con un rugido, los jinetes dejaron atrás a Dakhil, que contemplaba la escena desde unos ruinosos peldaños de granito rojo edificados entre dos colosales estatuas, dos estoicas moles de miembros mutilados y torsos historiados de cicatrices. A la sombra del imponente faro, Dakhil imaginaba que el sol había encallado para siempre tras aquella prodigiosa construcción, incapaz de escapar de sus dominios.

A Dakhil le había hecho temblar el paso de los jinetes que enfilaban el camino hacia el portón arqueado, aquella boca bostezante y desdentada que servía de entrada a la isla de Faros, y tuvo que reprimir un escalofrío cuando los vientos del Mediterráneo se enroscaron a su túnica negra y su turbante. El antiguo faro seguía sumido en aquella silenciosa indiferencia, salvo por el hecho de que un inesperado efecto óptico parecía hacerle aumentar de tamaño, como si en su interior se albergaran unos invisibles pulmones capaces de inhalar a los jinetes musulmanes, tanto a hombres como a caballos.

—Espero que me hayas sido sincero —dijo una voz sobre el hombro de Dakhil. Este se volvió para encontrarse con el rostro de Barraq Najdeelen, califa de Alejandría y comandante de las fuerzas militares que ocupaban la ciudad.

Alejandría había caído bajo el poder de los musulmanes doscientos años atrás, sin que los cristianos hubieran opuesto demasiada resistencia al empuje islámico. Antaño la joya del período romano-egipcio, e inigualable centro neurálgico de riqueza y conocimiento, Alejandría parecía haber sido abandonada por los dioses, lo que había terminado por convertir a aquella ciudad que tan orgullosa se había mostrado en el pasado en un simple puerto estratégico, cuyo valor se limitaba a permitir el acceso a las rutas comerciales del interior, infinitamente más rico que ella. Aunque, por supuesto, también se valoraba su potencial militar. Su puerto, excelentemente protegido por sus dentados riscos y bajíos, había visto zarpar naves y más naves rumbo a Constantinopla, resguardado por la defensa que le procuraba su maravilloso faro.

Barraq sabía que tarde o temprano su enemigo trataría de recuperar el control de la ciudad.

—Ese infiel rey Miguel desprecia Faros, señal de nuestra fuerza y ominoso recordatorio de la impotencia cristiana.

Aspiró profundamente la brisa que procedía del mar, mientras su negra y aceitosa barba le azotaba el hombro.

—Te he dicho la verdad —replicó Dakhil, nervioso, retrocediendo unos pasos. Allá en lo alto, el gran espejo, un óvalo de unos seis metros de metal reflectante, arañado y azogado por el paso del tiempo, le lanzó un guiño, como amenazando con airear sus mentiras.

Barraq inclinó hacia atrás la cabeza:

—Has permanecido en Constantinopla dos años, amigo mío. Quizá allí averiguaron que trabajabas como espía a mi servicio, y a cambio de tu vida te ofrecieron regresar aquí con tan maliciosos rumores…

—No, mi señor. Siempre he sido su siervo más leal.

—Ya veremos —Barraq dejó caer sus dedos al cinto y, con amoroso celo, recorrió con ellos la empuñadura de su cimitarra—. ¿No sabes nada más acerca de ese tesoro?

—¿Mi señor? —Dakhil volvió a temblar, y deseó poder abandonar la alargada sombra que proyectaba el faro. Hasta lo más alto de sus escarpadas paredes, las desmochadas estatuas de los viejos dioses de Egipto, Grecia y Roma lo señalaban con gesto acusador, al tiempo que la propia torre parecía inclinarse sobre él para mirarlo más de cerca.

—¿De qué se trata, exactamente? Hay quien habla del tesoro escondido de Alejandro el Grande. ¿Se trata de oro y plata? ¿Joyas sin parangón…?

—Es algo todavía más valioso —respondió Dakhil, y de nuevo lanzó una oración a cuantos dioses habían sido soñados por el hombre, esperando que las leyendas fuesen ciertas. La sincronización tenía que ser perfecta. A Dakhil le había sido otorgado cierto conocimiento, cierta información que iba más allá de la comprensión de papas, reyes o califas. Una información que, según le habían dicho, debía permanecer en secreto hasta que se ordenase lo contrario.

Pero la mayor virtud de Dakhil no era precisamente la paciencia. Poco le encajaba a él el título de «guardián». La vida era corta y ¿quién podía decir que el mundo continuaría existiendo una vez que él hubiera lanzado su último aliento? De modo que decidió revelar una pequeña parte de lo que sabía, disfrazada bajo la apariencia de un rumor sustraído de territorio enemigo, esperando incitar con ello a los hombres del califa para que hiciesen lo que él mismo era incapaz de hacer. Sin duda, la fuerza bruta triunfaría allí donde la paciencia había fracasado.

—¿Qué podría ser más valioso? —preguntó Barraq. La sospecha llameaba en sus ojos.

En aquel preciso instante, un grito ahogado procedente de lo alto de la torre llegó a sus oídos. Fue un grito que enseguida se convirtió en un aullido aterrador. Barraq y Dakhil levantaron la vista y dieron un paso atrás, encogidos, aun cuando no corrían el menor peligro. El enorme espejo se había soltado de su montura, arrancado por el fervor de los buscadores de tesoros, y rodó sobre el borde de uno de los pórticos, a decenas de metros del suelo. Se había llevado por delante a dos hombres, que giraban en torno a su eje mientras el espejo caía en picado desde el chapitel y golpeaba una de las cornisas, aplastando a uno de los hombres y produciendo una granizada de rocas y escombros antes de rebotar y caer desde una altura de doce metros. Finalmente se estrelló contra los bloques de piedra caliza que conformaban el patio, desmigajándose en un estallido de vidrio y metal que semejaba un grito de espanto, un lamento por la suerte que habían corrido sus más de doscientos años de existencia.

Dakhil lanzó una maldición:

—¿Por qué han subido allí? Ese no es el camino. Los túneles secretos, las cámaras, están bajo los cimientos.

Barraq se desentendió de sus protestas con un gesto de la mano.

—He ordenado a mis hombres que sean lo más meticulosos posible.

—Necios —susurró Dakhil. Comenzaba a temer que los hombres del califa no fueran los más adecuados para aquella misión.

Barraq extrajo una ramita de trigo seco de sus alforjas y mascó su punta.

—Dime, Dakhil, ¿qué recompensa pedirías si encontramos ese tesoro?

Aún lamentándose por la pérdida de tan formidable reliquia, el enorme espejo en el que se habían reflejado las vistas de todo un milenio, Dakhil respondió:

—Tan sólo pediría, mi señor, una única cosa.

—¿Sólo una?

—Sí, si puedo ser el primero en escoger. Se trataría de una nimiedad, que a nadie más le serviría de algo.

Barraq lo examinó atentamente.

—Si a nadie más le serviría, ¿por qué te serviría a ti?

Dakhil se encogió de hombros.

—Poseer algo de una época perdida, remota… una posesión tal, no tiene precio.

Esperaba que su respuesta satisficiera al califa. Por supuesto, Dakhil sabía exactamente lo que quería: el objeto más poderoso de la colección. Había investigado a fondo, había memorizado el catálogo, sabía con absoluta precisión dónde se encontraba. El truco radicaba en dar con él y llevárselo antes de que la ira de los soldados y del califa cayera sobre él.

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