Las cuerdas habían desaparecido, calcinadas.
Tosiendo a causa de los nocivos gases y el sofocante calor, volvió a un lado y otro la luz, buscando desesperadamente algún indicio de que Lydia había sobrevivido, aterrado, sin embargo, ante la posibilidad de que el rayo interceptase un cadáver todavía revestido de llamas.
Escuchó entonces el crujiente rumor de la puerta, y esta comenzó a abrirse como si desde el otro lado estuviera siendo empujada por un par de monstruosos Titanes. Echó un último vistazo a la cripta, y vio la linterna fundida contra el borde del hueco, un montón de brasas por todas partes y un tirabuzón de humo alzándose de las profundidades.
Sólo entonces se volvió y comenzó a correr, apresurándose a ascender los peldaños de la escalera. Pasó como una exhalación entre las estatuas de Toth y su esposa, justo cuando la gran puerta se abría de golpe y el voraz caudal de agua empezaba a brotar por ella.
Subía las escaleras de tres en tres peldaños, sin mirar atrás. El agua se afanaba en seguirlo como un rabioso chacal, intentando dar caza a sus piernas. El siguiente tramo de escaleras lo traspuso entre chapoteos, sus pies ya sumergidos en el creciente flujo de agua, hasta que por fin pudo salir y derrumbarse sobre los peldaños de arriba, fríos pero afortunadamente secos.
Gritó y golpeó con los puños contra el inconmovible granito.
Apuntó nuevamente el haz de la linterna hacia abajo. Las aguas comenzaban a retirarse. Caleb las siguió peldaño a peldaño. Caminó entre Toth y Seshat, dedicando una expresión furiosa y herida a sus miradas burlonas. Mientras sus pies chapoteaban sobre los bloques de piedra caliza, la luz de la linterna barría ansiosamente la sala.
Avanzaba con cautela, preparado para volver a correr escaleras arriba al menor indicio de que se hubiera abierto una nueva trampa. Observó y contó los segundos, contó los latidos de su devastado corazón, urgiéndolo a calmarse.
Nada más ocurrió. La puerta permanecía abierta, desafiando con su cavernoso bostezo de oscuridad incluso al poderoso rayo de luz que manaba de su linterna. Sus demás pertenencias habían sido reducidas a cenizas o barridas por el flujo de agua. En una palabra, Caleb había sido despojado de todo excepto de su mente, que había adquirido una terrible lucidez.
Aguardó. Y luego pensó: «No voy a pisar el siguiente bloque, no voy a volcar mi peso en la piedra donde se dibuja el símbolo del Hierro».
De pronto, la puerta se encajó con un rápido y eficaz golpe. Y los discos giraron nuevamente a sus posiciones originales, como si nada hubiera ocurrido.
Caleb apagó la luz. Solo, abatió la cabeza y se dejó envolver como un niño por la silenciosa oscuridad.
T
UVO que pasar una semana para que Caleb aceptara lo sucedido.
Una semana en la que Caleb había consumido las terribles horas de la vigilia tanto en la superficie como en el subsuelo del puerto. Leía los periódicos a diario, poniéndose en lo peor. Pasado el primer día, decidió alquilar un barco y recorrer el perfil de la península, buscando en sus costas cualquier cosa que hubiera escupido la marea. Como siempre, la fortaleza Qaitbey se alzaba allí incondicionalmente, recibiendo de lleno la luz del sol, mientras algunos turistas paseaban por las inmediaciones de su muralla. Resistió Caleb la tentación de aventurarse otra vez bajo sus cimientos, pero la cámara le seguía llamando, susurrando que volviese allí, que se quedase allí para siempre. Para aliviar la soledad de sus ancestrales muros.
Los guardias habían cambiado el candado, y sin los conocimientos de Lydia para saltar cerraduras, hubiera tenido que romperla para poder entrar de nuevo. Sabiendo que se embarcaba en un esfuerzo infructuoso, no pudo evitar sentirse como Sísifo al empujar su piedra hasta la cima de una enorme colina sólo para que los dioses la volviesen a tirar abajo de una patada. Aun así, se introdujo a escondidas en un pequeño generador y, tras ingresar en el interior de la fortaleza, peinó cada centímetro de la cámara, pero en vano.
Arropado por el manto cómplice de otra noche sin luna, mientras allá en el horizonte Júpiter, Saturno y Marte se alineaban conjuntamente en una hilera perfecta, Caleb volvió a internarse en la cripta. Puesto que había encontrado un mecanismo para abrir la puerta secreta de la fortaleza desde el interior, la cerró a su espalda, con el fin de que nadie pudiera molestarlo. Llevaba suficiente comida y agua para una semana, y convenientemente avituallado, armado de un nuevo valor, descendió a la cripta. Dormía ovillado sobre sí mismo, usando la chaqueta como almohada. Había traído consigo un puñado de textos e ilustraciones para ayudarse a interpretar la siguiente etapa del camino. Trabajaba, comía y dormía a la luz de las velas. Existía con un único propósito: estudiar la pared.
Para ser digno.
Para ser dorado.
Una vez y otra pensaba en las últimas palabras de Lydia. Se preguntaba por qué lo había traicionado, y quiso saber hasta dónde llegaba su plan. ¿Quién era aquel hombre con el que Lydia había hablado, el mismo que le había reprendido a él tras el accidente de Nina? ¿Lo había manipulado Lydia desde el principio, se había casado con él sólo con ese fin? ¿Qué hilos había movido para convertirse en su agente publicitaria? ¿Lo había hecho con el propósito de incitarle a emprender una nueva investigación, empujarle a que diese siempre un paso más allá? ¿Había esperado desencadenar sus talentos psíquicos con el fin de obtener ella misma el tesoro?
Estás formulando las preguntas equivocadas
, le había dicho. Y él lo sabía, pero no podía hacer que su mente pensase de la forma adecuada.
A lo largo de todo el día, mientras los turistas paseaban sin prisas por el piso de arriba, Caleb se limitaba a observar, reflexionando sobre cada signo, sobre cada muesca que horadaba la pared y el suelo. Y un día, por fin, asegurándose a los asideros mediante unas fuertes cadenas de acero, confrontó las llamas y el agua, soportando aquel calor torrencial, manteniéndose firme ante la embestida del agua helada. Se tambaleó al sentir su abrazo en torno a sí, aquellas auscultaciones líquidas que le despojaban de las ropas y arañaban su piel. Apenas podía mantenerse erguido, pero se agarró con todas sus fuerzas, afianzó los pies en el suelo, bajó la cabeza y aguantó el envite del torrente. Contuvo la respiración mientras las aguas lo devoraban, y justo cuando creía que sus pulmones iban a reventarle en las costillas, el nivel de la crecida descendió bruscamente. En la oscuridad, sentía como si hubiera ascendido a la superficie y emergido al claro aire nocturno. Como si hubiera vuelto a nacer.
Calcinación y disolución. Caleb había confrontado ambas cosas, pero había sobrevivido a ello.
Y luego dio un paso adelante, mientras el agua terminaba de descender hacia las entrañas de la tierra. Sus botas chapotearon el pequeño repecho hasta la siguiente piedra, y allí se alzó sobre el símbolo del Hierro. Respiraba profundamente, despejando sus temores, aceptando el destino que la Parca hubiera querido tejer para él…
… hasta que, de pronto, la tierra se conmovió. La puerta que se abría ante él dejaba escapar un ululante viento, produciendo un arpegio de escalofríos en su piel mojada.
Fuego. Agua. Ahora viento. Aire. Se mantuvo firme, preparado, a la espera de que una brutal ráfaga lo lanzase contra una pared de afiladas estacas. Estaba dispuesto incluso a sufrir aquella muerte ignominiosa, a dejar su cuerpo ensartado allí para temor de los exploradores del futuro; tal cosa, al menos, pondría un fin a su desdichada existencia. Alzándose sobre sus propios miedos, Caleb se limitó a tambalearse y mantener los pies en el suelo. Se secó, y enseguida cesó el temblor de sus miembros.
A medida que el agua se evaporaba, Caleb reparó en el residuo que encostraba su piel, su cabello, sus párpados y mejillas, cubriendo los harapos de su camisa y sus vaqueros desgarrados, seguramente depositado allí por la mezcla del agua y el fuego. Tenía la consistencia del bicarbonato sódico. «Seguro que esto guarda alguna relación con la Fase de Separación», pensó Caleb. En la alquimia, aquello significaba que su vida anterior había sido reducida a cenizas mediante la energía masculina del fuego, y que, una vez lavado por la fuerza femenina del agua, quedaba ahora él, únicamente él, sin mácula alguna, simplemente como una combinación de ambas cosas.
Renovado, pero convencido íntimamente de que aún no había pasado la prueba completa, meditó si debía dar un paso adelante, hacia el Cobre. La siguiente etapa era la coagulación, en la cual el alquimista debía granjearse la Piedra Filosofal Menor, lo que le imbuiría de una mayor claridad reflexiva y un sentido mucho más profundo del propósito de sus acciones; la idea era ver, en definitiva, el camino que conducía a los reinos de lo superior, poner un pie en el sendero que llevaba a la inmortalidad. O lo que era lo mismo: al Oro.
Pero no; Caleb retrocedió hacia el glifo del Estaño. Por un instante, creyó con total seguridad que aquel movimiento hacia atrás dispararía otra trampa mortal.
Nada ocurrió.
Se sentía impaciente, y cada vez más irritado consigo mismo, concibiéndose víctima de una estúpida burla. Las puertas, abiertas de par en par, le transmitían la falsa sensación de que podía avanzar, y aquello contribuía aún más a despertar su furia. Pero sabía con certeza que no estaba preparado. Por fin, en un rapto de desesperación, se irguió y se lanzó a la carrera, resuelto a pasar por la puerta sin pensar en lo que pudiera sucederle por ello.
La puerta comenzó a cerrarse tan pronto como Caleb retiró su peso del bloque. Saltó entonces para pasar por la estrecha abertura…
… y se estrelló contra la pared que formaban las dos puertas al sellarse. Los siete signos volvieron a sus posiciones iniciales, y algo que había al otro lado de la puerta dejó escapar un sonido suave, siseante, similar a un pesado suspiro.
Durante los siguientes días, Caleb lo intentó otras ocho veces.
Siempre sucedía lo mismo. El Fuego, el Agua, el Aire… y luego nada. Leyó y releyó todo cuanto se refería a la alquimia. Estudió las enseñanzas de Balinas de Tyna, que aseguraba haber dominado la Tabla Esmeralda, y que había hecho milagros tales como sanar a los enfermos. Estudió cuantas teorías cayeron en sus manos acerca de lo que, supuestamente, contenía la tabla. Tantas y tan diferentes interpretaciones se habían grabado a fuego en su mente, en su mismo aliento. Y, con todo, aquello no le había servido para adquirir el conocimiento que perseguía.
Y pese a la fe que Lydia había mostrado en una eventual transformación de Caleb, nada ocurrió. Puede que hubiera superado las dos primeras pruebas, sí, pero todavía seguía atrapado en las llamas de la calcinación. No podía librarse de ellas. Y tampoco de ella, ni de su pasado, ni de sus propios miedos.
Y no puedo desencadenar un poder que en realidad nunca he tenido
. Sus visiones siempre habían sido fruto del capricho, una reacción a quién sabía qué causas. Y por más que lo intentase, por más que se sumergiese en las profundidades de la cámara del faro, por más que abriese su espíritu a los misterios del mundo, Caleb se veía invariablemente rechazado por aquel aura invisible que flotaba en el aire, impidiéndole avanzar un paso más.
Lydia estaba en lo cierto: había fracasado.
U
NA mañana despejada y sorprendentemente fría, Caleb abandonó su hotel y emprendió el camino al aeropuerto.
Las autoridades lo detuvieron en la aduana, y pasó ocho horas custodiado por la Policía Local. Relató cómo él y Lydia se habían embarcado en un crucero, e insistió en que había sido arrastrada por la marea mientras practicaba submarinismo. Le preguntaron por qué nunca había informado de su desaparición. A Caleb no se le ocurrió ninguna buena excusa. Llamaron al hotel, donde el director avivó sus sospechas al relatarles las extrañas idas y venidas nocturnas de Caleb, y su, por otro lado, comprensible reclusión desde la ausencia de su adorable novia.
Caleb no les culpaba por ello. A causa de sus vagas y titubeantes respuestas, parecieron convencidos de que había asesinado a Lydia, y no pudo por menos de hacerse a la idea de que iba a pasar el resto de su vida pudriéndose en una cárcel egipcia.
Descubrió que aquello no era algo tan malo, aunque fuera bastante malo de por sí.
Las leyes egipcias eran increíblemente complejas, y bastante a menudo demasiado subjetivas. Caleb exigió un juicio, rogó que le mostrasen las pruebas que lo inculpaban. ¿Dónde está el cuerpo?, quiso saber. ¿Los testigos? ¿El móvil? Les dijo también que debían buscar a un hombre de traje gris, con un cabello de color similar. Aquel tipo la conocía. Habían planeado juntos su desaparición. Y, con ello, tenderle a él una trampa.
La policía no cambió de opinión, y, con una indolencia administrativa que demostraba lo poco que les importaba a ellos su destino, los agentes le informaron de que podían tenerlo detenido indefinidamente si les apetecía.
Doubleday envió a un abogado para que mediase por Caleb, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada. Caleb comenzaba a creer que incluso el abogado lo consideraba culpable. Su publicista estrella, y coautor suyo, había desaparecido, y Caleb era el único sospechoso. Aquello no era buena prensa. Las ventas de sus libros cayeron en picado. Los retiraron de los escaparates. Las siguientes reimpresiones se vieron canceladas.
Y dejaron que se pudriese. Día tras día, mes tras mes, en una fría y húmeda celda.
Caleb pidió que al menos le permitiesen tener en la celda sus archivos, pero se negaron a dárselos.
Rogó que le dejasen al menos una enciclopedia. Un libro. Algo.
De nuevo se negaron a ello.
Verse separado de sus libros lo mortificaba. Más que cualquier otra cosa, incluso más que su inminente muerte, deseaba un libro, un periódico, una revista. Nunca había estado separado de aquella savia vital que para él eran los libros durante tanto tiempo. Echaba de menos el tacto de las páginas, la tersura de un lomo de cuero; echaba en falta el olor de una encuadernación bien trabajada, el sonido que un libro antiguo hacía al abrirse.
Finalmente, rogó por que le diesen lápiz y papel, y, aunque a regañadientes, se lo concedieron. Y un desapacible día en que el viento soplaba suavemente a través de los barrotes de su celda, comenzó a dibujar. Primero eran imágenes al azar. Después llegaron las visiones.