Objetivo faro de Alejandría (21 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Para documentar aquel trabajo enciclopédico, Lydia y Caleb emprendieron un viaje por toda Europa y Oriente Medio, culminando en Egipto, al tiempo que, sobre la marcha, organizaban firmas de libros de la obra anterior de Caleb. Era bastante típico que un publicista acompañara a un autor durante parte de esos viajes, pero con Lydia era diferente. Todo el mundo sabía que era diferente. Durante los últimos meses habían vivido juntos, habían escrito y desempeñado sus labores de documentación todo el día, haciendo el amor cada noche. Disfrutaban de cenas elegantes a cuenta de la editorial y de vez en cuando asistían a espectáculos o conciertos. Pero, en su mayor parte, se quedaban en casa y trabajaban.

Y, como no podía ser menos, se enamoraron.

Para Caleb, el año anterior había sido un torbellino de pasiones gemelas: Lydia y la historia. Ambas se habían entrelazado a él como serpientes hambrientas, soltándolo y apretándolo a rachas, en un exótico tira y afloja. Ninguno de los bandos perdió, pero tampoco ganó. Caleb los compartía y crecía con ellos.

El libro fue un rotundo éxito, traducido a diez idiomas, y el hambre de viajes le resultó sorprendentemente revitalizador, al contrario que aquellos frustrantes periplos junto a su madre, durante los cuales se veía abocado a actividades gregarias, irritado por aquella turbación que llevaban a su vida, como si ya entonces hubiera sabido que había otros asuntos más importantes aguardando a que un día se decidiera a volcar en ellos su atención.

El tiempo pasaba a toda velocidad, y de alguna manera, desde las profundidades de su melancolía, de aquella impresión que lo embargaba de no estar exactamente en ninguna parte, Caleb se sintió completo, realizado. Se hallaba sobre las ruinas de un antiguo templo egipcio, cogido de la mano de la mujer que amaba. Acababan de dar por terminado su viaje de documentación, cerrándolo apropiadamente en el lugar más antiguo al que se referían en su nuevo libro: la ciudad en ruinas de Sa el-Hagar, la urbe dinástica de Sais.

Ubicada en un afluente del Nilo que surgía del delta, como en Alejandría, Sais fue en otros tiempos una próspera y orgullosa ciudad que podía presumir de tener sus propios filósofos, historiadores y sacerdotes; además, era la protectora de una antigua fuente de sabiduría secreta transmitida por los sacerdotes de Toth y conservada allí, en el templo.

Un solemne viento soplaba por entre aquellas columnas a medio derrumbarse, arrastrando penachos de arena hasta los pies de Caleb, en los que ya hormigueaban escarabajos y lagartos. El zumbido de los mosquitos era mucho más que irritante. Caleb y Lydia llevaban pañuelos blancos al cuello, vestían pantalones de faena y robustas botas, además de unos sombreros de ala ancha. El rostro de Lydia había cogido un bonito color bronceado, y parecía inagotablemente radiante, incluso con aquellas enormes gafas de sol que a Caleb le hacían recordar demasiado a su madre cuando era joven.

—¿Qué te parece hacerlo ahora? —le dijo, dándole un golpecito en las costillas mientras el sol descendía tras las colinas. Una solitaria lancha motora subía por el turbio Nilo, y un pasajero envuelto en una túnica blanca les saludó con la mano.

—¿Lo dices en serio? —Caleb miró alrededor—. ¿No prefieres esperar? Nuestro hotel está…

—No, idiota. —Lydia se quitó las gafas y sus profundos ojos verdes hicieron que, pese al calor, le recorriese un escalofrío—. Me refería a que, ya que estamos aquí, podrías intentar usar tu don. Ahora no tenemos presión de ningún tipo. Hemos escrito el libro, hemos acabado la investigación. Puedes relajarte y, no sé, ver lo que sale.

Caleb intentó sonreír.

—Esto no funciona así. Es algo que ocurre, simplemente, lo quiera o no. Y, de hecho, según la experiencia de mi propia familia, las habilidades psíquicas parecen manifestarse más intensamente después de sufrir alguna experiencia traumática. El estrés aumenta su potencia. Mi madre empezó a tener visiones tras la muerte de su padre. Y los poderes de Phoebe parecen haberse incrementado tras su accidente.

Lydia hizo un mohín y pateó la arena. Se apoyó contra una columna decorada con desvaídos jeroglíficos.

—Aparte de eso —añadió Caleb—, hace tiempo que decidí no invocar más visiones. Eso forma parte de mi infancia, es algo de mi vida pasada que sólo me ha traído sufrimiento.

—Anda, inténtalo —le rogó Lydia, tirándole de la manga—. Hazlo por mí. Estamos en el lugar donde se alzaba el templo de Isis. ¡Puede que nunca volvamos a tener una oportunidad así!

Caleb la miró a los ojos durante un buen rato, hasta que finalmente asintió.

—Bueno, pero no va a ocurrir nada.

—Con esa actitud desde luego que no.

Se encogió de hombros, rodeó a Lydia y se apoyó en una columna, acariciando la redondeada superficie de piedra caliza, recorriendo los jeroglíficos con la yema de los dedos. Concentrándose en los huecos burilados a cincel, comenzó a traducir lo que comprobó era una porción de un himno a Isis, en el que se le rogaba a la diosa que engendrase el sol, y de pronto olió a humo…

… y a aceite quemado. Espeso, opresivo. A la luz de braseros y antorchas, unos hombres con las cabezas afeitadas y largas túnicas azules se arrodillan en un suelo de mármol, y escriben unas letras en largos fragmentos de papiro. Un enorme techo abovedado se yergue sobre sus cabezas, pintado con una escena del Libro de los Muertos
en la cual Toth juzga las almas de los difuntos y saluda a una pareja real.

—Maneto —dice alguien. Y descubre que acaba de levantar la vista, sorprendido de estar escuchando el lenguaje egipcio tal y como se hablaba dos mil años atrás—. Casi hemos terminado —dice Vutan, uno de los sacerdotes de Hermópolis que coordina las traducciones.

—Bien. Ptolomeo Filadelfio estará satisfecho. Hay que llevar esto a Alejandría a toda prisa.

Se toma un momento para mirar cuanto le rodea. Están a muchos metros bajo la tierra, varios pisos por debajo de la parte principal del templo. Unas gruesas columnas sostienen el techo, y unos fuertes y viejos muros construidos miles de años atrás, sellan esta cámara. Dos estrechas corrientes de aire surgen hacia la superficie y sirven para reciclar el oxígeno. Los materiales que hay en el lugar están a salvo de la erosión del tiempo, algo que afecta inevitablemente a los rollos de papiro. Y además hay otros muchos textos, aún más antiguos, almacenados aquí, algunos escritos sobre tabillas, otros taraceados sobre láminas de cobre.

Y allí delante se alzan dos enormes columnas, si bien algo más menudas que las otras. Una de ellas está bañada en oro, la otra repujada de esmeraldas. Y casi a cada centímetro, unos símbolos cincelados a la perfección recubren su superficie.

Maneto ha pasado dos décadas estudiando las ancestrales historias que narran esos símbolos. Los ha usado para registrar la crónica de los reyes de Egipto desde los albores de los tiempos hasta el momento actual. Ha escrito tratados de magia, de filosofía y ciencia; ha aprendido los usos de los cuerpos celestes y el movimiento de la tierra. Pero, con todo, hay pasajes inexpugnables en esas dos columnas, líneas de inescrutable texto que no es capaz de traducir. Y los sacerdotes se niegan a divulgar sus secretos. Todavía no, le dicen. Aun cuando su nombre, Maneto, significa «amado por Toth», perciben que es indigno de adquirir su sabiduría más sagrada.

Hay docenas de traductores trabajando en ello, cada uno copiando únicamente secciones parciales, arrostrando la difícil tarea de traducir los símbolos al griego, afanándose en que incluso se mantengan con total fidelidad los elementos fonéticos. Más tarde, un mago y maestro artesano integrará esos fragmentos a diez tablas que recibirán el nombre de
Los libros de Toth.
La sabiduría de esas columnas, como bien sabe Maneto, ha sido traducida de la reliquia más maravillosa que jamás le hayan permitido ver: una tablilla de pura esmeralda que los sacerdotes aseguran ostenta propiedades milagrosas, un libro de múltiples capas que alberga en su interior la más sagrada sabiduría.

Maneto había prometido juntar la tablilla y su traducción y transportar sus contenidos a la nueva biblioteca de Ptolomeo. Incluso entonces, estaría acompañado por los sacerdotes para evitar el menor vistazo a las antiguas palabras de la Tabla Esmeralda.

—Gracias —dijo de nuevo, y unió las manos—. Estaré fuera, tomando la cena. Llamadme cuando hayáis terminado.

Emprende el camino a los pisos superiores por una sinuosa escalera, pensando en todo lo que ha aprendido, cuestionando ese legado de sabiduría.

Más de una vez ha tenido la sensación de que ya se habían dado los pasos necesarios para trasladar aquella fuente de conocimientos, pues la biblioteca ya no es tan segura como antes. El vulgo sabe de su existencia, y aunque protegida de los elementos, la biblioteca no puede ser defendida de los hombres ignorantes y maliciosos que sólo persiguen el poder.

Una vez afuera, bajo la techumbre de estrellas que se dispersan en el cielo y con el templo a sus espaldas, Maneto levanta la vista a las constelaciones, a Osiris, que se yergue majestuosa sobre la Vía Láctea, a Sirio, que flamea a sus pies. Luego se vuelve y a la luz de las estrellas lee la inscripción que hay a la entrada del templo
: Isis soy yo, soy todo lo que fue, lo que es y lo que será, y ningún mortal ha levantado jamás mi velo.
Y debajo de aquello
: Sólo los Dorados podrán entrar y ver la verdad del mundo.
Y luego un símbolo que le es familiar, aunque no por ello resta poder a sus ojos
:

Maneto piensa en los sacerdotes que, allá abajo, se afanan en traducir y preparar el más antiguo de los libros para la nueva biblioteca, grabando en las tablillas todo cuanto ha sido registrado. Y no puede sino reprimir un escalofrío al saber que, pese a todo su saber, todo su entendimiento, aún se le considera impuro, indigno de trasponer el velo y ver la verdad…

Caleb regresó bruscamente al presente, temblando en los brazos de Lydia. Tras contarle su visión, esta exclamó:

—Hubiera sido genial incluir esto, bueno, en el caso de que no te hayas equivocado al mirar por los ojos de Maneto.

—Claro, pero esa es la cuestión. Nunca estoy seguro de si me equivoco o no al ver lo que veo. —Aún estaba sacudido por los efectos de la visión, y tardaba en ponerse en pie—. Y aun cuando no me equivocara, ¿qué nota al pie le pondríamos a eso,
De las visiones psíquicas de Caleb Crowe
?

—Tienes razón —la sonrisa de Lydia se ensanchó, y luego frunció el ceño—. Entonces, los «dorados…». —Miró las columnas, tratando de imaginar qué aspecto habrían tenido tanto el techo como la inscripción—. ¿Qué crees que significa?

Caleb se sentó y se apoyó en una columna. Visualizó otra vez el símbolo, y recordó haberlo visto con una admonición similar bajo el faro. Recordó también lo que le había dicho Waxman cuatro años atrás.

—Según las tradiciones alquímicas, transmitidas por los escritos herméticos que han sobrevivido, el oro es el más puro de los materiales. Así pues, si alguien pretende trasponer el velo de Isis, o la puerta del faro donde aparece una advertencia similar, doy por sentado que antes habrá de pasar una prueba: ser purificado y considerado digno.

Lydia rio:

—Oh, entonces está claro que no vamos a pasar, después de lo que hicimos anoche…

—En serio, muchas religiones antiguas explicaban el mundo que nos rodeaba como un velo, una tenue cortina tendida sobre el mundo real, que sólo los iniciados de los misterios ocultos podrían descorrer.

—¿Qué iniciados?

Caleb se encogió de hombros:

—Las escuelas de misterio egipcio adoctrinaban a sus alumnos en ciertas enseñanzas que elevaban su esencia espiritual, y les hacían cuestionarse la naturaleza del mundo y aprender verdades ocultas tras el telón de la realidad aparente.

—¿Es posible que haya leído en alguna parte que Jesús pasó algún tiempo en Egipto?

—Es una teoría —dijo Caleb—. Los Evangelios no dicen nada acerca del período de su vida que abarca desde el momento en que el niño fue perdido y hallado en el templo hasta que regresa a Jerusalén y comienza su ministerio. Algunas fuentes ocultas aseguran que aprendió mucho de las enseñanzas en los templos de Isis y Osiris que impartían los sumos sacerdotes de Delfos, y que había accedido a una sabiduría escondida, y que…

—… traspuso el velo —remató Lydia.

Lentamente, Caleb se puso en pie:

—Muchos de los versículos del Evangelio son traducciones literales de fuentes egipcias mucho más antiguas. El primer versículo de Juan parafrasea casi palabra por palabra uno de los textos de la pirámide, un himno a Amón-Ra hallado en una tumba del año 2000 antes de Cristo. El Sermón de la Montaña es casi una copia al carbón del discurso que Horus dio a sus seguidores. Y las imágenes grabadas en una de las paredes del templo de Luxor muestran el nacimiento de Horus, rodeado por tres deidades solares que siguen la estrella Sirio, con un panel previo donde aparece Toth en la anunciación a la virgen Isis.

Lydia alzó las manos para detenerlo, insegura de si debía dejarle continuar:

—Ey —dijo—, no te preocupes. No seré yo quien te acuse de herejía. No he ido a misa desde hace diez años.

Caleb ignoraba aquello. En realidad, lo ignoraba casi todo sobre su vida pasada. Habían estado tan absortos en sus investigaciones de la historia antigua que no habían tenido tiempo de ahondar en el pasado más reciente. De vez en cuando Lydia le preguntaba por la relación que tenía Caleb con su madre y con Phoebe, y también sobre la Iniciativa Morfeo. De tarde en tarde Caleb recibía alguna carta de Phoebe donde esta le preguntaba por el libro o le ponía al día sobre los infructuosos intentos por desentrañar el código del faro, y Lydia le interrogaba sobre los progresos de aquella investigación. Por suerte, nunca le había preguntado por su padre. Y, por amargo que sonase, ya sólo en muy contadas ocasiones Caleb pensaba en él.

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