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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (23 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—La Tabla Esmeralda.

—Junto con la colección procedente de Sais. Transportada y escondida…

—… en la Biblioteca de Alejandría. Ya…

—¿No me has escuchado antes? —Lydia acercó su rostro a escasos centímetros del de Caleb; tenía unos labios lustrosos a la luz del sol, terriblemente tentadores—. No creo que llevaran la tablilla a la biblioteca. Apuesto a que para encontrarla habría que buscar en la otra maravilla arquitectónica de Alejandría.

Caleb abrió la boca, y, de pronto, todo pareció cambiar de lugar. El mundo centelleó y cada cosa que veía se hallaba rodeada por un nimbo flotante, pero sólo por un instante; enseguida la sensación desapareció, como el resplandor de una revelación.

El sello, la gran puerta, las trampas. ¿Podría ser que…?

—¿Qué opinas? —preguntó Lydia—. ¿No merece la pena escribir sobre ello? Es una teoría tan nueva como arriesgada: el faro no sólo servía como almenara, no sólo era una maravilla arquitectónica: también era una cámara acorazada.

Caleb la contempló como si acabara de salir de una lámpara oriental y le hubiera ofrecido tres deseos.
¿Cómo es posible que no lo haya visto antes?
Las implicaciones de aquello eran, simplemente, asombrosas. Todo cuanto habían visto y percibido debía ser contemplado otra vez bajo aquella nueva luz.

—El tesoro…

—… no es lo que pensabas.

—Es algo aún más valioso —remató Caleb, y en aquel instante, un fogonazo que semejaba proceder del infinito rasgó su alma, revelando…

… un oscuro convoy de camellos, carretas cubiertas, docenas de esclavos que acarrean grandes cofres de bronce. Las tres oscuras pirámides menguan en el horizonte, negras contra el tapiz de la noche…

—Una caravana —le dijo Caleb a Lydia, retornando al presente— se aleja de Gizé.

La brillante luz del sol se derramó por su rostro cuando Lydia lo tocó para apartarle de los ojos sus sudorosos cabellos. Se sentó en el brocal de una fuente, una burbujeante fachada de mármol por cuyos bordes se derramaba el agua. El desagradable olor del pescado y el agua sucia penetró por sus fosas nasales. Parpadeó y los vio…


llevando un cargamento secreto bajo el manto de la noche, siguiendo el curso del Nilo, supervisados por un hombre con túnicas negras.

—¿Sabes en qué año fue? —preguntó Lydia.

El caudal del Nilo, las colinas que van quedando atrás, los árboles desmochados, las grandes extensiones de desierto… De pronto, a través de una maravillosa puerta que se abre a una enorme ciudad llena de imponentes templos y obeliscos, un estadio y millares de personas, la caravana se adentra por un haz de callejones oscuros y emerge a un racimo de calles y almacenes que desembocan en un puerto. Y allí, al otro lado del agua, se alza una oscura forma que despunta de una isla. Todavía a medio hacer, se yergue aguardando la mañana, aguardando, también, a que cientos de hombres reanuden las obras de construcción.

—Tiene que ser hacia el 300 antes de Cristo —dijo, todavía observando las imágenes que desfilaban en su cabeza—. El faro aún no está terminado.

—¿Y qué más? —le instó Lydia. Le apretaba el muslo casi con saña.

Caleb sacudió la cabeza, resistiéndose al tirón del presente, las palomas, los turistas, el acordeón y los cantantes que se escuchaban en la distancia, las campanadas del gran reloj de la torre que pugnaban por atraer su consciencia.

—La caravana ha rebasado el Distrito de Palacio y el Templo de las Musas.

Apoyó la cabeza en las manos y empezó a tomar bocanadas de aire. Sintió otro fogonazo y vio de nuevo aquella figura, el líder de la caravana, envuelto en una túnica negra y tocado con un capuchón oscuro…

… deteniéndose ante el primer peldaño que conduce al faro. Todo cuanto hay a su alrededor son grandes bloques, cuerdas, poleas y andamios. Herramientas que los artesanos han dejado allí. Se detiene en el siguiente peldaño mientras, a su espalda, el convoy hace un alto, y todos los esclavos bajan la vista a sus pies.

Hay un hombre allá arriba. Con su túnica blanca ondeando al viento, se desplaza con fluidez hasta lo alto de las escaleras.

—Bienvenido. ¿Traes lo prometido?

El hombre de negro asiente.

—Así es. Ahora eres tú quien debe protegerlo, Sostratus.

—Esta colección habrá de ser la primera de muchas.

—Es la más antigua, la más importante.

—Entonces tendrá que ser la mejor protegida de todas.

El hombre de negro otea la enorme estructura, todavía sin finalizar, que se alza con tan precisa majestad hacia el tejido del cielo. Una ligera niebla surge de las rocas del mar y refresca su rostro.

—El ancestral lugar de descanso de Toth ha sido vaciado. Guardad bien sus tesoros.

Caleb dio otra bocanada de aire y regresó al presente.

—Increíble —dijo Lydia con expresión consternada—. Da igual cuántas veces te vea hacerlo, no soy capaz de acostumbrarme a ello.

—Yo tampoco —replicó Caleb, resollando.

—Te creo —levantó la cabeza, distraída por algo que había visto en la plaza—. Escucha, voy a traerte un zumo de naranja con hielo. Necesitas líquidos.

—Vale.

La vio marchar, luego metió la mano en la fuente, tomó algo de agua y se humedeció las mejillas y la frente, sintiendo por un momento que perturbar aquellas aguas era poco menos que un acto blasfemo, antes de volver a ponerse las gafas.

Pasó un minuto, luego otro. Al fin, levantó la vista hacia el puesto de bebidas. Tres palomas revolotearon sobre su techo antes de volar hacia otra parte. El puesto estaba vacío. Caleb se incorporó y miró alrededor, sintiendo un repentino rapto de angustia. Pero allí estaba Lydia, a escasa distancia, hablando con un hombre vestido con un traje gris y una boina ladeada en la cabeza, sobre unas espesas cejas grises. El recuerdo le golpeó entonces como un martillo, y Caleb lo recordó.

¡El hospital! De pie, ante mi cama.

El faro se defiende solo…

Antes de que pudiera pensarlo dos veces, Caleb echó a correr. Las palomas se dispersaron al pasar junto a ellas. Tropezó con dos turistas asiáticos, pero siguió corriendo. Lydia se dio la vuelta cuando Caleb se acercaba a ella. El hombre bajó la cabeza y se apresuró a marcharse.

—¿Cariño? —le dijo, dando un paso hacia él con el que parecía tratar de impedir que siguiese al extraño, o ver mejor sus facciones. Le rodeó el pecho con un brazo—. ¿Estás bien?

—¡Ese tipo! ¿Quién era?

Lydia miró alrededor.

—¿Quién? ¿El viejo ese con el que estaba hablando? Y yo qué sé. Me estaba preguntando cuánto costaba tomar una góndola para ir al museo, y…

—¡No! —Caleb sacudió la cabeza, señalando hacia la figura, que en aquel momento ponía un pie en un bote—. Lo conocías. Estabais hablando. ¿Qué es lo que quería?

—Acabo de decírtelo —aferró a Caleb por los hombros con la misma fuerza que antes—. Caleb, estás comportándote como un loco. Volvamos al hotel.

—¡No!

Lydia dio un paso atrás.

—Oye, siento haber sacado lo del faro. No sabía que iba a desquiciarte tanto.

Caleb le dedicó una mirada de furia.

—No estoy desquiciado. Conozco a ese hombre. Lo he visto antes.

—¿Y eso no es de estar desquiciado?

—¡No! Fue en Alejandría. Él… él me visitó en el hospital. Se regodeaba en nuestro fracaso.

Lydia echó una mirada sobre el hombro y vio la góndola alejándose por el canal, uniéndose a otras tres que hacían el mismo camino.

—No puedes hablar en serio. ¿Crees que alguien te sigue, después de tantos años?

Furioso, Caleb la miró por encima de las gafas.

—Lydia. Cuéntamelo. Cuéntame lo que está pasando. Créeme, si no lo haces, lo averiguaré por mi cuenta.

Lydia rio y le pinzó las costillas.

—¿Me estás amenazando con tus poderes? ¿Quieres decir que nunca voy a poder tener una aventura, porque seguirás cada uno de mis movimientos con tu visión remota? —se retiró el pelo de la cara, todavía sonriendo—. Supongo que tendría que haber cubierto esa eventualidad en nuestros votos ante el altar. Venga, amor. No te estoy ocultando nada.

Le tendió la botella de zumo de naranja y le alejó de la plaza. Sus dedos lo acariciaban, pero él no devolvió el gesto. Pensaba en la advertencia de Phoebe, tantos años atrás.

Una mujer de ojos verdes…

Pero para cuando estuvieron de vuelta en el hotel, Caleb contemplaba lo sucedido bajo una luz muy distinta. Había estado alucinando, imaginándose lo peor. Eso era todo. Se había sentido terriblemente desdichado toda su vida, y ahora que había encontrado su pequeño nicho de felicidad, su subconsciente quería encontrar motivos para hacer fracasar aquel sueño, para arrastrarlo a la caída. No iba a permitir que aquello sucediese.

Ahora tenía una nueva meta. Por lo visto, esa meta lo llevaba ahora al mismo camino que a su madre. Pero decidió no contarle nada. Aún no.

En esta ocasión soy yo quien inicia la búsqueda, y tengo una nueva compañera.

Victor Kowalski, sentado en un banco junto a la fuente, presionó el botón de ENVÍO de su teléfono móvil. Con cuidado de no mirar hacia los recién casados, que se alejaban en la distancia, se colocó el móvil en la oreja, se acomodó las gafas de sol sobre el puente de la nariz y fingió contemplar la extravagante arquitectura de la iglesia. Estaba vestido con una
blazer
de color azul claro y unos pantalones grises, y llevaba en la cabeza una gorra de los Yankees. De su cuello colgaban dos cámaras de fotos, y mascaba tres tiras de chicle de fresa. Un retrato perfecto del turista de pro.

La señal de llamada cesó y escuchó la voz de Waxman.

—¿Sí?

—Lydia ha tomado contacto.

—¿En persona?

—Sí.

—Las cosas se complican. Deben de estar cerca.

—Me situé lo bastante cerca como para escuchar. —Kowalski explotó un globo—. La mujer le dijo a nuestro viejo amigo que no tardarían mucho.

—¿Así que es allí adonde se dirigen?

—Sí, aunque el chico aún no lo sabe. Estarán en Alejandría la semana que viene.

—Buen trabajo. Sigue al señor Gregory, pero no te dejes ver. Prefiero que sigan pensando que nos hemos rendido.

—¿Entonces, no debo emprender ninguna acción contra él hasta…?

—Hasta que Caleb nos meta.

Victor cerró la tapa del móvil. Se levantó y enfiló sus pasos hacia el muelle, donde detuvo una góndola

Ya que tenía que seguirlos, lo haría con clase.

7

Alejandría — Junio

—Nuestro encuentro en Venecia fue una estupidez. Demasiado peligroso —dijo Lydia cuando el hombre emergió de las sombras del callejón que daba a la discoteca. Caleb había regresado al hotel, a una manzana de distancia, para descansar por fin tras casi dos días sin dormir, sumido como estaba en la documentación y el trabajo en los códigos.

—No esperaba que el tipo fuese tan paranoico —replicó Nolan Gregory.

—Tiene motivos para serlo —repuso Lydia—, después de tu dramática aparición en el hospital. ¿Acaso era necesario hacerlo?

—Con el tiempo, veremos qué era necesario y qué no.

—No es algo que vaya a olvidar alguna vez.

—Lo único que sé es que necesitamos que Caleb siga adelante. Que continúe volcando sus pensamientos y sus sueños en el faro. De otro modo…

—Sí, sí, lo sé. De otro modo nunca lo lograremos —concluyó Lydia, impaciente. Luego, con calma pero con urgencia, añadió—: pero está haciendo progresos. Los ha visto, ¡a los fundadores! Sostratus y Demetrius. Y mucho más que eso.

—Bien, bien. Ahora debes hacer que vea el resto.

—¿Por qué no le decimos la verdad acerca de quién es?

—No. Cuando lo averigüe por su cuenta, lo comprenderá, y entonces nos llevará hasta la clave. Cualquier otra cosa nos conducirá al desastre. —Gregory regresó al cobijo de las sombras—. Y a otro milenio de oscuridad.

El claxon de un coche resonó en la calle, y tres muchachas salieron entre risas de la discoteca, apresurándose a subirse en él.

Lydia suspiró.

—Me temo que tendré que tomar medidas drásticas.

—Tienes toda mi confianza. Sé que sabrás elegir el momento.

Volviéndose, Lydia caminó lentamente hacia el este, en dirección al hotel. Los coches pasaban a toda velocidad, y el tibio aire que levantaban jugaba con su blusa y le cosquilleaba el cuello. Allá en el puerto parpadeaban algunas luces. Unos rayos tenues, vacilantes, sajaban el manto de sombras que cubría la fortaleza Qaitbey.

Lydia se tomó su tiempo para caminar y pensar. Y para luchar contra sus emociones.

Se llevó una mano al estómago y comenzó a llorar.

8

E
L adelanto de Doubleday permitió pagar todo un mes de la
suite
del hotel en que Caleb y Lydia se hospedaban. El primer libro seguía vendiéndose bien en Europa, si bien en los Estados Unidos había cosechado un éxito limitado, probablemente porque no habían tenido ocasión de hacer allí más promociones.

Su habitación dominaba las vistas del puerto. Y afuera, siguiendo el Boulevard de la Rosette, podían llegar hasta el paso elevado y caminar hasta la fortaleza Qaitbey en una hora. El museo estaba a muy poca distancia, al igual que el Palacio Municipal y el teatro Zinzania. Cerca del puerto, donde la mayoría de los arqueólogos creían que la vieja biblioteca se alzaba en el pasado, se erguía ahora, orgullosa, la biblioteca alejandrina, una versión moderna de la histórica biblioteca. Su construcción concluía en 2006, y comprendía diez pisos, cuatro de los cuales se hallaban bajo tierra para proteger los contenidos del envite de los elementos. Al lado de la biblioteca había un museo de ciencias y un planetario.

Pero, por excitantes que aquellas atracciones resultasen, Caleb y Lydia tenían poco tiempo para ejercer de turistas. Caleb había ampliado las fotos del gran sello que Phoebe le había regalado en Navidad, años atrás. Las había clavado en una pared, bajo una sábana con la que las cubrían cuando él y Lydia abandonaban su cuarto. Cada día pasaban horas analizando hasta el último centímetro de la imagen, estudiando cada grabado, cada símbolo.

Con bastante frecuencia, y en ocasiones hasta varias veces al día, Caleb solicitaba a Lydia que saliese en busca de algún artículo periodístico o libros a los que no podía acceder desde su ordenador. La mayoría los tenía Lydia que solicitar a través de sus contactos en las oficinas de Doubleday en Inglaterra. Consiguieron así bastantes libros raros del siglo XVII sobre alquimia: Paracelso, Geber, Hollandus y Kircher. Consultaron las obras de Francis Bacon e Isaac Newton, el compendio en tres volúmenes de Madame Blavatsky y muchos otros libros arcanos. El truco, como siempre, radicaba en centrarse en los que habían sido escritos bajo una auténtica inspiración, aquellos que derivasen su caudal de conocimientos de la fuente de textos más antiguos.

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