Objetivo faro de Alejandría (34 page)

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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Cuando Caleb regresó al presente, lo hizo con una respiración calmada, tranquila. Sus ojos se agitaban de un lado a otro, y pestañeó como para espantar las sombras. Phoebe se sentaba frente a él, mascando una barra de Snickers.

—¿Cómo es posible que no estés gorda? —preguntó.

Phoebe sonrió de oreja a oreja y sacó músculo con su brazo derecho:

—Juego al tenis, ¿recuerdas? ¿Qué has visto?

Caleb se lo contó.

—Así que hubo alguien que resolvió los enigmas, y consiguió superar las trampas.

—Alguien con nuestro don —dijo Caleb—. Sabemos que Metreisse tenía visión remota, o al menos él afirmaba poseer tal poder.

—Y aun así, si encontró el tesoro, ¿de verdad lo iba a dejar allí?

—Eso parece. O quizá, habiendo visto el modo de superar las trampas, nunca llegó a abrir la puerta. Parece que se consideraba vinculado a la promesa de sus antepasados de mantener el tesoro a salvo.

—¿Y cómo podemos usar esta información? ¿Y qué quería decir Gregory con ello?

—No lo sé —dijo Caleb—. Tenía algo que ver conmigo, sin embargo. Y… ¿qué?

Phoebe miraba boquiabierta la pantalla de su portátil.

—Algo acaba de suceder. Mi pantalla ha emitido un parpadeo como suele hacer cuando va a ejecutarse un nuevo programa. Qué raro.

Se inclinó sobre el teclado y pasó a un programa nuevo.

—Espera, voy a comprobar algo… ¡Oh, no!

—¿Qué pasa? —Caleb se situó tras ella y miró sobre su hombro.

Phoebe señaló el primer objeto de la lista.

—La carpeta. Había grabado todas las fotografías escaneadas en una carpeta, y alguien ha accedido a ella y la ha borrado. Ya no está aquí.

—¿Dónde está entonces?

—Voy a comprobarlo… —Phoebe ejecutó un par de archivos, comprobó sus correos electrónicos y luego levantó las manos, abatida—. No sé. Ya ni siquiera está en la carpeta de archivos temporales. Podría volver a escanearlo todo, pero…

—Pero alguien más lo tiene. —Caleb se acodó en la mesa—. ¿Se lo han llevado todo?

—Pues sí.

Lanzó una maldición.

—¿Quién tiene acceso a tu ordenador?

—Ni idea. Estaba conectada a la red, así que, o alguien se puso a cotillear en mis archivos y se llevó este en concreto, o es que tengo un virus en mi portátil que permite que alguien pueda espiarme y robarme lo que le dé la gana.

—¡Es lo que nos faltaba! —exclamó Caleb, arrojando su lápiz—. Los guardianes se han hecho con él.

—Quizá —dijo Phoebe, frunciendo las cejas.

—¿Qué quieres decir con «quizá»? ¿Quién más podía ser?

—No lo sé. Pero estoy preocupada de que pudiera ser alguien de la Iniciativa Morfeo.

—Anda ya, ¿esos tipos? Pero sí ellos… —Caleb se detuvo en seco y miró a su hermana de hito en hito—. Espera. Tú no sospechas de ellos…

—No —dijo Phoebe, sacudiendo la cabeza—. Ya sabes en quién estoy pensando.

Caleb se incorporó y recogió sus cosas.

—Waxman.

18

T
RAS varios intentos de localizar al grupo y obtener sólo la voz del contestador, Caleb llevó a Phoebe a la calle y tomaron un taxi. Tardaron dos horas y media en recorrer la distancia de noventa kilómetros que había hasta Sodus. Los caminos estaban resbaladizos. La lluvia se había convertido en hielo, y había coches detenidos en las cunetas cada pocos kilómetros. Por suerte, el conductor del taxi tenía un vehículo con tracción a las cuatro ruedas y un fuerte sentido de la autoconservación. Aun así, patinaron unas cuantas veces y derraparon otras dos en medio del tráfico, evitando por poco los coches que llegaban en sentido contrario.

Cuando el taxi se detuvo ante la casa, Caleb sacó a Phoebe del coche y la sentó en la silla, y luego la empujó por la nieve camino arriba:

—No hay coches —observó Caleb—. Y en el interior no se ven luces.

—Mierda —dijo Phoebe.

La casa estaba vacía.

—No puedo creerlo —murmuró Phoebe una vez estuvieron dentro—. ¡También mamá! Pero ella no nos hubiera abandonado de esta forma…

—A menos que creyese que lo mejor para nosotros era no ir con ellos. —Seguía mirando por la cocina y el salón, en cuyas paredes colgaban nuevos dibujos, mientras que otros yacían desparramados por las mesas—. No necesito ver la escena por medio de la visión remota. Puedo imaginar que Waxman le ha dicho que era mejor que ellos fuesen por su cuenta y comenzaran sin nosotros. Apuesto a que le recordó lo sucedido en Belice.

—Eso es ridículo —dijo Phoebe—. Ahora somos distintos, y además, ¡mira las condiciones en las que me encuentro! Por mucho que Sostratus fuera un genio, dudo que fuera tan adelantado a su tiempo como para incluir una rampa de acceso para minusválidos a su torre.

Caleb siguió escarbando entre los papeles, examinando los dibujos. El orden en que estaban colocados explicaba los seis primeros enigmas.

—No veo nada del sol, el último bloque. ¿Tú no…?

—No. El escaneado quedó incompleto. El pergamino estaba dañado.

Caleb se volvió hacia Phoebe, y vio su postura abatida en la silla, allá en la cocina.

—¿Pueden haber sacado algo significativo de ese escaneado?

—No lo creo —replicó Phoebe—. A menos que Waxman haya diseñado algún programa propio, o cualquier cosa semejante, que aumente la resolución. Faltaban muchos fragmentos del pergamino, pero algo de lo que había ahí era suficientemente legible, y quizá un programa de ordenador pudiera extrapolar las letras que le faltan a partir de la posición de los caracteres visibles, y…

—O sea, que podrían obtener la respuesta…

—O aún peor: podrían creer que la tienen y estar equivocados.

Caleb se apartó el cabello de la frente y lanzó una mirada reflexiva por la habitación, sin centrarse en nada en particular, pero esperando… esperando que estuvieran pasando por alto algo demasiado simple.

—Mamá no habría…

—Caleb —le cortó Phoebe—, mira. Una cámara. Una de las tres que mamá solía dejar grabando para documentar cada etapa del proceso.

—¿Y qué? Deben haberla olvidado en sus prisas por huir de aquí antes de que volviéramos.

—No lo creo. Conéctala a la tele. —Caleb dedicó a su hermana una mirada de duda—. Hazme caso, ¿vale?

Caleb conectó la cámara a la tele y la encendió. Rebobinó la cinta hasta que el visor de tiempo señaló las 19.30, tres horas atrás, luego presionó el botón de PLAY y se sentó en el sofá junto a Phoebe.

—Quizá deberíamos haber hecho unas palomitas —sugirió Phoebe, sin la menor inflexión de voz.

—Shh. Durante las películas no se habla.

En la pantalla, el salón bulló de vida. Doce personas rodeaban la mesa, y en el lado izquierdo se encontraba Helen, inclinada hacia delante y sosteniendo una hoja de papel. Era una fotografía aumentada de la séptima piedra que había ante la puerta. El símbolo del Sulfuro.

—Este es vuestro objetivo —les explicaba—. Imaginad que estáis ante este signo y luego pensad en la apertura de la puerta. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué veis? Dibujad lo que sintáis.

«Junto con esto —dijo—, pensad en la cripta que hay escondida bajo el faro. Imaginad el último enigma, la llave final. Observad y dibujad lo que veáis».

Caleb se rascó la nuca:

—Mamá parece un poco impaciente.

—Desesperada —reconoció Phoebe—. Es mejor dejar que se centren en el símbolo y vean a dónde les lleva su inconsciente.

—Eso es, creo que, o bien está confundiéndolos, o invitándolos a que se desvíen de lo que de verdad importa.

—Vamos a ver.

No ocurrió nada durante los siguientes minutos: los psíquicos se limitaban a vegetar en sus sillas, manteniendo los ojos indistintamente cerrados o abiertos. La habitación se hallaba envuelta en silencio. Unas cuantas velas titilaban al fondo.

Caleb rebobinó hacia delante hasta que vio algo de movimiento. Casi había pasado media hora. Algunas personas estaban dibujando, pero otras se dedicaban a hablar.

—Vi mis dedos cubiertos de oro —dijo una mujer de mediana edad con flequillo oscuro—. Y entonces alargué las manos y toqué el báculo. La puerta se abrió…

—Yo también estaba cubierto de oro —intervino un hombre calvo de unos setenta años—. Y me acerqué a la puerta, dejando un resplandeciente rastro de polvo dorado a mi paso.

—Yo no he visto nada de eso —sentenció otra mujer—. Sólo he visto un barco. De hecho, podría tratarse de varios barcos. Todos ellos tenían formas diferentes, pero sus velas eran rojas y blancas.

Un hombre situado en el fondo, vestido con un suéter de cuello vuelto, se aclaró la garganta:

—Yo también he visto un barco, y lo he dibujado

Levantó una hoja de papel. El barco tanía dos mástiles, y surcaba el mar junto a una ciudad costera, donde una torre protegía el puerto.

Otro hombre apareció en el encuadre. Se inclinó y susurró algo en el oído de Helen.

—Waxman —musitó Phoebe—. Mamá está perpleja. Mira sus ojos.

—Chicos —decía Helen desde la pantalla—. Creo que con esto ya hemos terminado. Es evidente que el séptimo enigma se resuelve si uno va cubierto de oro, o al menos ha revestido de oro las yemas de los dedos. La información que George acaba de comunicarme así lo indica. Lo hemos verificado a través de un antiguo pergamino que dice: «Para pasar la séptima, toca el báculo con dedos de oro».

—¿Y qué hay de los barcos? —preguntó el hombre del suéter de cuello vuelto.

—Será una mala lectura —opinó Waxman—. ¿Quién sabe? —se estiró como un gato, alzando los brazos al techo—. Creo que hemos terminado. Chicos, habéis hecho un trabajo excelente. Podéis iros hasta que recibáis nuestra llamada. Os enviaremos un sustancioso cheque por vuestra contribución en las próximas dos semanas, y si queréis que vuestros nombres aparezcan en el estudio, por favor, hacédselo saber a Helen.

La gente comenzó a estrecharse las manos y a despedirse. Helen se dirigió a la cámara y alargó una mano para apagarla. Por un segundo no sucedió nada. Luego apareció su rostro, en primer plano. Sus ojos se desviaron hacia la cocina, pero enseguida se dirigieron a la cámara.

—Caleb, Phoebe… vamos a Alejandría. George… George está… lo siento. Esto es algo que los dos queremos, es lo que necesitamos hacer. Si tenemos éxito, todo cambiará. Os lo prometo. Estaré allí por vosotros, y todo esto habrá terminado. Os adoro…

Caleb detuvo la cinta, y cuando se dio la vuelta, Phoebe estaba al teléfono. Luego lo colgó.

—Nada. Mamá ha apagado su móvil.

—O están ya volando.

Miró alrededor, impotente.

—¿Caleb?

—¿Sí?

—Creo que mamá está en problemas. Y también creo que ella lo sabe.

—Lo sé. El miedo que tengo es que la siguiente llamada que recibamos sea de las autoridades, diciéndonos que está muerta.

Phoebe suspiró:

—Me pasa igual.

La nieve acariciaba las ventanas, y la tormenta estremecía el armazón del faro.

Caleb tamborileaba con un pie, contemplando la distancia.

—¿En qué estás pensando? ¿Vamos tras ellos, o esperamos a que nos llamen?

Caleb sacudió la cabeza.

—No creo que tengan las respuestas apropiadas.

—¿Para el séptimo enigma? —preguntó Phoebe—. Yo creo que parecía muy exacto…

—No me refiero al séptimo —dijo—. Creo que ese está bien. ¿Pero recuerdas las órdenes que mamá impartió al grupo? Han vuelto con dos visiones diferentes.

—Una relacionada con oro, la otra con barcos.

—Eso es —tomó una profunda bocanada de aire y volvió a imaginarse el faro, alzándose con magnificencia sobre sus tres pisos, y luego vio su imagen especular, temblando bajo su base—. ¿Cómo expuso la frase con la que impartía la segunda orden? Dijo que visualizaran la última clave… signifique esto lo que signifique.

—Cierto, y eso fue lo que hicieron. Vieron el séptimo signo, y…

—¿Y si el séptimo signo no fuera el último?

Phoebe abrió la boca.

—Oh…

Caleb comenzó a pasear por la habitación, algo que siempre le había ayudado cuando se documentaba para un libro.

—Sabemos que el tesoro tiene que ver con las escrituras de Toth. Y también sabemos que los siete pasos de la alquimia conducen al renacimiento espiritual, y que el séptimo tiene el fin de hacer permanente ese estado de consciencia una vez se ha imbuido de lo eterno.

—La Piedra Filosofal.

—Eso es. Pero algunas fuentes también mantienen que hay una octava etapa. Más allá de la séptima está el renacimiento, la trascendencia completa. Lo que hace que todo se ponga en marcha. Dios creó el mundo en seis días, descansó el séptimo, y luego, en el octavo, cada cosa se puso en su sitio. Lo mismo sucede con Toth. Ocho es también el número de octavas, y Toth se dice que creó el mundo a través de su voz, de la música.

—Vale, lo pillo. El ocho es un número poderoso. —Phoebe desplazó su silla por la habitación—. ¿Pero podemos estar seguros de que hay otra puerta?

—Piensa en ello. Los guardianes estaban furiosos con el Renegado, Metreisse. Si sólo hubiera estos siete enigmas, ellos mismos los habrían descubierto, siendo los eruditos alquimistas que eran. Pero fue Metreisse, haciendo uso de sus capacidades psíquicas, el único que encontró el camino a la cripta. Eso hace pensar que la última puerta quizá no pueda trasponerse tirando meramente de intelecto. Podría ser más convencional, incluso puede que requiera de la clave
física
adecuada: una llave.

Phoebe asintió:

—Y Metreisse huyó en un barco, exactamente lo que los psíquicos de mamá habían visto. ¿Pero qué significa eso? ¿Que el bote se hundió, y con él la llave?

—Quizá —dijo Caleb, temeroso de verse obligado a hacer una nueva inmersión. Aun así, no le resultaba todo tan claro—. Pero entonces, ¿por qué los guardianes de hoy siguen convencidos de que nosotros la tenemos?

—No lo sé.

Pero yo sí debería saberlo
. Caleb se masajeó las sienes.
La respuesta está cerca, oculta a la vista.

No era la primera vez que tenía aquella sensación, pero, nuevamente, no era capaz de averiguar lo que en principio debía saber, y maldijo su escasa intuición. Quizás había llegado lejos en su desarrollo espiritual, pero lo cierto era que todavía no había trascendido lo suficiente.

Phoebe susurró:

—Mamá está en problemas, hermanito.

—Lo sé. Debemos irnos. Quizá haya una posibilidad de que podamos adelantarnos a ellos.

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