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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (38 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Con un grito agónico, veinte años de puro dolor estallaron al mismo tiempo. El pecho le subía y bajaba, tenía los músculos tensos. Pateó y luchó y gritó y aulló en el vacío.

—¿Qué demonios te pasa? —gritó Waxman—. Ni siquiera te he tocado todavía.

—Papá —susurró Caleb, ahogándose en sus propios sollozos—. Papá. Estuviste aquí.

Y la sala quedó en silencio. Los pasos se detuvieron. Incluso el rumor de las luces eléctricas parecía desvanecerse en un abismo silente.

Finalmente, Waxman habló:

—Pensaba que eso lo teníamos cubierto. Él no tenía ni idea.

Caleb se obligó a respirar, a calmarse, a concentrarse, para perseguir la pista que Waxman acababa de brindarle:

—¡Papá nunca estuvo en Irak! —Caleb sabía que estaba en lo cierto—. Lo trajiste aquí, pero intentaste convencerle de… ¿qué? ¿Que había sido derribado?

Tras un minuto de absoluto silencio, Waxman dejó escapar un profundo suspiro, como si guardara para sí un doloroso secreto que hubiera deseado revelar desde hacía muchos años:

—Uno de mis muchos cobayas durante los primeros años del proyecto
Stargate
era un hombre llamado Howard Platt. Despreciable como vidente, nunca siguió las indicaciones que se le daban y nunca localizó un solo objetivo. Pero en una ocasión, cuando le pregunté por el mayor peligro que amenazaba a nuestra seguridad, habló de la almenara de Faros, algo de lo que yo ni siquiera había oído hablar hasta entonces. Sus divagaciones eran extrañas, pero demasiado detalladas como para pasarlas por alto. Así que no pude evitar seguirlas y ver hasta dónde me llevaban.

Waxman encendió otro cigarrillo y dejó escapar una espesa bocanada de humo que se entremezcló al resplandor halógeno de las lámparas:

—Mi equipo de analistas reunió toda la información disponible acerca del tema, y lo que obtuvimos como un posible objetivo fue cierta tesis escrita por un tal Philip Crowe.

Caleb sólo podía observar y escuchar:

—Y así es como llegué a tu vida, Caleb. Al principio, no tenía ni la menor idea de los talentos psíquicos que poseía tu padre. Sólo quería lo que él sabía sobre el faro. Pero luego supe lo que Crowe podía hacer, y cómo yo podía utilizarlo. En primer lugar contó todo cuanto sabía. Me habló de Sostratus, de la biblioteca. De los guardianes, y más importante aún, de la existencia de trampas.

—Pero no cómo rebasarlas —dijo Caleb, admirando a su padre y pensando en hacer lo mismo que él: darle a Waxman suficiente cuerda aunque sólo fuera para colgarse a sí mismo. Sin duda, su padre no le había revelado el orden correcto de las siete primeras trampas. O quizá le había desorientado deliberadamente diciendo que el Agua era el primer signo que debía rotar, esperando que Waxman probase suerte ante la puerta y muriera en el intento. Si su padre había conseguido guardar el secreto, entonces, sin duda, no habría mencionado el octavo enigma, la clave final.

Waxman gruñó:

—Philip era duro, eso tengo que reconocerlo. Pero dobló cuando más lo necesitaba. Me dio el propósito que había estado buscando desde siempre, la salida de mi infierno personal. Y me mostró el camino a la redención, la redención de toda la raza humana. Las divagaciones de Platt me llevaron hasta tu padre, y tu padre me condujo hasta el faro. Y por Dios que destruiré esos libros y salvaré el mundo.

Caleb no pudo por menos de reír:

—Te compadezco.

—Compasión, odio, miedo… Sea lo que sea lo que sientes por mí, no me importa, mientras me des lo que necesito.

Caleb forcejeó de nuevo, luego se rindió y miró alrededor:

—Entonces, ¿cuánto tiempo estuvo aquí?

Waxman hizo un gesto desdeñoso con la mano:

—¿Siete, ocho años? Pero no exactamente aquí. Él estaba convencido de que se encontraba en Irak. Proyectábamos imágenes en las paredes, echábamos arena por todas partes, hacíamos que se oyesen los ruidos del desierto, de la guerra… Incluso trajimos tipos de Oriente Medio para que se encargasen de los golpes y la tortura, todo era perfecto.

—Pero era mi padre —susurró Caleb, y una sonrisa se formó en sus labios, pese a la ira—. Él lo sabía y trató de avisarme, pero yo era demasiado joven como para comprender. —
No estaba preparado
. Caleb pensó de nuevo en su última visión del mar y las olas, y el barco en perpetuo movimiento. Y de pronto, con un escalofrío, lo comprendió—: Entonces lo has sabido desde siempre. Sabías que lo que había en el faro no era el oro de Alejandro.

—Por supuesto.

—Entonces, mi padre también lo sabía…

De nuevo, Caleb vio el barco que había aparecido en su última visión y al padre que hablaba con su hijo. En un fogonazo, vio otro barco, luego un bajel, luego una galera, luego un veloz clíper: una sucesión de naves marinas surcando los siglos, todas ellas tocadas por los rojos y los blancos, todas ellas partiendo de diferentes puertos, diferentes mares. Algunas por la noche, con una orgullosa almenara en sus mástiles, iluminando el camino, siempre moviéndose, siempre sobre las aguas.

—Eres un poco lento, muchacho.

El corazón de Caleb percutía con fuerza, y su piel se le encrespó. Y tanto que era lento. ¿Cómo era posible que aquello se le hubiera pasado por alto? Al centrarse en su madre y preocuparse por Phoebe, no se había dado cuenta de lo que las visiones trataban de mostrarle.

—Soy yo —dijo por fin Caleb—. Una vez mi padre murió, me buscaste a mí…

Waxman subió el tono de voz:

—Una pena que no pudiera sobrevivir… el estrés…

—¿O acaso te hizo enfurecer? —preguntó Caleb—. Puede que te diese los códigos en el orden incorrecto.

Waxman ignoró el comentario, pero en su negativa a responder Caleb supo que estaba en lo cierto.

¡Bien por ti, papá!

Por fin, Waxman habló:

—Durante un tiempo esperé que tu padre hubiera elegido a Phoebe. Hubiera sido más fácil tratar con ella, y ella, por su parte, hubiera sido más capaz de…

—… guardar el secreto —concluyó Caleb.
No puedo creerlo. Papá me dejó el imponente legado de su trabajo, sus documentos, sus mapas, sus dibujos. Y las historias, todas aquellas historias
—. Somos nosotros —dijo por fin—. Somos los guardianes. Los verdaderos guardianes. Los descendientes de Metreisse.

—Tu abuelo era uno de ellos —dijo Waxman—. Luego transmitió el secreto a tu padre, y él te lo debería de haber transmitido a ti.

—Pero no lo hizo. —Pese a la poca luz que iluminaba el lugar, Caleb intentó lanzarle a Waxman una mirada furiosa—. Le cogiste antes de que pudiera hacerlo, y no tuvo tiempo para ello.

—Lo lamento, pero yo no iba a hacerme más joven, y tu padre opuso demasiada resistencia. Algo que espero que tú no hagas, por tu bien, y por el de tu hermana.

Ahí estaba. La amenaza que ya presagiaba, y que tanto temía. El tiempo que había pasado en una prisión de Alejandría había sido suficiente preparación para cualquier cosa, pensaba Caleb, y confiaba en poder engañar a su propia consciencia, abandonar su cuerpo y escapar de cualquier agonía física que Waxman pretendiese infligirle durante tanto tiempo como fuese necesario. Pero no podía proteger a Phoebe. Y tenía que hacerlo. No podía permitir que sufriese de nuevo.

—Entonces, muchacho, ¿qué vas a hacer?

Caleb intentó poner orden en sus ideas.
Papá me enseñó el camino
. Debía confiar en el destino. Debía confiar en el faro. Sonriendo, le dijo a Waxman que sabía dónde estaba la octava clave, y que le llevaría hasta ella. En todo ese tiempo, no dejó de repetirse a sí mismo el mantra que ahora podía decir que era suyo, que formaba parte de él.

El faro se defiende solo.

3

Bahía de Sodus — 17 de Diciembre

Oculta el secreto a la vista de todos.

Caleb caminaba en dirección opuesta a la colina que asomaba a la bahía de Sodus. Caía la tarde. La pequeña granja se extendía de una punta a la otra, cubierta por una fina capa de nieve, y algunos carámbanos colgaban de la balaustrada del faro, a unos ocho metros de altura. Phoebe aguardaba en la cocina de la casa, sentada en su silla y la mirada alerta pero serena, algo que Caleb, pese a la distancia, podía ver a través de la puerta. También veía a los dos hombres que flanqueaban a Phoebe, tocados ambos con gafas oscuras. Aquel era un mensaje que Caleb entendía, alto y claro.

—Tu padre nunca mencionó ningún barco —dijo Waxman, entrecerrando los ojos tras sus gafas de sol para mirar hacia la bahía que, cubierta de hielo, brillaba a la luz del sol más allá de la colina, arrojando destellos que titilaban en los pliegues del aire.

—Quizá —dijo Caleb, dejando que en sus labios se asentase una sonrisa— nunca le hiciste las preguntas correctas.

Waxman volvió la cabeza y le dedicó una mirada colérica:

—¿Y bien? ¿Vamos?

La Vieja Chatarra gimió y gruñó cuando Caleb puso un pie en su cubierta; con cuidado, avanzó por su superficie helada, seguido muy de cerca por Waxman. Las volutas que arrojaba su aliento le envolvían la cara, y las manos le temblaban en los bolsillos de su abrigo. Pero su alma bullía de excitación, pese a la amenaza que gravitaba sobre Phoebe. Y sonreía.

Caleb, por fin, se encontraba ante su legado. No podía evitar reír, y quiso correr y saltar como un niño. Echaba de menos aquellos lejanos días en los que perseguía a Phoebe por la cubierta, o se ocultaba tras los mástiles pintados con franjas rojas y blancas para saltar y asustarla, o se atrincheraban ambos en la cabina de madera. Tantos recuerdos…
Y papá insistiéndonos una vez y otra para que jugásemos aquí. Sabía que este lugar se nos quedaría grabado en la mente para siempre
. Trataban a aquella vieja gloria como algo íntimamente suyo, como otro miembro más de la familia, aun cuando ya no servía para otra cosa que no fuera pudrirse a la intermperie, fondeado allí hasta los restos. En su casco rojo menudeaban los percebes y la mugre, mezclándose a la pintura descascarillada y el hierro oxidado. Los mástiles se hallaban combados y cubiertos de excrementos de gaviota. Pero, con todo, la Vieja Chatarra había estado allí todo aquel tiempo, esperando pacientemente.

—¿Cómo se llama esta cosa? —preguntó Waxman, y por un momento Caleb tembló de pies a cabeza.

—No lo sé —dijo, y era verdad—. Siempre la hemos llamado la Vieja Chatarra. Y en femenino, George. No es una cosa.

—Cierra el pico y llévame hasta la llave.

Caleb hizo una reverencia y arqueó los brazos hacia la puerta que daba a la cabina:

—Después de ti.

Siguiendo a Waxman, Caleb levantó la vista hacia la colina, y pudo ver las pequeñas figuras que se congregaban en la cocina. Phoebe miraba hacia el barco con visible inquietud. Caleb la saludó con una mano.

«Espero que me comprenda», pensó.

—Ahí está —dijo Caleb, señalando una enorme llave de unos trece centímetros y bañada en oro que colgaba de la estufa de hierro fundido. El interior de la cabina era un desastre. Tras el cierre del museo, los objetos atesorados allí sólo acumulaban polvo. Las ventanas semejaban cartones mugrientos, encostradas de suciedad y arena, y ahora también de hielo. La brújula que había sobre el timón estaba hecha añicos, y los pequeños lechos parecían más bien servir de acomodo a ingentes floraciones de moho.

«Yo solía dormir ahí», pensó Caleb sin poder evitar sentirse repugnado.
Phoebe en el de arriba
. Tras jugar toda la mañana, se preparaban un chocolate caliente que bebían lentamente mientras se contaban el uno al otro fabulosas historias sobre sus conquistas navales en las Indias o cualquier otro puerto exótico, y luego se quedaban dormidos, hasta una hora de subir la colina a la carrera para sentarse a comer, ahítos de maravillas.

Waxman retiró la llave de la pared con suma cautela, como si esperase que aquello fuera una bomba trampa, un cruel ingenio de metal que le rebanaría las manos nada más tocarlo. Caleb se sorprendió de que no le hubiera pedido a él que la cogiese.

Se guardó la llave en el bolsillo, no sin antes echarle un buen vistazo:

—No parece tan vieja —dijo.

—Probablemente la rehicieron varias veces —replicó Caleb—. Aunque no sabría decir si fue así o no. Sólo lo he imaginado. Gracias a ti.

Waxman frunció el ceño, pues no sabía si Caleb le estaba haciendo un cumplido o si aún le ocultaba algo.

«Adelante», pensó Caleb. «Recoge tu premio y lárgate».

—Phoebe morirá si me has mentido —le prometió.

—Lo sé.

Waxman observó detenidamente a Caleb:

—Aun así, no confío en ti.

—Lo siento. ¿Qué más puedo hacer? Este barco es el legado que mi padre me dejó. Ahí está la llave.

—Ya veremos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —sentenció, dándose unos golpecitos en la pistola que guardaba en el otro bolsillo— que tu hermana y tú venís conmigo.

Antes de abandonar la casa, Caleb se despidió de su madre. Elsa estaba sentada en una esquina, encogida de miedo, pero Caleb le aseguró que todo iría bien. Regresarían pronto, le dijo, y si aun así podía seguir cuidando de su madre, le estaría muy agradecido.

Se arrodilló ante la cama de Helen y la besó en la frente, haciendo caso omiso de Waxman, que se aclaraba la garganta en el umbral.

—Volveremos pronto a casa —susurró Caleb—. Te quiero.

Cuando se incorporó, tuvo la impresión de que, por un momento, Helen mostraba signos de consciencia. Pero sus manos no se movieron, y el aire que inhalaba apenas contribuía a henchirle el pecho.

Caleb se volvió y salió fuera, pero antes se detuvo a mirar una fotografía en la que aparecían su padre y su abuelo estrechándose las manos, mientras la Vieja Chatarra despuntaba al fondo, más hermosa que nunca.

4

Alejandría

Phoebe y Caleb se hallaban en el muelle que desaguaba en la entrada de la fortaleza Qaitbey, observando la frenética actividad que tenía lugar en el agua y en los alrededores del paso elevado. Los helicópteros iban y venían entre estólidas nubes, rugiendo como bestias celestes, al tiempo que varios camiones de los medios de prensa se apostaban en las inmediaciones, inmejorablemente situados para grabar la fortaleza y la costa. Sin embargo, el lugar más perseguido por las cámaras era la biblioteca alejandrina, cuyo techo de vidrio y acero reforzado lanzaba destellos casi cinematográficos al incidir el sol. La recurrente oratoria de los enviados especiales mencionaba constantemente a su predecesora y lamentaba la pérdida del saber que se había acumulado entre sus muros, pero se esperaba (o eso decían) que aquel nuevo edificio alcanzara algo de su antigua gloria. Había varios vehículos de emergencia aparcados en los márgenes del camino, preparados para cualquier eventualidad. Cuatro coches de la policía y dos ambulancias se habían posicionado también allí.

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