—Todo esto es una farsa —dijo Phoebe, envuelta en un chal negro y temblando con el relente de la mañana—. Waxman lo tiene todo planeado.
Caleb asintió y recordó las palabras que Waxman había pronunciado sólo una hora atrás, cuando estaban a punto de echarse al mar tanto él como su equipo de seis buzos. Habían decidido ingresar en la fortaleza por la ruta submarina y su pasaje ascendente, con el fin de no delatar la entrada secreta a Qaitbey y alentar futuras investigaciones. Waxman había anunciado al público que su equipo de arqueólogos acababa de realizar un gran descubrimiento que les había llevado a localizar un punto de entrada que encajaba, al menos sobre el papel, con lo relatado en las leyendas.
—Esto va a poner un punto final a cualquier controversia antes incluso de que existan controversias que despejar —le había dicho entre risas Waxman, con sus gafas de buceo colgadas alrededor del cuello—. Así nos evitaremos que surja por ahí algún nuevo Alex Prout con su inevitable teoría de la conspiración.
No hizo falta más para que Caleb confirmara sus sospechas de que no habían sido los guardianes quienes habían asesinado a Prout.
—Grabaremos nuestra inmersión, y después documentaremos el dramático descenso hasta la última puerta. Una vez dentro… —Waxman sonrió con expresión diabólica—. Bueno, una vez dentro sucederá lo mismo que en la cámara acorazada de Al Capone, aquel fiasco televisado que tantas carcajadas provocó en los años 80. Sin embargo, esta vez seré yo quien servirá de carnaza para la prensa. Seré el bufón de quien todo el mundo se reirá —dijo, golpeándose el pecho como un simio—. Pues, por supuesto, dentro de la cámara no habrá nada. Absolutamente nada.
—Porque tú ya habrás sacado cuanto hubiera en su interior y lo habrás destruido.
—Exactamente. Y eso abortará cualquier intento de investigación futura. Tú y yo lo sabemos muy bien: nada conmueve tanto el espíritu humano como un pequeño misterio. Pero si quitas de en medio ese misterio, a la gente no le dejarás otra cosa que aquello que puede ver, escuchar y tocar. Y la vida seguirá adelante tal y como siempre hizo, tal y como debe hacerlo.
—Si tú lo dices…
Examinó el rostro de Caleb:
—Por si no te acuerdas, te diré que tú y tu hermana seréis vigilados por mis mejores hombres. Forman un grupo bastante nutrido, pero no podréis distinguirlos porque estarán entre la multitud, disfrazados de espectadores. Sugiero que os estéis quietos y calladitos. No me fío lo más mínimo de vosotros.
—¿Y después?
Waxman escupió en sus gafas de buceo y frotó para proteger el plástico:
—¿Después? Aún no lo tengo decidido. Tenéis total libertad para iros, naturalmente. Pero os sugeriría encarecidamente que os mantengáis alejados del negocio editorial. O, si lo hacéis, que escribáis libros para niños. Una palabra sobre esto en cualquier foro público, incluso un blog de internet, y se acabó. Empezaría con tu hermana.
Caleb asintió:
—Me parece que nos entendemos.
—Estoy seguro de que sí.
—Oh, ¿George? —exclamó Caleb cuando Waxman ya subía a su lancha con su equipo de inmersión, las cámaras y el resto de accesorios.
—¿Qué quieres ahora?
—¡Buena suerte!
Waxman dio unos golpecitos en la llave de oro que tenía colgada alrededor de la cintura con una cadena:
—Está justo aquí.
—Creo que puedo sentirla junto a nosotros —dijo Phoebe.
—Yo también.
Caleb se colocó la mano a modo de visera y levantó la vista, imaginando que el gran faro tomaba forma, primero como un espejismo tembloroso, luego emitiendo una luz no usada y superponiéndose al fuerte que se asentaba sobre sus cimientos, alzándose con el prístino esplendor de sus primeros días. E imaginó que su madre, allá en el balcón de observación, con sus enormes gafas de sol rojas y su cabello recogido en un pañuelo, le saludaba con la mano.
—No te preocupes —le respondió a Phoebe, y a su madre, si podía escucharlo—. El faro sabe defenderse solo.
—C
ALEB Crowe —Phoebe puso su silla de lado y miró a su hermano—, esa llave la fabricaron en 1954 para la cerradura de la columna de dirección.
—Justamente lo que necesitaba.
—¿Y dónde nos lleva eso?
Caleb cruzó los brazos sobre el pecho y se abismó en el chapoteo de las olas. Los buzos llevaban bajo el agua casi una hora. Suponía Caleb que en aquel momento ya se encontrarían en la cámara principal, o al menos saliendo del túnel de agua y abordando el primero de los signos.
—Ahora veremos —dijo Caleb.
—¿Qué es lo que van a encontrar? —preguntó Phoebe.
—Ya sabes lo que van a encontrar. ¿Quieres mirar?
Phoebe se miró las manos:
—En un minuto. Primero, dime lo que sabes. Si no tienen la llave adecuada, ¿entonces dónde está la verdadera? ¿O es que papá la cambió de sitio?
—No la cambió de sitio —dijo Caleb con tranquilidad; tomó una bocanada de aire fresco y observó las gaviotas dando vueltas allí donde los submarinistas habían tocado puerto. Por encima de sus cabezas, los cirros rayaban el cielo—. Sigue en el mismo sitio en el que se encontraba.
—¿De veras? ¡Entonces tenemos que volver y cogerla!
—No, no lo haremos. Tenemos cuanto necesitamos.
Phoebe miró a su alrededor. Miró a Caleb, a su silla, a sus pies.
—De hecho, Phoebe, ha estado contigo mucho tiempo
.
—¿Conmigo?
—Sí, contigo. Tú fuiste su comisaria a tiempo parcial. Conoces la historia de la Vieja Chatarra.
—Pues sí, ¿pero qué tiene eso que ver? ¿La llave está en el barco o no? Si lo está, ¿qué puede ser? Allí no hay nada tan antiguo. Lo que el guardián Metreisse robara y transmitiera a su familia de generación en generación, de barco en barco, no puede estar allí. Aunque, de todos modos, la historia de los buques faro no es precisamente el campo en el que mejor me desenvuelvo. Quizá haya algo en el casco del barco, o en el hueco de un mástil…
—No.
—Hermanito, me estás cabreando. Vale, me rindo. Dímelo.
—Más te vas a cabrear cuando lo sepas.
—Si no me lo dices ya, te aseguro que vas a saber lo que es verme verdaderamente cabreada. ¡Dímelo ya!
—Como sabemos, Toth estaba íntimamente relacionado con el número ocho. Pero también con la música, con la octava. Se dice que puso en marcha la Creación por el sonido de su voz, mediante la pronunciación de una simple palabra.
—Sí, sí. Pero sigue. ¿Qué pasa con la llave?
—La llave, Phoebe. La llave no está
en
el barco.
—Pero acabas de decir…
—Es
el barco. —Caleb tomó aire y recorrió con la mirada la multitud, asegurándose de que nadie se había acercado a ellos demasiado, que nadie podía escucharlos—. La clave está en los barcos que hemos visto en nuestros sueños, en todas esas velas rojas y blancas, en todos esos veleros, buques faro, galeras y fragatas. Metreisse lo adivinó. Él también tenía nuestro talento, ¿recuerdas? Sufrió un trance psíquico en el que vio la cripta, visitó la última cámara y escuchó a los primeros guardianes pronunciar la palabra. Una sola palabra. Entonces lo planeó todo: sus descendientes se pasarían aquella clave de unos a otros, cambiando de un barco a otro cada vez que el más antiguo se viera deteriorado y tuviera que ser sustituido por uno nuevo. Generación tras generación, cada bajel…
—… ¡tendría el mismo nombre que el bajel anterior! —exclamó Phoebe—. ¡Tenías razón, sí que me he cabreado! El verdadero nombre de la Chatarra…
—Déjame adivinarlo —dijo Caleb—. ¿Es griego o egipcio?
Phoebe sonrió y entrelazó los dedos:
—El símbolo del renacimiento de la tierra, del caudal del Nilo. El ascenso de la estrella, Sirio, también llamada…
—Isis.
Phoebe asintió.
—Esposa de Osiris, madre de Horus.
—Toth la ayudó a reunirse con su marido, que había sido asesinado, y llevó la magia a su reino.
Isis
. Tan sólo esa palabra, pronunciada apropiadamente, y creo que la puerta se abrirá.
—¿Pero podrías decirla apropiadamente? —preguntó Phoebe—. La fonética egipcia es bastante chunga, ¿no? Y es un idioma que no ha sido hablado en miles de años.
—Lo averiguaré —dijo Caleb—. Apuntaré mi visión a cuando Sostratus entró por última vez a la cripta. Lo escucharé de primera mano.
—¿Puedes hacer eso?
—Será fácil, sobre todo ahora que sé cuál es la pregunta correcta.
Isis
, pensó, y no pudo por menos de reír, pensando otra vez en la cabeza de mármol que tanto tiempo atrás encontró en el lodo submarino que embrazaba el puerto, aquella reliquia que había dado comienzo a su ordalía.
Juntos, él y Phoebe observaban el mar y escuchaban el ronroneo gutural de los helicópteros. Las cámaras destellaban a su espalda, recogiendo cuanto sucedía en el lugar. Parecía que el mundo entero había contenido la respiración. Caleb miró a lo lejos y creyó reconocer un rostro en la multitud. Un hombre envuelto en un abrigo gris oscuro, las piernas enfundadas en un par de pantalones astrosos y calados en los pies unas raídas botas negras. El pelo se le derramaba en flecos grasientos sobre los ojos. Pero parecía… feliz.
La multitud se movió en tropel, y el hombre desapareció. Y por un segundo Caleb divisó otro rostro que conocía muy bien, el de un hombre calvo, de gafas oscuras, que lo observaba a escasa distancia.
Victor Kowalski.
—¿Y bien, hermanito? —Phoebe le tiró de la mano—. Apuesto a que ya casi han llegado a la puerta. ¿Quieres echar un vistazo?
Caleb apartó la vista de la multitud.
—¿Lo hacemos?
Phoebe apretó la mano de Caleb:
—Oh, sí.
Se despojan de sus bombonas de oxígeno, las aletas y las gafas de buceo, y llevan el equipo escaleras arriba, más allá de donde se encuentran las estatuas de Toth y Seshat, para evitar que pueda sufrir cualquier deterioro.
—Esperad en las escaleras —les ordena Waxman mientras comprueba la cadena y el arnés, que ha fijado al techo sobre la tercera trampa. Los siete hombres suben los dos tramos de escaleras y se quedan allí, mientras contemplan la escena con impasibilidad de esfinges.
Waxman avanza hasta el gran sello, y deja atrás las cadenas que él y Helen habían colocado para rebasar la segunda trampa. Procede a girar los siete símbolos en el orden correcto, y luego, con toda calma, retrocede hasta el primer bloque. Ahora sólo tiene que esperar. Atraviesa los reinos de lo inferior: calcinación, disolución, separación y conjunción. Está tranquilo, como si hubiera practicado aquello cien veces. Asciende a lo superior: fermentación, destilación, y finalmente coagulación.
Tras la séptima prueba, se ve cubierto por una fina capa de oro que ha resbalado desde una piedra situada sobre su cabeza. El olor del sulfuro aún gravita en el humeante aire, y se escucha correr el agua por debajo de las escaleras y escapar por los sumideros.
Al tocarlo Waxman, el gran sello se abre majestuosamente, separándose y permitiéndole entrar.
—¡Venid! —grita, y sus hombres le siguen, encendiendo sus lámparas y linternas, llevando sus teas y sus bombonas de oxígeno. Trasponen las cámaras. Ya habrá tiempo de grabar otro descenso, convenientemente preparado, una vez que la habitación inferior se haya vaciado de todo excepto de sus cenizas.
Bajan las escaleras, rodeando la sección octogonal. El estrépito de sus pies resuena contra las paredes, desacostumbradas a todo cuanto no sea el silencio de los siglos. El polvo sigue los pasos del grupo, pugnando con los brillantes rayos de luz.
Llegan entonces a la habitación final. El techo está casi a ras de sus cabezas. La puerta es una losa carente de ornamentos, excepto por el símbolo de la exaltación del Mercurio.
Waxman toma la llave de su cinto:
—Allá vamos, chicos. Y recordad que hacemos esto por el futuro de la humanidad. Cerraremos la caja de Pandora para siempre.
Acerca la llave a la cerradura mientras alguien le enciende una luz:
—Adiós, madre —susurra. Introduce parcialmente la llave, pero se traba al hacerlo—. ¿Qué…? —es todo lo que acierta a decir.
Frunce el ceño y saca la llave de un violento tirón, y luego la vuelve a introducir a la fuerza en la cerradura. Salta de pronto una pequeña chispa, casi invisible al contactar con el halo de la linterna.
Waxman se rinde y retrocede, y la llave cae al suelo. Al mismo tiempo se escucha una cacofonía insoportable: al fondo de esa mezcla de ruidos algo emite un siseo, como una llama que acabara de prender y estuviera calentando un pequeño tanque de agua, seguido de unos ruidos como de láminas de fino metal que se deslizaran por las paredes y por el techo.
Los rayos de luz barren la cámara, dispersando las sombras, cegando sus ojos. Waxman cubre su rostro y trata de mirar entre los dedos cuando de pronto se ve golpeado por algo caliente y húmedo, vaporoso. Aprieta los dedos contra su rostro para no mirar, y sobre los histéricos gritos de los hombres que le rodean, se da cuenta de que, al cerrarlos, ha cogido entre sus manos las tripas de uno de los miembros del equipo.
Algo silba en el aire. Waxman se agacha, y una enorme guadaña siega al hombre que se alza tras él, cortándole la cabeza en vertical y haciendo que sus sesos se derramen por el suelo. Otra guadaña, dentada y oxidada, destella al calor de las espásticas luces: avanza de lado, cortando el aire, y otros dos de los hombres de Waxman caen al suelo, en pedazos, retorciéndose, abriendo las bocas en un grito inaudible.
Waxman corre hacia la salida. De alguna manera, las cuchillas no le han tocado. Aún tiene una oportunidad. Las dos últimas veces que entró en la torre ha salido con vida de ella. Sin duda, se ha salvado por una buena razón. Pensaba Waxman que había aprendido la lección: había comprendido que la paciencia era necesaria. Paciencia y humildad. Había demostrado tener ambas, y esta vez había regresado preparado.
Pero, con todo, no ha sido suficiente.
Acierta a ver las escaleras y corre hacia ellas, pero resbala en un creciente charco de sangre. Su otra mano aferra una protuberante caja torácica. Mira hacia atrás y, allá en el suelo, la cabeza de su madre yace junto con los espeluznantes restos de sus hombres. Y está riendo, vomitando insultos sin parar, carcajeándose de él y de su terrible agonía.
Cae de rodillas y mira la puerta, donde el símbolo le devuelve la mirada, mofándose, recrudeciendo su sensación de que, haga lo que haga, sigue siendo indigno.
Ambas cuchillas emergen de nuevo, una tras otra, y reculan a su lugar de descanso sin apenas hacer un ruido, tras haber servido una vez más a su propósito.
Descuartizado, Waxman elabora un ruido, una suerte de suspiro húmedo, y luego cae a trozos.
Vibra un rumor entre los muros, las escaleras tiemblan, y una andanada de agua marina fluye a la sala desde arriba, girando, moviéndose, levantándose, limpiándolo todo.
El faro se defiende solo.