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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (41 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Una vez dentro, al principio sólo vieron la oscuridad. Caleb comenzó a dirigir de un lado a otro el rayo de su linterna, pero el parpadeo de una luz le llamó la atención.

—Apágala —dijo Phoebe, y Caleb se preguntó si seguiría sumida en aquella visión del pasado.

Presionó el botón de la linterna, y vio entonces que la sala comenzaba a brillar. Cuatro lucecillas que flotaban a un metro y medio del suelo parecieron adquirir vida. Eran unas diminutas llamaradas ígneas, que resplandecían en el interior de unos bulbos de vidrio de múltiples facetas. Caleb miró más atentamente y pudo ver que, adheridos a cada uno de ellos, unos estrechos tubos se llenaban de aceite, aunque no era capaz de dar con el lugar del que manaba. «Deben de haber sido accionados por la apertura de puertas», pensó. Dio un paso adelante, pero enseguida se detuvo y se volvió para recoger a su hermana.

—Sigue adelante —dijo Phoebe con lágrimas en los ojos y los labios trémulos—. Puedo verlo desde aquí… es tan hermoso…

Y allí estaba. Un techo redondo, pintado con vívidos colores, en el que se reproducían los misterios del cielo: el zodíaco, los planetas, las líneas de las órbitas planetarias, cruzándose con las de los cometas y las nebulosas, y alrededor, como un manto protector, la Vía Láctea, que lo contenía todo. Una frontera dorada separaba aquellas celestiales alturas de los cuatro niveles de nichos que, repletos de pergaminos y enmarcados por un festón de oro y plata, vertebraban las paredes. Una solitaria mesa de obsidiana negra ocupaba el centro de la sala, descollando sobre un suelo de mármol escarlata; una silla, sencilla y sin adornos, descansaba junto a ella.

Sin apenas apercibirse de que estaba moviéndose, Caleb caminó hacia delante y bajó los tres peldaños que conducían a la cámara. El aroma del jazmín y del aceite, mezclado con el ancestral olor del papiro que gravitaba en aquella cripta libre de humedades, evocaba dulces memorias de Lydia. Todo estaba en las mismas condiciones en que se encontraba cuando trasladaron hasta allí todo aquello, más de dos mil años atrás.

Se volvió, haciendo un completo barrido visual de la cámara, y los miles de pergaminos que atestaban el lugar emborronaron su vista: cada uno de ellos había sido celosamente guardado, y, en conjunto, dormían en sus respectivas hornacinas a salvo de todo peligro.

En algún instante, quizá al cabo de un minuto, Caleb se acordó de respirar. Oyó a Phoebe riéndose y llorando a un tiempo:

—Lo hemos conseguido…

Caleb no podía dejar de sonreír. Fue de nicho en nicho y asomó al interior de aquellas hondonadas labradas en la piedra, y lo que vio lo dejó petrificado: había incluso más pergaminos empacados tras los que se situaban por delante. Tocó uno de ellos, suavemente, pero enseguida apartó la mano, temeroso de que aquel mero roce pudiera dañarlo.

Todo está aquí. Todo…

Y entonces lo vio. En la mesa. Resplandeciendo. Esmeralda sobre negro. La Tabla de Toth, allí mismo, sobre aquella lisa superficie. Reclamándolo. Era fina, pero proporcionada; lisa, pero de alguna manera multidimensional. La escritura había sido cincelada a fondo. Caleb miró la tablilla desde diferentes ángulos, y aquello reveló la existencia de otras capas escritas, y muchas más cosas. Su mente daba vueltas, como si el mero hecho de ver aquellas copiosas capas de esmeralda sirviera para afectar a su consciencia.

Pero había algo junto a la tablilla, algo que no debía estar allí.

Una grabadora. Y un fragmento de papel arrancado de un cuaderno con el membrete del hotel Hilton.

¿Cómo es posible esto?

Al acercarse y ver aquella caligrafía tan familiar, Caleb lo entendió todo. Tomó la silla, se sentó pesadamente en ella y cogió el papel con manos temblorosas. Echó una mirada a la baqueteada grabadora. Sabía que las pilas ya se habrían gastado, pero no importaba. Ya había supuesto lo que había en la cinta: sólo una palabra, una mujer pronunciando el nombre de Isis.

Ahogando un sollozo, Caleb tomó el papel y lo acercó a la luz. Vio la fecha, y se dio cuenta de que su padre, exactamente un año antes de que fuera llamado a filas para combatir en la guerra del Golfo, emprendía un último viaje con el que arrancaba su investigación de la historia del faro.

Apenas capaz de controlar el temblor de sus dedos, Caleb leyó aquellas palabras escritas con la regia caligrafía de su padre:

Todo esto es tuyo ahora, hijo. Lo único que te pido es que prometas que guardarás el secreto con tu vida.

7

E
L equipo que los buzos habían dejado allí seguía en las escaleras, lo que les proporcionaba los medios necesarios para escapar por las cámaras subterráneas. Caleb aconsejó a Phoebe que, mientras él le ponía el traje, las gafas y el chaleco, hiciese ejercicios de respiración a través de una de las boquillas.

Salieron por un sumidero y ascendieron suavemente por el agua, compartiendo una de las bombonas de oxígeno. Phoebe se aferraba al cuello de Caleb y este la sujetaba con un brazo mientras hacía pasar el regulador del uno al otro. Administraba el aire con irritante parsimonia, poniendo un absoluto cuidado en no ascender demasiado deprisa.

Caleb y Phoebe se miraban a través de las gafas. Sólo de vez en cuando desviaban la vista hacia la lejana entrada del puerto, hacia las piedras que componían el rompeolas y los cientos de bloques de piedra caliza que se acumulaban allí como recordatorios de la otrora maravillosa Faros. De tarde en tarde divisaban una estatua de mármol, una de esas efigies de expresión soñadora y miembros mutilados que siglos atrás observarían los alrededores de la isla con el mentón bien levantado, si bien ahora lo único que veían era el colorido desfile de los peces que vegetaban entre las ruinas.

Ya casi sentían al alcance de la mano los cálidos rayos del sol. A medida que ascendían hacia la superficie, la luz parecía dispersar y agrupar las burbujas que afloraban de sus bocas. Cuando sólo les quedaba medio metro para emerger, Caleb decidió ralentizar el ascenso, resistiéndose a dar por acabada aquella gloriosa sensación. Pero entonces una ola los arrastró hacia arriba, y, con los chalecos completamente hinchados, alcanzaron bruscamente la superficie. Por suerte, Caleb había nadado hacia el otro lado del fuerte, en dirección a la playa, en busca de una salida más cómoda. A brazadas, ayudándose con las piernas, se dejó impulsar por la marea. A unos seis metros de la playa, Caleb comenzó a preocuparse.

—¿Quiénes son esos? —le preguntó Phoebe al oído.

Había seis
jeeps
blancos aparcados en la playa. Estaban colocados en semicírculo. Por lo demás, la playa estaba casi desierta, excepto por unas pocas personas a las que unos tipos vestidos de gris invitaban discretamente a abandonar el lugar.

—¿La CIA? —susurró Phoebe—. ¿Cómo…?

—No es la CIA —replicó Caleb, viendo que otros hombres y mujeres salían de los
jeeps
; algunos oteaban el horizonte, armados de unos prismáticos.

—¿Entonces quién?

Caleb escupió una bocanada de agua. Por fin hizo pie. Unos pocos pasos más hacia la rocosa arena y podría incorporarse, aunque fuese entre tambaleos, y sostener a Phoebe en los brazos.

Diecisiete hombres y mujeres aguardaban pacientemente a que ambos saliesen del agua. Algunos llevaban gafas oscuras, otros se protegían los ojos con las manos a modo de visera.

—Creo —dijo Caleb— que nos han preparado una reunión.

—Nos encontramos de nuevo, después de casi quinientos años.

El hombre que así habló tenía unos treinta años, era fuerte e imponente, de anchos hombros, cabello rubio, ojos azules y una piel bronceada, curtida.

Caleb sostenía a Phoebe en los brazos, todavía con las piernas metidas en medio metro de agua; sentía el ondular de las olas acariciando sus gemelos. Examinó la multitud de rostros que les rodeaban.

—Guardianes —dijo Caleb, e inclinó la cabeza a modo de saludo.

Alguien hizo un gesto y uno de los hombres dio un paso adelante, empujando una silla de ruedas vacía.

—Supusimos que esto os iba a resultar útil —dijo—, una vez comprendimos que no teníais la menor intención de salir por el mismo lugar por el que habíais entrado.

Caleb dejó a Phoebe y la colocó en la silla.

—Gracias, empezaba a cansarme.

—Felicidades —prosiguió el primer hombre, en tanto los demás se agrupaban a su alrededor—. ¿Podemos asumir, dado vuestro aparente buen estado, que habéis tenido éxito?

Caleb lo miró fijamente:

—Quizá nos rendimos antes.

El hombre negó con la cabeza.

—Después de trasponer la primera puerta, dudo que rendirse sea una opción. La trampa hubiera saltado, como le sucedió a vuestra madre.

—Entonces no hay motivo para negarlo.

—Bien. De nuevo, felicidades. Habéis tenido éxito donde nosotros hemos fracasado durante más de quince siglos. Pero ahora estamos juntos de nuevo. Los guardianes se han reunido.

—¿Qué planeáis hacer? —preguntó Phoebe, mirando de uno en uno aquellos emocionados rostros. Observó con disimulo a Caleb, para ver si mostraba algún indicio de querer huir.

El guardián sonrió:

—Nos gustaría enseñaros algo. Suponiendo, claro, que queráis uniros a nosotros.

—Ya veremos —dijo Phoebe, cruzándose de brazos.

—¿El sello sigue abierto? —preguntó el hombre—. Según las instrucciones que os dimos, si teníais éxito, no habría modo de comenzar nuevamente el programa. Es necesario cerrar las puertas a mano para reiniciar las trampas.

—No cerramos las puertas —replicó Caleb—. No me gustaría tener que pasar por todas esas pruebas otra vez cuando volvamos por los libros.

—¿Entonces, no os llevasteis ninguno?

Caleb negó con la cabeza; sentía la sequedad en su garganta y trataba de calmar su acelerado corazón, esperando que le creyesen.

—No se nos ocurrió traer ningún recipiente impermeable, aparte de que hay demasiados pergaminos ahí dentro.

—Bien. En tal caso los subiremos nosotros.

Hizo un gesto a la mujer que había a su lado, y esta dio media vuelta y se marchó, junto con una docena de hombres del grupo. Se introdujeron en cuatro
jeeps
que se alejaron hacia el paso elevado, donde les aguardaba un enorme camión negro.

Quedaban otros dos
jeeps
, y por primera vez Caleb reparó en que había alguien sentado en el asiento del copiloto del que se hallaba más cerca de ellos. Una figura envuelta en sombras. Y los observaba.

El guardián que había hablado en primer lugar siguió la mirada de Caleb. Dio un paso al frente, obstaculizando así su ángulo de visión.

—Me han dicho que estabas con mi padre cuando murió.

Caleb bajó los ojos:

—¿Tu… padre? ¿Nolan Gregory? Sí, estaba con él. Lo siento.

—No es preciso —dijo el guardián—. Era su hora —alargó una mano—. Eres mi cuñado. Soy Robert Gregory.

Embotado, Caleb le estrechó la mano, todavía mirando por el rabillo del ojo la figura que había en el vehículo.

—En el caso de mi familia —prosiguió Robert—, mi padre no pudo decidirse entre sus dos hijos, así que compartió su secreto con los dos.

Caleb seguía mirando aquella silueta.

—Quiere verte —dijo Robert—. Pero antes de que la veas debemos hablar, para evitar que tu reacción arruine las cosas.

—¿La
vea? —se le formó a Caleb un nudo en la garganta. No podía respirar.

La puerta del
jeep
se abrió.

Phoebe ahogó un gemido.

Y la respiración de Caleb brotó abruptamente de su pecho cuando Lydia caminó hacia él.

Lydia se detuvo y ocupó el lugar de su hermano cuando este se hizo a un lado. Llevaba las manos cogidas en el regazo. Sus ojos verdes irradiaban una luz aún más pura de lo que Caleb recordaba, y su cabello dorado flameaba al viento. La rodeaba el aroma del jazmín, envolvente y embriagador.

—Caleb, sabía que lo conseguirías. —Caleb alargó la mano y ella la tomó, estrechándola con fuerza—. Lo siento —susurró.

—Lo sé —dijo Caleb—. Creo que siempre, de alguna manera, lo supe. Por más que admirara tu sacrificio, para mis adentros esperaba que me hubieras engañado. En la oscuridad te internaste en el hueco, y luego abandonaste el lugar por uno de los sumideros.

—En el cual había dejado previamente una bombona de oxígeno y un regulador. Eras muy cabezota, Caleb. Estabas atrapado en un lugar que frenaba todos tus avances.

—Pero podíamos haberlo logrado. ¿Por qué las prisas, por qué no me diste más tiempo?

Lydia volvió la vista hacia Phoebe, y luego miró a Caleb a los ojos:

—Había otra razón. Alguien más iba a aparecer en tu vida, alguien que ha seguido de cerca tu verdadera misión.

—¿Quién?

Phoebe ahogó un gemido, y se llevó los dedos a los labios.

—Mi sueño… en el que Lydia se ahogaba. Oí…

—¿Un bebé? —preguntó Caleb.

Y Lydia, con los ojos llenos de lágrimas, asintió:

—Tienes un hijo.

Phoebe y Caleb se sentaron en el asiento de atrás junto a Lydia, y abandonaron el lugar en pos de la nueva biblioteca. Como para demostrar que habían cubierto toda eventualidad, los guardianes les habían llevado ropa limpia. A Phoebe le entregaron un vestido de verano, amarillo y negro, y a Caleb unos pantalones de faena, sandalias y un polo blanco.

Mientras circulaban por las atestadas calles del zoco, Phoebe y Caleb miraban el álbum de fotos que Lydia había traído, donde se recogían un sinfín de fotografías de los primeros años de vida del pequeño Alexander. Caleb vio así crecer a su hijo, dejando atrás al enclenque cachorro de los primeros meses para culminar en el demonio de cabellos castaños que le miraba desde algún lugar del pasado reciente con la carita cubierta de mermelada de uva y restos de galletitas saladas. Parecía adorar la playa y el agua, y escuchar los cuentos que Lydia le leía en la cuna.

—Le encantan los libros —dijo Lydia—. Como a su padre.

—Entonces le encantará el lugar al que vamos —replicó Phoebe—. ¿Cuánto tiempo lleva abierta la biblioteca?

—Oficialmente, diez años —respondió Robert—. De forma no oficial, los niveles subterráneos llevan abiertos mucho más tiempo. Pero todavía estamos recibiendo material. A todas las obras les hacemos una copia de seguridad: las digitalizamos y luego las guardamos en servidores a prueba de incendios.

—¿Y qué pasa con los terremotos? —preguntó Caleb.

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