Algo atrajo a Caleb al presente, y el balaústre se vio reemplazado por el borde de madera de la mesa de la cocina. La fría habitación adquirió de nuevo su forma de siempre. Cien objetos pequeños y brillantes giraban en torno a la cocina, danzando y titilando, y al principio Caleb pensó que alguien había soltado una horda de polillas que ahora se arremolinaban en derredor, buscando la luz y el calor.
Entonces reparó en que se trataba de copos de nieve. Y vio que la puerta estaba abierta. Dos hombres envueltos en abrigos negros se alzaban ante cada lado de la mesa. A través de la puerta abierta vio una limusina negra esperando en el camino.
—Señor Crowe —dijo uno de los hombres—, el señor Waxman le está esperando para que se reúna con él.
Caleb se incorporó, como saliendo de un sueño y dando un paso hacia el siguiente capítulo de un libro que él mismo había escrito mucho tiempo atrás. Conocía todos sus personajes, comprendía la trama y aceptaba su papel.
Caleb sonrió:
—En ese caso, no le hagamos esperar más.
El trayecto de media hora hasta la pequeña pista de aterrizaje de Oswego estuvo presidido por el más absoluto silencio. Viendo que Waxman, arrebujado en la oscuridad y sentado en el lado opuesto al de él, sólo parecía con ganas de observar y esperar, Caleb cerró los ojos y fingió dormir. En el aeropuerto embarcaron en un helicóptero negro, y por suerte el ruido de fondo era demasiado poderoso como para permitir la menor conversación. Caleb evitó el contacto visual con Waxman y empleó aquel tiempo para reflexionar, para pensar en el pasado, para pensar en su padre y qué era lo que este había intentado contarle a través de las visiones que había sufrido de niño.
Y pensó en el octavo signo. La clave final.
Pensó en Sostratus y Demetrius, en Alejandro, César y Marco Antonio. Teodosio y Ptolomeo, Hipatia, el rey Miguel y Qaitbey. Cien nombres e imágenes oscilaban en su ojo mental y dibujaban una sonrisa en su rostro, como si un puñado de amigos de toda la vida se hubieran dejado caer por allí. Varias veces sintió el tirón del otro mundo, sintió el rasgar del velo, pero hizo caso omiso de ello. Ahora no era el momento. Respiró profundamente, con calma, conservando su atención, esperando y ahorrando sus fuerzas.
Aterrizaron en el Aeropuerto Internacional de Rochester, y embarcaron esta vez en un
jet
privado con rumbo a Langley. Al principio no se dirigieron la palabra, limitándose a sentarse el uno frente al otro. Caleb le sonreía y miraba algún punto sobre su hombro. Por fin, Waxman rompió el hielo:
—¿Cómo está mi esposa?
—Mi madre descansa confortablemente.
—Eso es bueno.
Caleb asintió.
Waxman unió las yemas de los dedos:
—¿Sabes a dónde vamos?
Caleb asintió de nuevo.
—¿Desde cuándo lo has sabido?
Caleb se encogió de hombros.
—No hace mucho. Nunca he confiado en ti, pero nunca formulé…
—… las preguntas correctas. Lo sé —Waxman ríe entre dientes, con petulancia—. No te preocupes, para lo que vale, sigues siendo el mejor psíquico con el que jamás me he topado. Y he visto muchos.
El avión osciló ligeramente y el estómago de Caleb sufrió un vaivén. El avión acababa de emerger de una formación de nubes y flotaba ahora en el límpido y frío azul de los cielos, con rayos sesgados de luz solar envolviendo cegadoramente el ala.
Caleb sonrió:
—¿Fue invención tuya el proyecto
Stargate
?
Waxman alargó el brazo para tomar un vaso de whisky escocés con hielo, bajó la vista, y luego se arrellanó en su asiento, rehaciéndose otra vez:
—Lo fue. Lo es.
—Entiendo —Caleb se cruzó de brazos—. ¿Entonces, los rumores de su defunción eran exagerados?
—
Stargate
era demasiado importante como para que lo clausurasen. Y los idiotas del Senado no sabían lo que tenían entre manos. Sólo querían cubrir sus opciones para la reelección. No podían financiar esta clase de investigación abiertamente, así que tuvimos que hacerlo en secreto. Ya me entiendes.
—Por supuesto —Caleb le observó con suma atención. Vio que Waxman le miraba de un modo sesgado, diríase furtivo, como tratando de medir a su rival.
Hoy ya le he sorprendido dos veces.
Probablemente Waxman esperaba que Caleb no supiera nada más, pero no estaba seguro de ello. ¿Y si Caleb había ahondado un poco más en su pasado? ¿En qué otros asuntos habría metido las narices?
—
Stargate
continúa —dijo Waxman— con un alcance menor, un presupuesto limitado y muchas menos intromisiones. Cada año se limitan a pedirme un informe abreviado donde debo dar cuenta de mis avances, informes que yo, deliberadamente, redacto con vaguedad y de manera contradictoria para no atraerme ninguna atención indeseada. —Apuró el contenido del vaso de un solo trago—. Tú y yo sabemos que el fenómeno es real, y también sabemos de lo que es capaz. Tengo preocupaciones mucho mayores que demostrar a quien sea su validez.
—¿Mayores incluso que la seguridad nacional? —Caleb dejó escapar una risita—. Podrías habernos utilizado para visualizar Corea del Norte o Irán, para encontrar a Bin Laden o predecir los próximos atentados terroristas.
—Cierto, pero de hecho encuentro muy útiles tales distracciones. Como decía, la atención política se dirige a otra parte, y mientras tanto yo me encargo de los verdaderos problemas de seguridad que acucian a nuestro mundo. Hay mucho en juego, y soy yo quien preservará a la humanidad de su autodestrucción.
—¿De verdad? ¿Vas a ser nuestro salvador?
Waxman lanzó una mirada furibunda a Caleb.
—Imagina que el contenido de esa cámara cayera en las manos equivocadas. Los hombres son genuinamente malvados, Caleb. Ya lo sabes. Tus preciosos libros sobre alquimia así lo dicen. ¿Por qué piensas que los sumos sacerdotes de la antigüedad evitaban que las masas tuvieran acceso a sus libros sagrados? ¿Por qué crees que escribían en jeroglíficos que sólo podían ser interpretados por los iniciados y los privilegiados? El conocimiento ha de ser protegido. ¿Por qué llegó a castigarse con la muerte hasta el mero hecho de poseer un ejemplar de la Biblia?
—Los sacerdotes querían consolidar su poder. El conocimiento es poder.
—Sí, pero el conocimiento también es poderoso. ¿No dijo el papa Gregorio el Grande que «la ignorancia es la madre de la devoción»? —Waxman agitó su vaso y el hielo crepitó mientras se fundía. Había devuelto el golpe y ahora era el turno de Caleb de sorprenderse—. Dime una cosa. Si pudieses entrar en la cámara, y el tesoro fuera exactamente lo que crees que es, el poder sobre la vida y la muerte, el poder de la creación, el poder para que los hombres se conviertan en dioses… Dime, Caleb, ¿qué harías con ello?
Clavó los ojos en él, y por primera vez desde que se había encontrado ante Waxman, Caleb volvió a sentirse como un niño, temeroso de hablar. Lo cierto era que no sabía qué haría de suceder algo así.
Waxman sonrió de oreja a oreja:
—Te diré lo que haría un guardián. Lo que tu adorable Lydia y su padre hubieran hecho. Pretendían quedarse con los libros. Crear una nueva orden, una nueva élite. Pretendían administrar por sí solos tamaño poder. Hablando de la corrupción del poder absoluto…
Así que Waxman no era uno de ellos.
—¿Y tú? —le preguntó Caleb—. ¿Qué harías con ello?
Waxman sonrió y se retrepó en su silla, estirando las piernas.
—Lo único que en realidad merece la pena: proteger el equilibrio de la vida en este planeta, asegurar su paz y su seguridad —sus ojos relampagueaban—. Impedir, también, que billones de almas sufran el mismo infierno que tú y yo experimentamos cada día…
Y entonces Caleb comprendió.
Waxman cerró los puños, y el vaso reventó en pedazos.
—Esos libros abren las puertas del infierno, Caleb. Miles de años atrás, un mero vistazo a sus contenidos sirvió para restablecer parcialmente la conexión entre el espíritu y la materia, entre la vida y la muerte…
—… entre lo que está arriba y lo que está abajo.
—Exactamente —Waxman se rehízo y, delicadamente, se sacó un fragmento de vidrio de la palma izquierda—. La puerta sólo se abrió unos centímetros, y dos milenios después, la Iglesia y los ejércitos del hombre se han esforzado con insólita gallardía en hacer lo posible por volver a cerrar la puerta. Pero una vez abierta, la influencia que transpira por ella es difícil de echar atrás.
Siguió hablando, con los ojos vidriosos, mirando más allá de Caleb e incluso del propio avión:
—Creo que unos pocos hombres inteligentes, reyes y sacerdotes, comprendieron la amenaza que suponían y trataron de destruir esos elementos, o al menos alterarlos lo suficiente como para que el resto de los hombres no se viera tentado a aplicarlos en su supuesto beneficio. Brujería, satanismo, ocultismo… Tales eran los nombres que se dieron al estudio de lo esotérico, a todo intento por vincular los dos reinos y viajar del nuestro al suyo o viceversa. Castigamos esos crímenes con la tortura, la muerte y la esclavitud, pero, con todo, la enfermedad continuaba, negándose a ser erradicada. Las sociedades secretas proseguían con sus prácticas prohibidas, y mantenían operativo ese frágil enlace, si bien a duras penas. —El rostro de Waxman se deformó en una expresión de desagrado—. Con el tiempo, sus defensas se vieron debilitadas, y ahí están, como prueba de ello, los tableros ouija, las sesiones de espiritismo, la interpretación mediante cristales, incluso las líneas telefónicas para consultas psíquicas y las ya clásicas lecturas de la palma de la mano, por no hablar de los movimientos de la Nueva Era. Y la gente recula más y más hacia esas creencias.
Caleb sacudió la cabeza:
—¿Y los textos sagrados que se encuentran bajo el faro…?
—Si salen a la luz, sólo servirán para conducir a la gente a la desgracia y la condena eternas.
—¿Entonces qué piensas hacer? —preguntó Caleb, aunque ya se temía la respuesta.
Waxman se inclinó hacia delante, y miró a Caleb sin pestañear, clavándole los ojos en su propia alma:
—Destruirlos. Todos y cada uno de ellos. Cada tablilla, cada pergamino. Cada letra y cada palabra.
Caleb no podía respirar.
—¿Lo ves? ¿Lo ves, Caleb? ¿Qué significa un vulgar terrorista escondido en las montañas? ¿Qué significa otra bomba más comparada con el generalizado y sistemático cambio en la consciencia que sobrevendrá si esos libros salen a la luz? Nuestro modo de vida se verá desgarrado de parte a parte. No habrá privacidad, no habrá ningún lugar donde esconderse. Y gente buena y honesta se verá eternamente acechada por las sombras de otro mundo, cada día, cada hora… cada minuto. El pasado será para ellos su presente, y no podrán dejar atrás sus pecados.
Caleb se rehízo y por fin pudo hablar, y decidió que era el momento de sacarse el as de la manga. Una visión que había tenido, el fogonazo de algo que no podía describir con exactitud, salvo para decir que era como asomar tras el telón antes del cambio de escenario:
—¿Y tú qué es lo que ves, George? —se obligó a sonreír—. ¿Es que no fuiste un buen chico? ¿El pequeñín de mamá?
Lo que pasó después sucedió demasiado aprisa. Hubo un grito casi animal, el resplandor de una ardiente luz blanca cuando Waxman saltó de su asiento, y de repente Caleb sintió en la boca el sabor de la sangre y un terrible dolor en un lado de su cara.
Entonces el mundo se vio envuelto en la oscuridad.
Oficina Central de la CIA, Langley, Virginia
Cuando Caleb despertó, yacía en lo que parecía ser la silla de un dentista: era de acero templado, y de sus lados crecían unas cintas de cuero que le inmovilizaban los brazos, las piernas y el cuello. Cuatro lámparas de plata rodeaban la silla. Parecían esos ojos mecánicos de
La Guerra de los Mundos
, e igual de amenazadores. Forcejeó durante unos instantes, y luego se relajó.
—Bienvenido otra vez —dijo una voz que procedía de aquel doloroso resplandor. Caleb entrecerró los ojos, pero sólo pudo ver un par de zapatos negros paseando por un suelo marmóreo. Olía a cigarrillos. Mentolados.
—Gracias —murmuró—. ¿Me he perdido la película del avión?
—Qué gracioso. Escucha, Caleb, ¿sabes dónde estás?
—La verdad es que no. Está todo demasiado iluminado para mi gusto.
—No digas bobadas. Tú tienes otros ojos.
—Sí, pero no siempre funcionan.
—Afortunado tú. —Waxman paseó un poco más—. Estás en el laboratorio que tengo en Langley. La única oficina que queda del programa
Stargate
. Tú y yo vamos a ponernos manos a la obra. Y en breve. No creo que vaya a durar demasiado.
—Es bueno tener metas realistas —susurró Caleb, estirando los músculos del cuello. La cabeza le percutía, y sentía un punzante dolor en el estómago.
—Es una meta muy simple —dijo Waxman—. Un objetivo fácil.
—La última puerta —repuso Caleb.
—La última puerta —concedió Waxman—. En ella está ese símbolo tan extraño, y lo que parece una cerradura. No hay nada más en la habitación. No hay nada en las paredes, el techo o el suelo. —Waxman hizo una pausa—. Pero, una vez más, supongo que ya lo habrás visto. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
Pensó que no era ahora el momento de ponerse difícil. Aún no. Tenía que pensar, ver la salida que podía encontrarle a aquello. Por desgracia, cada escenario que imaginaba acababa con él muerto y con Waxman entrando a la cámara como el heraldo de la destrucción. Caleb imaginó a los bomberos del
Fahrenheit 451
de Ray Bradbury llegando a la cámara con sus lanzallamas para incinerar los conocimientos prohibidos del pasado.
«Su éxito, mi fracaso, será el triunfo final de la oscuridad sobre la luz, de la ignorancia sobre el conocimiento», pensó. Sería la rendición definitiva de un plan diseñado para proteger el gran secreto, la respuesta a cada uno de nuestros sufrimientos y de nuestros anhelos terrenales.
—¿Así pues, qué va a ser? —le preguntó Waxman—. ¿Me vas a ayudar voluntariamente, o hago aquello que se me da mejor?
Caleb tragó saliva, y por un instante se abrió un pequeño reducto de sus pensamientos: recordaba a su padre metido en una jaula, mientras le clavaban en el costado y el pecho aquellas estacas teñidas de sangre, y recordaba también aquel símbolo suspendido sobre su cabeza.
Y entonces lo comprendió.
Finalmente
. Completamente. Comprendió.