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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (32 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—… tienes que suspenderte en el aire. —Caleb se frotó los ojos y los apretó con fuerza, intentando mirar hacia dentro—. ¿Pero qué es lo que lo desencadena? En cierta ocasión permanecí allí durante casi una hora, y no sucedió nada.

—¿Diste un paso hacia la puerta?

—No. Me alejé de ella. —Podía ver su pie levantándose, comenzando a moverse hacia delante. Pero fue como si hubiera tenido un rapto de autoconservación, de modo que lo retiró y se volvió en la otra dirección—. Supongo que presentí que no tenía sentido ir hacia delante si no había experimentado nada en aquella etapa.

—Puede que eso te salvase la vida.

Antes de que pudiera responder, un fogonazo de luz blanca y una andanada de calor explotó en su cabeza con la imagen de…

… Sostratus, que acompaña a su invitado a la salida, atravesando el gran sello para llegar a la cámara principal. La puerta se cierra lentamente, y las serpientes vuelven a mirarse cara a cara desde el báculo.

—Las trampas ocuparán su lugar tal y como he descrito —declara Sostratus, y dirige la mirada de Demetrius a las piedras labradas que hay a sus pies—. Ya has visto la cripta. Has visto sus defensas.

—Las he visto. —Demetrius está pálido, y tiembla de pies a cabeza—. Pero me temo que con tales defensas, lo que dejemos en su interior nadie lo encontrará jamás.

Sostratus sonríe.

—No, amigo mío. La naturaleza humana, tal y como es, siempre empujará a los hombres al conocimiento de la verdad. Y las leyendas que hemos creado seguirán adelante. La grandeza de este faro vivirá siempre, sirviendo como una almenara a generaciones y generaciones, mucho después de que su luz haya dejado de arder.

—¿Y cómo garantizas que habrá quienes busquen lo que esconde su interior? Si nadie sabe de…

—Ah —le interrumpe Sostratus, removiendo sus blancos cabellos—, lo sabrán, porque tú se lo contarás.

—¿Yo?

—Sí, tú y quienes elijas para proteger estos conocimientos.

Demetrius sacude la cabeza.

—No, Sostratus. Eso no funcionará. ¿Cómo voy a encontrar personas de tanta confianza? ¿Y cómo voy a suministrarles la información?

—La transmitirán a un hijo o una hija por generación. —Sostratus deja caer una pesada mano en el hombro de su amigo—. Elige a tus guardianes, Demetrius, y luego disemínalos por el mundo. Los elegidos guardarán el secreto. Sabrán cuál es el verdadero propósito del faro, y lo que este protege.

—Esos guardianes… —Demetrius toma aire—. ¿Qué te hace pensar que no intentarán robar lo que hay en el faro para su propio beneficio?

Sostratus pasa un brazo por el hombro de Demetrius:

—Amigo mío. Eso es precisamente lo que espero que ocurra.

Tan repentinamente como había comenzado, Caleb se vio arrancado de aquella ensoñación. Se aferró a sus imágenes, focalizando su atención, tratando de mantener su mente anclada a ella, pero las visiones se deshicieron de su sujeción como luciérnagas en una tibia noche de verano.

—No —tartamudeó, tratando de permanecer en el sueño—. Los he visto.

—¿Ver a quiénes? —Helen se inclinaba hacia él, presionando sus frías manos en la ardiente frente de su hijo—. Caleb, me has asustado. Nunca había visto a alguien caer tan rápidamente en un trance. Estabas temblando, y tan pálido… Y tus ojos…

—Los he visto —repitió—. Sostratus… y Demetrius.

—¿El arquitecto y el bibliotecario?

Caleb parpadeó y la huella visual de aquellos dos hombres y el sello desapareció por completo:

—Acabo de tener una visión de esos dos hombres cuando el faro estaba todavía en plena construcción.

Helen se incorporó y dio un paso atrás. En la cocina, los otros fregaban los platos y levantaban la voz para evitar que el ruido les permitiera entenderse.

—Quizá deberías volver a entrar en trance, si puedes hacerlo. Averiguar algo más.

Caleb respiró profundamente.

—Sabes que no se me da bien forzar las visiones.

—¡Pero esto tiene que ser lo que estábamos buscando! —miró la cocina e hizo un gesto hacia alguien para que todavía no entrase al salón—. Caleb, si puedes averiguar algo más, podríamos confirmar la presencia de los libros que piensas que están allí ocultos.

—Los libros que

que están allí —la corrigió—. No necesitamos confirmarlo. Lo que ahora debemos hacer es desentrañar los enigmas, encontrar un modo de superar las trampas. A juzgar por lo que he visto, Sostratus construyó la cripta y la puerta, luego emplazó las trampas y puso cada cosa en su lugar. No creo que en mis visiones vaya a ver a nadie rebasándolas. No creo que nadie lo haya hecho.

—Alguien tiene que haberlo hecho. Ahí está el pergamino…

—… que en todo caso supondría que un único guardián hizo el intento de trasponer la puerta. Quizá fracasó, o quizá en el pergamino no haya sino unas pocas respuestas.

—¿Viste a alguno de los guardianes?

—Creo que he visto a Sostratus precisamente el día en que fundó su existencia —Caleb frunció el ceño—. Y he oído algo acerca de su plan para liberar el tesoro. Confiaba en la naturaleza intrínseca del hombre, la codicia del guardián, su curiosidad, y que este, un día, buscaría el tesoro y encontraría el camino hasta él.

—Eso era demasiado suponer por su parte.

—Pero es algo que Sostratus haría. Era así de astuto.

Helen llamó al grupo para que entrase al salón e invitó a sus miembros a que tomaran asiento alrededor de la mesa.

—Vale, ese era el símbolo número tres, y ya creemos tener la respuesta que estábamos buscando.

—Esperemos —añadió Caleb.

—Esperemos —reconoció Helen, dirigiéndole una sonrisa de cautela—. Seguid adelante, chicos. Sólo nos quedan cuatro.

Casi conteniendo el aliento, Caleb volvió a sentarse en su silla, impaciente por primera vez en su vida de unirse a aquellas sesiones. Mientras los otros ocupaban sus respectivos sitios, pensó de nuevo en lo que su madre acababa de decir.

Sólo quedan cuatro…

De inmediato, Caleb se sintió golpeado por la certeza de que Helen estaba equivocada.
Se nos está pasando algo por alto
. Y entonces comprendió qué era lo que le extrañaba. La puerta sellada con el caduceo sólo era la mitad del camino, quizá un poco más de la mitad. Si el adagio «lo que es arriba, es abajo» estaba en lo cierto, entonces aún tenía que quedar un largo camino hasta llegar a la almenara —el fuego, la luz de la verdad—, donde seguramente Sostratus escondía su cripta.

Y si eran necesarias siete pistas para abrir aquella puerta, ¿qué habría después? Caleb trató de imaginárselo, pero sólo vio oscuridad. Allí estaría la sección octogonal, rematada por una enorme cúpula, y la sala de las columnas con el correspondiente espejo.

—Un octógono —musitó, recorrido por un repentino escalofrío.

Helen levantó la vista, primero hacia Caleb, luego hacia la cocina, desde donde llegaba el gélido aire que se colaba por una puerta abierta.

Waxman estaba allí. Tenía el rostro sonrosado, y apestaba a menta.

—Caleb —dijo—, acabo de llegar de la universidad. Phoebe pregunta por ti. Ha terminado de desenrollar el pergamino.

16

C
ALEB se apresuró a subir las escaleras justo cuando los primeros copos de nieve comenzaban a caer. A su espalda, al otro lado de la avenida Elmwood, el cementerio Mount Hope se extendía a lo largo de doscientos acres; allí, sus monumentos e hitos, roídos por el tiempo, se erguían como mudos soldados que, entre las ondulantes colinas, formaran filas para saludar al crepúsculo. Echó un último vistazo, hizo un gesto con el brazo hacia el taxista que acababa de dejarlo allí, y luego abrió la puerta de par en par y corrió al centro de documentación de la universidad.

Había convencido a Waxman y Helen para que permanecieran en la casa y siguieran trabajando junto al grupo de psíquicos. Les había dicho que, siendo realistas, y estudiando a fondo los fragmentos, tomando fotos, escaneándolas en el ordenador y probando la resolución, podrían pasar días hasta que hubieran conseguido obtener una traducción más o menos decente. Pero la verdadera razón, que prefería guardarse para sí mismo, era que no le apetecía lo más mínimo compartir espacio con Waxman. Aquel hombre le crispaba los nervios, y por supuesto no había terminado de aceptar el papel que Waxman tenía en la vida de su madre. A Caleb le gustaba pensar que se había vuelto más tolerante, pero aquel era un ejemplo de que seguía anclado a las mezquinas emociones de un niño. No, aquel tipo no le gustaba. Respetaba que su madre pudiera haber visto algo en él, aunque Caleb ignoraba qué podía ser. Nunca parecía que entre ellos circulase la corriente de un verdadero afecto. Actuaban como un par de socios, y tal vez eso era parte del problema; Caleb no hacía el menor esfuerzo por aceptarlo porque Helen tampoco actuaba como si Waxman fuera su marido.

De modo que Caleb convenció a Waxman de que se quedase en Sodus mientras él hacía el viaje, prometiéndole llamar tan pronto como descubriesen algo verdaderamente significativo.

Corrió por pasillos vacíos, pisando el suelo tan fuerte como podía, saboreando el eco que producían sus zapatos, como si estuviera tratando de exorcizar cualquier espíritu maligno que pudiera rondar por el lugar. Al final de un largo pasillo, sorteó casi de un salto los tres tramos de las escaleras, dejó atrás corredores inquietantes con luces que titilaban como si aguardasen la aparición de un fantasma, hasta que finalmente traspuso la cuarta puerta que se abría a su izquierda.

Dentro, Phoebe se sentaba en su silla de ruedas frente a un portátil colocado sobre una larga mesa. Los otros becarios se habían marchado horas atrás. Cuatro microscopios binoculares se alineaban en la mesa, y una larga franja de vidrio cubría los fragmentos sin desenrollar del ennegrecido pergamino. Observando los fragmentos y los trozos dispersos, Caleb se maravilló de que pudiera sacarse algo en limpio de aquello.

—Ya era hora, hermanito. —Phoebe se había recogido el pelo en dos coletas, y llevaba un suéter rojo con un reno bordado en el cuello vuelto—. Ven, te enseñaré los frutos de la tecnología moderna.

—Dime que has conseguido traducir algo.

Rodeó la mesa y cogió una silla.

—Aún no, pero he escaneado todas las fotografías tomadas a diferentes ondas de luz y las he descargado en mi portátil. Creo que estoy cerca, pero necesito que me ayudes con la interpretación. —Señaló la pantalla y pulsó el botón del ratón para disminuir el tamaño de la imagen—. Hay quince fragmentos como este. El que voy a enseñarte es el primero.

Mostró una tira de aspecto andrajoso. Las letras estaban en azul, y el fondo aparecía allí de un color blanco.

Caleb formuló una sonrisa extasiada:

—¡Perfecto! Gracias, madre naturaleza, por conservar esto para nosotros en la ceniza volcánica.

—Sí, da igual a cuántos de sus hijos mató para hacerlo.

—Es el ciclo de la vida, hermanita.

Caleb le dio un suave codazo en las costillas, esperando que supiese que estaba de broma.

—Bueno. Este es el símbolo del Plomo, y este otro es el del Estaño.

—Y ahí —señaló Caleb—, al lado del que corresponde al plomo… aparece la figura de un cono trazada alrededor de un hombre que da la impresión de estar rezando.

—Bien, la siguiente sección está terriblemente rasgada, y no se ha podido recuperar demasiado, pero junto al signo del Agua se ve otra vez la figura, engrilletada entre dos cadenas.

La excitación de Caleb aumentó visiblemente:

—Hasta ahora, el pergamino está íntegro. Y al menos sabemos que, quien lo haya dibujado, llegó hasta aquí. Espera, ¿era así como empezaba el pergamino? ¿No había ninguna introducción, ninguna palabra al lector?

—Nada —replicó Phoebe—. Nada salvo la palabra «Faro» y luego ese símbolo…

—El que corresponde a la exaltación del Mercurio.

—Sí, ese. Bueno, más bien parece una chuleta para ser usada por alguien que ya supiese cómo entrar en la cámara y qué hacer una vez estuviera allí.

Caleb dio con los dedos unos golpecitos impacientes sobre la mesa.

—Entonces Cagliostro, tras haber visto sólo unos escasos centímetros del pergamino, supo de qué se trataba…

Las luces titilaron por un momento, y los ojos de Caleb se clavaron en la puerta, que tenía una ventanita en el medio.
¿Acaba de pasar alguien por ahí?

—Y luego el tercer símbolo —continuó Phoebe—. El Hierro…

—Muestra a un hombre suspendido sobre el suelo.

Caleb resumió rápidamente lo que acababan de descubrir los psíquicos en la casa.

—Tres de tres. Hasta ahora todo va bien. —Phoebe pulsó nuevamente el botón y amplió una sección—. Cuarto. Cobre. Aquí es como si el autor no hubiera podido dibujar lo que va a suceder, así que escribió: «Baja».

Caleb se retrepó en la silla y se frotó las sienes. Se le pasó por la cabeza el pensamiento de que quizá aquello significaba que había que bajar las escaleras hasta los conductos de ventilación externos y esperar, pero eso no tenía sentido. Después no habría tiempo suficiente para llegar hasta la siguiente piedra.

—¿Y si…? —comenzó, pero vio que algo se movía a su izquierda: había un rostro en la ventana, que asomó al interior de la sala y desapareció tan aprisa como hubo aparecido. Caleb se puso en pie de un salto.

—¿Qué sucede?

—Hay alguien ahí fuera —replicó, dirigiéndose hacia la puerta.

Phoebe le agarró la mano:

—No te preocupes de eso. Están terminando las clases de la tarde. —Se acicaló el pelo y pestañeó con coquetería—. Estoy segura de que se trata de uno de mis muchos admiradores.

Caleb tomó aire y volvió a sentarse. Había algo en aquel rostro…
el cabello blanco, la faz estrecha, aquellos ojos de halcón…
Lo había visto sólo un segundo, pero sabía quién era.

Nolan Gregory.

—Sigue trabajando en eso —le dijo a Phoebe, mientras volvía a incorporarse—. Tengo que comprobar una cosa.

—¿Vas a dejarme aquí sola?

—Estoy seguro de que podrás apañártelas, junto con cualquiera de esos «admiradores» que puedan venir a buscarte.

—Vale, resolveré todos los enigmas yo solita. Vete, anda. Que te diviertas cazando espantajos.

Caleb abrió la puerta de par en par y salió al desértico pasillo. Se detuvo a escuchar. A su derecha, más allá de las escaleras, se cerró una puerta. Caleb marchó en esa dirección, subió a la carrera las escaleras y emergió en el vestíbulo, donde vio que un hombre vestido de gris salía a toda prisa por la puerta principal.

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