Las paredes parecían cerrarse en torno a él, estrechándose alrededor de sus acelerados pasos. Caleb abrió precipitadamente la puerta y salió al exterior. Bajó los escalones de cuatro en cuatro, y luego llegó a la calle. Persiguió al hombre por toda la avenida Elmwood. Un Lexus negro se detuvo con un chirrido cuando el tipo salvaba la valla delantera, antes de ver sus pasos interrumpidos por un autobús de línea:
—¡Venga, venga, venga!
Segundos después había cruzado la calle y ascendía a toda velocidad la colina. Caleb saltó la valla de piedra que el otro hombre acababa de trasponer, y siguió persiguiéndolo por el cementerio. La nieve había comenzado a caer con fuerza, convertida en un torrencial aguanieve que aquel cielo invernizo espolvoreaba sobre el mundo. Las sombras se habían alargado, y los cansados olmos se inclinaban nostálgicos hacia sus hojas caídas. Caleb persiguió a Gregory a través de la antigua sección del cementerio, rodeando monumentos derrelictos y piedras cubiertas de musgo, miniaturas, urnas y obeliscos que se caían de lado, cruces y columnas. Para ser un anciano, estaba en plena forma. Caleb, por el contrario, en cuestión de minutos había empezado a resollar y sentir calambres en su costado izquierdo. Pero la adrenalina le impulsaba a seguir adelante.
Gregory miró atrás un momento, y luego agilizó los pasos hacia la linde este.
—¡Señor Gregory!
Gregory llegó hasta el camino y perdió pie en el pavimento helado, resbaladizo de hojas desparramadas. Caleb casi lo tenía al alcance de su mano, pero el hombre se zafó de él y se escabulló por entre las puertas.
Corrió hacia la calle, en dirección a la avenida Mount Hope.
—¡Señor Gregory, por favor!
El anciano se dio la vuelta, y en un instante Caleb vio que sus ojos brillaban, desafiantes…
… y entonces desapareció en un fogonazo blanco, golpeado por el parachoques de un camión Ryder. El aire se desgarró con el horrible crujido de los huesos, seguido por un brusco frenazo. A Caleb el corazón parecía latirle a bandazos, pero siguió corriendo, ahora tras el cuerpo de Gregory, que voló por los aires unos doce metros. Por fin, Gregory quedó tendido entre espasmos en el colchón de nieve que empezaba a formarse.
Caleb levantó una mano y gritó:
—¡Llamen a emergencias!
Se arrodilló entonces junto a Nolan. Su rostro estaba intacto en un lado, pero en el otro era una masa destrozada y ensangrentada. Le faltaba un ojo y se le había reventado la nariz. Tenía la boca abierta; aquella goteante cavidad llena de fragmentos de dientes intentó hablar.
Caleb le tocó el hombro, pero luego, con un respingo, apartó la mano, temeroso de causar al hombre algún daño:
—No tenía por qué huir —le dijo, apretando los puños—. Sólo quería saber… quería preguntarle por qué…
Se inclinó sobre él, mientras la nieve se transformaba en una gélida lluvia, mezclándose con el sudor que le resbalaba hacia los ojos.
—¿Por qué Lydia? ¿Por qué sacrificar a su hija? ¿Por qué yo, maldita sea? ¡Por qué!
Las sirenas aullaban en aquel atardecer distante y empapado de aguanieve.
Nolan Gregory formuló un sonido que pretendía ser una carcajada.
—El cisma —dijo, con voz ahogada.
—¿Qué?
—El gran cisma… los guardianes. El Renegado, Metreisse. 1587…
Dejó escapar una risita que dio paso a un ruido de matraca, un ruido que no parecía de este mundo, y el ojo se le puso en blanco.
—Gregory. ¡Señor Gregory!
Caleb le cogió de la mano, se la apretó y se inclinó aún más sobre él. Pensó en urgirle a que no perdiera la consciencia, convencerle de que la ayuda estaba a punto de llegar, pero sabía que ya era tarde para eso. Aun así, Caleb permaneció a su lado. Era lo único que podía hacer en aquella transición trascendental de este mundo al siguiente. Y habló, sin saber exactamente de dónde procedían aquellas palabras que surgían a borbotones de su boca. Simplemente comenzó a hablar, instruyendo a su suegro acerca de la luz, de la verdad. De volver a casa.
Caleb le sostuvo la mano y lo meció en aquella lluvia gélida. Cerrando los ojos, sintió en su piel el contacto del aguanieve. Empapado hasta los huesos, seguía sintiendo calor, como una andanada brusca que irradiaba la mano de Nolan Gregory hasta el brazo de Caleb, propagándose a su espina dorsal.
Unas luces rojas y blancas asediaron sus ojos, y cuando por fin los abrió, la policía y los bomberos corrían hacia él. Se incorporó y soltó la mano de Gregory; luego miró hacia aquel batallón de lápidas que se erguían a lo lejos como oscuros centinelas, observándolo todo sin emitir un juicio. Mientras aguardaba, Caleb repetía una única cosa, susurrándola una vez y otra como si de un mantra se tratase.
1587. Metreisse.
D
E vuelta en el laboratorio, Phoebe le esperaba junto a la puerta. Cuando vio a Caleb se puso pálida:
—¿Estás…?
—Estoy bien.
—Has pasado mucho tiempo fuera.
—Tuve que quedarme a rellenar un informe.
Phoebe examinó su rostro, y luego señaló a un estante cercano.
—Allí tienes toallas de papel. Y por aquí tengo una sudadera…
—Gracias. —Caleb se dejó caer en una silla tras hacerse con el rollo de toallas de papel—. ¿Qué has encontrado?
Phoebe esbozó una tenue sonrisa. Retornó hasta su portátil, presionó unas cuantas teclas y volvió la pantalla hacia él para que pudiera verlo:
—Para el cuarto sello, te las tendrás que ver solo. Ese fragmento está demasiado dañado. Tendremos que esperar a tener más visiones. Pero el quinto está claro: Mercurio. Deberás llevar algo encima. La idea es que te quedes en ese bloque, coloques sulfuro en las grietas del símbolo y por último le prendas fuego.
Caleb le dedicó una expresión de curiosidad.
Phoebe se encogió de hombros:
—Eso es lo que dice. No sé qué significa.
Tras reflexionar unos momentos, Caleb habló:
—Significa —replicó, secándose los cabellos húmedos con una manga empapada— que has comenzado el proceso de destrucción, y estás iniciando los pasos hacia la purificación del alma.
—Si tú lo dices… —Phoebe presionó otras cuantas teclas y desplazó el ratón—. Y con esto llegamos al número seis: Plata, que corresponde a la luna.
—Destilación —respondió Caleb—. Disolver el yo para aumentar la pureza. Liberando las energías lunares, y… Vale, te estás durmiendo. ¿Qué es lo que dice que hay que hacer ahí?
—Es a partir de aquí donde el pergamino comienza a hacerse verdaderos añicos. Hay una enorme sección muy dañada, pero parece que dice que hay que reflectar la luz hacia la cabeza de la serpiente.
—¿Reflectar? ¿Con un espejo?
—Probablemente, aunque me pregunto si valdrá también una linterna. —Se frotó la barbilla—. Supongo que la idea consiste en iluminar la serpiente para… vincularte a ella.
—¿Ves? Ya empiezas a cogerle el tranquillo.
Phoebe sonrió de oreja a oreja.
—Al menos lo intento. Vale, aquí es donde vas a querer matarme. La descripción de la séptima, el enigma del Sulfuro o del Oro…
—¿Y bien? —Caleb visualizaba las etapas en su correcto orden, estableciendo mentalmente el sendero que completaba el círculo.
—No hay nada —suspiró Phoebe—. Quiero decir, no hay nada legible, salvo la palabra «oro». —Se mordió la punta de una de sus coletas—. Lo lamento. Puedo intentar aclarar la imagen algo más, pero…
Caleb se inclinó hacia delante:
—Pese a ello, Phoebe, has hecho un gran trabajo. Increíble. Casi lo hemos conseguido. Pero, por más que quiero que sigamos con esto, por favor, búscame algo… si estás conectada a la red.
—Pues claro que lo estoy —le dedicó una mirada sucia—. Soy una paralítica, ¿recuerdas? No es que salga demasiado. Entro a muchos chats donde la gente piensa que soy una jugadora de tenis profesional. Es genial.
—Seguro que sí. —Caleb se acercó a su silla—. Busca el nombre «Metreisse» e introduce la fecha 1587.
—Vale. Deletréamelo.
—No tengo ni idea. Mételo en Google a ver…
Presionó Phoebe algunas teclas:
—Vale… Aquí está, a la primera —miró atentamente la pantalla—. El primero de los enlaces que aparecen pertenece a un libro de un historiador inglés. Veamos… «Henri Metreisse era un alquimista de la corte de la reina Isabel I»… Por supuesto, nunca tuvo éxito en transmutar algo en oro… Pero dice que ejerció como consejero de la reina y que tal cosa contribuyó a la victoria sobre los escoceses en varias batallas importantes. ¡Oh, mira esto! Aseguraba tener el don de la clarividencia, y que podía… podía ver los palacios del enemigo, ¡e incluso escuchar sus planes de batalla! —Miró a Caleb—. ¡Tenía visión remota!
Caleb se frotó la barbilla y pugnó contra el envite de los escalofríos. Tenía que ponerse esa sudadera.
—¿Qué más? ¿Qué dice acerca de 1587?
Phoebe bajó el puntero y pinchó en el siguiente enlace:
—Aquí dice que se le conocía por haber convocado a una reunión a otros alquimistas. Se reunieron en Stonehenge durante el equinoccio de la primavera, pero tras aquel encuentro en 1587, Metreisse nunca regresó.
Phoebe buscó en su bolsa y sacó una coca-cola.
—¿Quieres una?
—No.
—¿Me vas a decir de qué va todo esto? —Phoebe dio un sorbo a su bebida—. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera?
Lanzando un suspiro, Caleb levantó la vista:
—Nolan Gregory nos estaba espiando. O más bien espiándome… otra vez.
—Pero yo creía que Waxman había comprobado que no teníamos micrófonos…
—Eso no importa —dijo Caleb—. Gregory me estaba siguiendo. Sabía todo lo que estaba haciendo, especialmente en lo concerniente al faro.
Phoebe guardó silencio, pensativa:
—¿Lo has matado?
—¿Qué? No. Pero un coche…
Phoebe asintió.
—¿Y qué tiene esto que ver con 1587?
—Antes de morir, Gregory me ha dicho que yo era importante para ellos por algo que llamó el «cisma». Algo que les sucedió a los guardianes en 1587.
Phoebe tamborileó con los dedos:
—¿Una ruptura en sus filas? ¿Los guardianes contra los guardianes? Quizá sea esa la razón por la que Lydia quería tan desesperadamente el tesoro. Sería algo así como una… competición.
—Tal vez —dijo Caleb, con la mirada perdida, como si su visión hubiera sido arrastrada en otra dirección—. Pero sólo hay una forma de estar seguros…
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir, ¿tienes lápiz y papel?
Phoebe aplaudió, rebosando excitación:
—¡Como en los viejos tiempos! —sonreía de oreja a oreja—. Bueno, con la salvedad de que ahora no eres tan capullo.
Atenuaron las luces. Caleb se puso la sudadera seca y colocó una silla junto a la de ella. Resolvieron no sumirse en el trance habitual. Este se vería libre de ideas preconcebidas. Experimentarían las visiones y luego compartirían entre ambos lo que habían visto.
—¿Preparado, hermanito?
—Sí. —Caleb le tomó las manos—. Bueno, la verdad es que no. Aún no. Antes de nada dime una cosa. ¿Qué fue lo que viste cuando yo estaba en la universidad? Me contaste algo de una chica de ojos verdes.
Phoebe apartó su mano.
—Ah, eso. Esperaba que te hubieras olvidado. Bueno, me gustaba intentar visualizarte de vez en cuando. No es que estuviera cotilleando, simplemente te echaba de menos. Pero durante un par de semanas, cada vez que lo intentaba siempre veía lo mismo: te veía bajo el agua y era esa chica de ojos verdes quien te sumergía. Lo más extraño es que, pese a eso, lloraba mientras lo hacía.
—¿Y algo más?
—Sí. No sé lo que significa, pero no dejaba de escuchar el llanto de un bebé. En realidad era un gemido. Lo escuchaba todo el tiempo, mientras ella trataba de ahogarte.
—¿Un bebé?
—Sí. Como te decía, es raro —le dedicó una sonrisa nostálgica—. Probablemente mezclaba tus visiones con mis sueños.
Alargó una mano hacia ella.
—Oh, hermanita, estoy tan…
—Lo sé —sorbió por la nariz, y luego apartó a Caleb—. Bueno, ¿vamos a hacer esto o qué? Porque si es así tendrás que hacerlo muy bien, pues tu hermanita pequeña va a volver a ganarte.
Más tarde, Phoebe diría que no había visto nada. Sólo una confusa mezcolanza de escenarios, todos ellos vacíos de cualquier presencia humana. Un paisaje montañoso, bosques y ríos. Y lluvia, sábanas de lluvia. Se entretuvo demasiado tiempo en aquel emplazamiento, y cuando Caleb la sacudió, tras lo que a Phoebe se le antojaban horas, todo había terminado.
La visión de Caleb comenzó enseguida, como si hubiera estado esperándolo, aguardando a que se uniese a…
… dieciocho hombres y dos mujeres que se yerguen bajo las estrellas en un claro, rodeados por un círculo de piedra hecho con inmensos bloques. Todos visten mantos grises, con planetas y estrellas bordados en el tejido. Siete antorchas arden en una hilera rectilínea que desemboca en una piedra más pequeña situada en el noreste, sobre la cual una tea algo más grande envía al aire el humo que escupen sus llamas. Sobre ellos, la noche, aunque carente de luna, es perfectamente clara, y las estrellas, nítidas y cercanas, asoman al manto terrestre para observar el espectáculo.
Uno de los más ancianos da un paso adelante. Es un hombre de barba blanca, de hombros encorvados, pero dotado de un sorprendente vigor.
—Nos hemos reunido aquí para debatir cómo manejar a Metreisse. Esperaba que honrase la tradición y viniera a nuestro encuentro, pero parece que ha huido.
—Matémoslo —dice uno al final del grupo.
—Primero debemos encontrarlo —interviene una mujer que se apoya sobre un báculo retorcido al que abraza la hiedra—. Encontrarlo y ver si es el elegido.
—Sabemos que es el elegido —replica el que habló en primer lugar—. ¿Quién sino podría haber aprendido a superar las trampas?
—¿Sabemos con certeza que alguien lo ha hecho?
—Sí. Nuestros vigilantes han informado de que han visto una figura cubierta por un manto entrar en las ruinas del faro el mes pasado, durante el eclipse lunar. El intruso permaneció muchas horas bajo su estructura. Cuando salió, mis espías dicen que él mismo los buscó, los encontró en sus escondites y les dio una información que debían transmitirnos: «Decid a vuestros señores que he descubierto la clave final», anunció. «Y la ocultaré hasta el final de los tiempos en tanto vuestros intereses estén tan alejados de nuestro propósito original. No he entrado en la cripta, y nadie lo hará hasta que la hora haya llegado».
—¿Cómo se atreve? —murmuró alguien situado al frente.
—Se atreve —dice la otra mujer— porque cree que sigue la voluntad de Sostratus.
—Sostratus mintió —irrumpe una nueva voz—. Todos lo sabemos. En el pasado, Sostratus hizo un favor al mundo y protegió las grandes obras de los siglos de oscuridad que se avecinaban. ¡Pero su intención no era que esperásemos tanto tiempo!
—¿Y esperar el qué? —pregunta la primera mujer.
—Entonces, está decidido. —El más anciano avanza hasta el centro del círculo y levanta los brazos—. Tenemos que encontrarle. Cueste lo que cueste. Buscarlo y recuperar la clave, sea esta lo que sea. Ya decidiremos cómo usarla.
—¿Tenemos alguna idea de dónde fue?
—Sólo sabemos que zarpó hacia el este, en el Mediterráneo, a bordo de una galera.
—Entonces tenemos que empezar por ahí.
Un hombre que ha guardado silencio hasta entonces da un paso adelante:
—¿Y si fracasamos en encontrarlo durante esta vida?
El anciano suspira y mira abatido a sus pies.
—Entonces la búsqueda continuará en la siguiente.