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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (11 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Ingresaron en una de las alas de la librería. Entonces, antes de que Caleb tuviera la oportunidad de leer alguno de los títulos o incluso de ver hasta dónde llegaban los estantes, el grupo se apresuró a seguir a Marcos hasta la escalera central. Caleb ensanchó una sonrisa y también los siguió. El olor del pasado, ese olor a papeles viejos y gastados, le entusiasmaba.

Giuseppe se detuvo ante una sala repleta de librerías, profusamente iluminada, que a Caleb le recordó a la biblioteca de su instituto:

—Esta es la Officina dei Papiri —les dijo su guía—. Es aquí donde trabajamos con los pergaminos. Se trata de un proceso sumamente complicado. Primero, a la parte exterior de los rollos, generalmente muy erosionada, le aplicamos una solución de gelatina. Cuando esta se seca, los separamos y desenrollamos, a veces sólo unos milímetros cada día. Es un proceso novedoso, desarrollado recientemente por papirólogos noruegos. Es mucho mejor que el método anterior, para el cual se empleaba una máquina diseñada por Antonio Piaggio en 1796.

Compuso una expresión abatida.

—Pero deben entender la situación: se perdieron cientos de pergaminos cuando aquellos que iniciaron las excavaciones por primera vez se desprendieron de ellos mezclándolos con el resto de los escombros. Creían que los trozos
carbonizzati
eran pedazos de carbón. También se destruyeron muchos, durante los primeros intentos por abrir los pergaminos. Si el pergamino que buscan no se encuentra entre los que ya han sido abiertos, me temo que las posibilidades de dar con él no son muy elevadas.

Caleb vio que el rostro de su madre se teñía de decepción.

Nina lanzó un suspiro.

Giuseppe señaló hacia el lugar en que siete hombres y tres mujeres, todos ellos envueltos en batas blancas, observaban unos diminutos fragmentos a través de sendos microscopios. Otros se ocupaban de alinear unas piezas ennegrecidas sobre una mesa metálica. Otra mujer miraba por una lupa diversas piezas diminutas, del tamaño de una uña.

Caleb se aclaró la garganta:

—Podríamos echarle una mano y decirle que ese pergamino en concreto se encontraba en la biblioteca de Piso…

Giuseppe mostró una expresión perpleja, como si temiese no haber entendido bien a causa de su inglés:

—¿Qué quiere decir?

Helen esbozó una sonrisa débil:

—Quiere decir que podríamos señalar con total precisión la parte de la biblioteca en que se encontraba ese pergamino en el momento de la erupción.

—Eso —replicó el hombre, mirándolos de lado— sería ciertamente impresionante. Lo que me gustaría saber es cómo han sabido tal cosa. Aunque, sea como sea, tampoco serviría de mucho. Todos los pergaminos aquí reunidos fueron hallados en auténticos montones, enterrados bajo un lodo ígneo y, para colmo, comprimidos y pegados unos a otros por el paso del tiempo.

Waxman tosió:

—¿Quiere decirnos entonces que no puede prestarnos ninguna ayuda?

—Lo lamento. Como he dicho, tienen total libertad para examinar los pergaminos que ya hemos conseguido catalogar. En buena parte, nuestros descubrimientos giran en torno a los escritos de Filodemus, filósofo del siglo I. Parece ser que era amigo de Piso…

—¿Y no han encontrado nada inusual? —le preguntó Helen—. ¿Quizá algo relacionado con la astrología?

Giuseppe sacudió la cabeza:

—Por desgracia, no. Personalmente, tales hallazgos me resultarían de un enorme interés —habló en susurros para que nadie más alcanzara a escucharle—. Para ser sinceros, la filosofía siempre me ha resultado insoportablemente aburrida. He pasado muchas, muchas horas soñando con encontrar el mapa de un tesoro o un papiro con invocaciones mági…

—Entonces —le interrumpió otra vez Waxman, señalando hacia una sala que había en la parte de atrás, donde se hacinaban varias repisas rebosantes de trozos de lo que parecía ser roca negra—, allí podríamos encontrar lo que buscamos, pero es posible que su modesto equipo no logre dar con ello en, ¿cuánto? ¿Décadas?

Giuseppe asintió:

—Las fuerzas del hombre son limitadas, y el proceso es…

—Complicado —respondió Helen con un suspiro—. Ya nos lo ha dicho.


Mi dispiace
—Giuseppe se encogió de hombros y también suspiró—. Siempre cabe la esperanza de que se desarrollen nuevas técnicas que contribuyan a nuestra búsqueda. No sé, tal vez alguna nueva aplicación en tecnología de imágenes de resonancia magnética. Pero hasta que llegue ese momento, esta es la forma en que nos vemos obligados a trabajar. Sabemos que todavía yace bajo los escombros otra sección de la biblioteca, y estamos a la espera de los permisos necesarios para proceder con las excavaciones. Quizá encontremos allí miles de pergaminos más.

Caleb bajó la cabeza para no tener que ver la expresión que se había pintado en el rostro de su madre.

—Pero resulta irónico, ¿verdad? —sonrió Giuseppe, y pareció sorprenderse de que sus invitados no hubieran captado el chiste—. ¿No lo cogen? El Vesubio, que fue lo que causó tanta destrucción, también protegió los pergaminos. Han durado muchos más años de los que suelen durar el papiro o incluso la tinta, congelados en el tiempo, limitándose a esperar —hizo un gesto hacia el laboratorio, abarcando tanto las repisas como el personal que, diligentemente, manipulaba el material con ayuda de unas pinzas—, aguardando aquí a que las generaciones futuras brindaran una nueva luz a la Historia.

Caleb levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa:

—Se parece mucho a lo que sucedió con los pergaminos del mar Muerto y los textos hallados en Nag Hammadi: todos ellos conservados en cuevas y subterráneos…

—Sí, sí, en efecto. Estos pergaminos son como… ¿cuál era su nombre, Rip Van Winkle? Se retiran a dormir y cuando despiertan resulta que lo han hecho en un mundo completamente diferente. Y lo mejor de todo es que con ello se han evitado sufrir el azote de los elementos y las persecuciones, el fanatismo de las quemas de libros y la intolerancia de las épocas de oscurantismo que han sacudido el mundo.

Caleb se detuvo a reflexionar durante unos instantes, sintiendo el deseo de revelar al hombre el verdadero fin de su visita a aquel lugar. Estaba a punto de decir que aquello mismo podía aplicarse al faro: si de veras sus restos albergaban un tesoro, los terremotos lo habían sellado y protegido de cualquier intrusión a lo largo de diez siglos de cazafortunas y buscadores de curiosidades.
Sellado, sí, al menos hasta que la tecnología, o nuestros poderes psíquicos, nos permitan llegar hasta él
. Quizá había llegado la hora de hacerlo. Por más que odiara reconocerlo, comenzaba a sentir ese aguijonazo contagioso que producía la obsesión de su madre.

Tomándola de un codo, Waxman condujo a Helen hasta las escaleras. Allí le dijo, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que Caleb también pudiera escucharlo:

—Entonces, hemos perdido el tiempo haciendo este viaje, a menos que podamos localizar el pergamino exacto y esperar después a que estos tipos lo desenrollen… aunque ya veremos si quedará algo en sus restos que podamos leer.

—Lo sé. Pero tiene que haber otro modo. —Helen apartó la vista de Waxman y se encontró con los ojos de Caleb—. Podemos examinar los pergaminos que ya han traducido…

—Pero no parece que hayan encontrado el que buscamos. —Waxman sacudió la cabeza hacia Caleb, al ver a este pasar por su lado—. Gracias por hacernos perder el tiempo.

Una vez que el grupo subió las escaleras, Caleb decidió regresar a la biblioteca. Le dio las gracias a Giuseppe y le estrechó la mano. Se entretuvo allí durante un rato, observando la sala mientras lo invadía una profunda envidia. Aquellos eruditos que poblaban el lugar, y que asomaban a través de los escritos a las más profundas simas del tiempo… Caleb deseaba unirse a ellos, anhelaba tomar un microscopio y mirar por su lente durante horas, días, semanas, cada vez más inmerso en el pasado. Pero ese sueño tendría que esperar.

Caleb vio a Nina en el patio, entre las zarpas de un enorme león de mármol. La luz del sol caracoleaba entre los helechos y las tomateras, en tanto una gran fuente metálica barboteaba su solitario discurso en las proximidades. El aroma del café expreso viajaba a lomos de la brisa, procedente de un pequeño café. Les rodeaban varias fachadas de edificios de tres plantas donde despuntaban maravillosos balcones y puertas que se abrían a espléndidas habitaciones. A través de dos arcadas que bostezaban en la pared oeste Caleb pudo ver las coloridas velas de los barcos de recreo que rielaban en la resplandeciente bahía de Nápoles.

Helen y Waxman aguardaban bajo la sombra que proyectaba la sección este, sumidos en una ardiente discusión. Helen sacudía las manos sin parar, a veces señalando en la dirección en la que Caleb y Nina se encontraban, luego hacia el suelo. Su colorido manto la hacía resaltar incluso entre los turistas europeos y sus llamativos atuendos y sombreros de ala ancha.

En un gesto juguetón, Nina metió la mano en la boca del león de piedra para tocarle los dientes.

—¿Qué crees que estarán diciendo?

Caleb se encogió de hombros.

—Probablemente me estén echando la culpa por haber ralentizado la marcha de su proyecto.

—Sí, es probable —replicó Nina, riendo y dando unas palmaditas a la cabeza del león—. Lo siento, Caleb. Sólo bromeaba. Ya sabes que tu madre piensa que eres el psíquico más dotado que jamás ha visto.

—¿Qué?

—Es cierto. —Nina inclinó la cabeza, apoyándola en la melena del león, mientras recorría el patio con una mirada satisfecha, tal vez imaginándose reina o princesa, dueña de aquel palacio—. De veras. Hace un rato, en el barco, no pude evitar escuchar su conversación. Tu madre le decía a Waxman que pareces ver cosas sin siquiera esforzarte en ello, no como los otros. Al contrario que ellos, las visiones acuden a ti.

—Pero sólo aquellas que no deseo —murmuró Caleb—. Visiones de… mi padre, imágenes que todo el mundo afirma que no son reales. ¿Qué hay de esas? —lanzó una mirada a su madre—. ¿Cómo puede decir que tengo tanto talento si se niega a creer en esas visiones?

—No lo sé —Nina cerró los ojos—. Quizá… quizá sí te cree. ¿Alguna vez lo has pensado?

—¿Qué quieres decir?

Nina se encogió de hombros y esta vez miró el interior de la boca del león.

—Quizá también ella las sufra.

—¿Qué?

—Pero, como no puede hacer nada al respecto, intenta apartarlas de su cabeza.

—¡Por supuesto que puede hacer algo! —Caleb cerró las manos en dos puños, apretándolas contra los costados—. ¡Podría hablar con el Departamento de Estado!

—¿Y ellos la creerían?

Los feroces ojos de Nina, semejantes a piedras de jade, lo dejaron inmóvil. Antes de ese día, Caleb apenas había intercambiado dos palabras con aquella mujer, y ahora lo hacían con inexplicable desenvoltura, como si fueran viejos amigos… o como Caleb imaginaba que le hubiera hablado Phoebe de haber estado allí con él. Cada vez que Caleb se dejaba llevar por la imaginación, Phoebe aplicaba el sentido de la lógica para hacerle entrar en razón, al menos en lo que respectaba a las visiones de su padre.

—¿Por qué iban a creer a una mujer que asegura que ve al fantasma de su marido?

—¡Porque ella podría decirles dónde deben buscarlo! He visto lugares, referencias, que podrían comprobar. Un río junto a una colina. La silueta de unas construcciones en la falda de una montaña. ¡Podrían definir su ubicación mediante las sombras o la posición del sol, algo!

Nina se encogió de hombros, se levantó y se estiró como un gato. El collar de plata que rodeaba su cuello lanzó un destello y desvió la atención de Caleb a las curvas que rodeaban la V de su vestido. Los tatuajes que llevaba en los hombros parecían contemplarlo.

—Quizá tengas razón.

—La tengo.

Caleb dio media vuelta y se dirigió hacia la fuente. El caótico burbujeo, mezclado con los golpes del agua, contribuyeron a calmar sus nervios. Nina le había obligado a pensar, a hacerse preguntas, a poner en duda su ira. Miró por el rabillo del ojo y, por un instante, vio que Helen desviaba también la mirada y clavaba sus ojos en los de él. Algo pasó entre ambos, una suerte de repentino cariño, un saneamiento mutuo de emociones.

Nina se acercó entonces a él, mientras buscaba algo de cambio en su bolso:

—Un euro —dijo, mirando la brillante moneda que sostenía en la mano—. Valga lo que valga —añadió, antes de lanzarlo a la fuente, con los ojos cerrados y musitando algo que Caleb no pudo escuchar.

—¿Qué es lo que has deseado? —le preguntó.

Nina le guiñó un ojo:

—Se supone que no puedo decirlo, pero lo haré. He deseado que tu madre obtenga lo que desea. Que lo encontremos.

«Todos son iguales», pensó Caleb. «Todos y cada uno de ellos».

—Tenemos que encontrarlo —susurró Nina—. Así podremos volver a casa.

—¿Qué?

—Quiero irme a casa —dijo—. No me importa el tesoro. De hecho, ya hasta me da igual saber qué es. Simplemente quiero irme a casa. Echo de menos a mi familia. Tenemos un campo de cerezos en Virginia. En esta época del año el aire rebosa con el aroma de los árboles en flor, el zumbido de las abejas y el rumor del viento que los mece de madrugada.

Caleb pestañeó, observando a Nina bajo una nueva luz, como si el sol que iluminaba sus facciones revelase ahora una belleza todavía más profunda que emergía de las sombras.

—Yo tengo manzanos —murmuró.

—¿De verdad?

—Sí, en casa, al norte del estado de Nueva York. ¿No has estado allí con el grupo? Waxman me dijo que había usado la casa como base de operaciones.

Nina le dedicó una sonrisa:

—No, no he tenido el placer. Soy nueva, pero suena genial. Apuesto lo que sea a que en otoño hacéis unas deliciosas tartas de manzana.

—Dos veces al día —respondió Caleb—. De merienda y como postre. Al menos hasta que mi padre se fue y mi madre… bueno, se mezcló con esta gente. No pretendo ofender.

—No me ofendes. Para mí… bueno, todo esto me resulta muy nuevo.

—¿Y de veras puedes ver cosas?

Nina se sonrojó.

—Sí, a veces, pero no creo que sea demasiado buena. No puedo controlarlo muy bien. Aun así, Waxman parece pensar que puedo servir de ayuda.

—Estoy seguro de que sí —la animó Caleb—. Pero ten cuidado con él, Nina. No es… no es lo que parece.

—¿En serio? —su voz se ensombreció ligeramente—. ¿Cómo lo sabes? ¿Has visto algo?

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