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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (12 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Caleb sacudió la cabeza:

—No. No te preocupes, lo más probable es que esté exagerando.

Miró sobre el hombro de Nina y vio a Waxman sujetando a Helen por los hombros, hablándole con un tono excesivamente animado.

—Lamento lo de tu padre —dijo Nina—. He oído que también él estaba interesado en el faro. Le hubiera encantado estar aquí.

—Justo antes de que yo naciese estuvo en Alejandría un par de ocasiones. Investigó el lugar a fondo, e incluso buceó por sus costas. Al menos eso me dijo. A veces, cuando estábamos en nuestro pequeño faro (ahora lo han convertido en un museo, pues abrieron uno nuevo a un par de kilómetros, en el muelle), me contaba toda clase de historias acerca de Faros, y de Alejandría en la época en que construyeron la almenara, y de Sostratus, y la biblioteca, y los templos… Todo.

Nina se cruzó de brazos, sintiendo un frío repentino en los huesos.

—Quizá no tardes en ver todo eso. Tal y como lo viste en tu mente.

—Quizá —replicó Caleb, recordando la visión que había sufrido cuando estuvo a punto de ahogarse, y la mirada se le perdió en el horizonte.

Con un gesto mecánico, Nina frotó la suela de su sandalia sobre la fina capa de gravilla que revestía el enlosado.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó.

Caleb pestañeó, y formuló una sonrisa:

—La verdad es que seguía pensando en mi padre, en cuando nos llevaba a ver el otro hito histórico que hay en nuestras tierras: «La Vieja Chatarra».

—¿La vieja qué?

—Chatarra. Era el lugar favorito de mi hermana. Se trata de un antiguo y oxidado barco guía. Ya sabes, la clase de barco que se solía botar al agua esas noches en que la niebla se cerraba en el mar, con linternas en los mástiles, para guiar a las naves hasta el puerto. Phoebe adoraba el sonido que producía su casco cuando le lanzábamos piedras, y luego corríamos a toda prisa para que nadie nos atrapase. A veces nos colábamos en el interior del barco, e inventábamos historias en las que luchábamos en terribles batallas navales como capitán y contramaestre, a lomos de los siete mares…

Nina suspiró.

—Parece que tuviste una infancia bastante única. Pero tienes razón, tendrías que haber podido crecer sin ir de un lado a otro del mundo siguiendo los pasos de tu madre.

Caleb sonrió:

—Bueno, ya es demasiado tarde para eso.

Nina cerró los ojos y volvió el rostro hacia el sol; respiró la brisa cálida que llegaba hasta ella y luego miró al lugar en el que Helen y Waxman seguían discutiendo:

—¿Crees que encontraremos el modo de llegar a la cripta del faro?

—No. Creo que Sostratus la escondió muy bien.

Nina pareció abatida:

—Entonces será mejor que acepten la derrota cuanto antes.

—No lo harán. Bueno, al menos mi madre. Está obsesionada.

—También lo estaba tu padre.

Caleb apretó los dientes, como si Nina hubiera alargado un brazo para abofetearle las mejillas. Se detuvo a reflexionar durante unos instantes: recordó los ojos de su padre, la ternura de su voz, el modo en que abría un libro hasta hacer crujir su lomo, y la manera en que a veces recorría las páginas olfateándolas profundamente, saboreando el viejo aroma del papel.

—Sí —dijo Caleb—, pero por un motivo bien distinto. No quería el tesoro, y tampoco le importaba el dinero. —Caleb comenzaba a excitarse, y sintió una extraña energía recorriendo sus células—. Mi padre sólo perseguía el conocimiento. Adoraba todo cuanto tuviera que ver con la antigua Alejandría, y quería entender todo lo que guardara relación con el faro. Del mismo modo, le intrigaba la biblioteca, y…

Sintió entonces el tirón de una extraña asociación de ideas: el chispazo de un vasto infierno que aguardase su ignición. De pronto, comprendió que su padre había sabido más de lo que nunca dio a entender.

El sol se apostó tras una nube y el patio se sumió en las sombras. Mientras pensaba aquello, que casi podía considerarse una revelación, reparó en alguien que los observaba, justo al otro lado de la sección en la que se encontraban Waxman y Helen, al lado de una columna donde las sombras adquirían un mayor espesor.

¿Quién es? ¿Cuánto tiempo lleva allí?

Quienquiera que fuese aguardaba entre temblores, dejando ver tan sólo una silueta de brazos largos y cabello desgreñado, totalmente fuera de lugar entre la nube de turistas que pasaban por su lado, haciendo fotos e ignorando su presencia.

A Caleb se le enfrió la sangre en las venas, y se le erizó el vello de los brazos. Temblaba de pies a cabeza.

—¿Caleb?

—¿Lo estás viendo? —intentó levantar un brazo para señalarlo, pero no pudo hacerlo.

—¿Ver a quién? —preguntó Nina, apartándose el cabello del rostro.

El sol volvió a aparecer, barriendo de sombras las losas de piedra y las columnas de caliza. Caleb pestañeó; la figura había desaparecido.

Alguien se aclaró la garganta. Caleb levantó la vista y vio a Waxman y a Helen junto a él.

—Vámonos —dijo—. Veamos si el equipo ha conseguido algo.

Cuando Waxman se alejó, Caleb miró a su madre y vio que esta se había quitado las gafas y miraba al otro lado del patio con los párpados entrecerrados.

—¿Qué pasa? —preguntó Caleb.

Helen sacudió la cabeza, parpadeó y se volvió a poner las gafas.

—Nada, vamos —miró una vez más en derredor—. Sigo pensando que lo que viste en tus sueños es la clave, Caleb.

—¿De verdad?

Helen asintió.

—Pero todo resulta tan frustrante… Desde el pasado, el faro se burla de nosotros, dándonos estas tristes migajas y guardando la parte más sustanciosa del secreto para sí mismo.

Caleb observó con recelo a Nina.

—Quizá —se apresuró a decir— debemos dejar que siga guardándolo.

Helen lanzó una risita y se apartó el flequillo de los ojos.

—Tienes una actitud pésima, ¿lo sabías? ¿Qué diría tu padre?

Le acarició la cabeza en una inesperada muestra de afecto, y luego procedió a caminar hacia Waxman.

Caleb miró a Nina y le hizo un gesto con la cabeza, a lo cual la joven sonrió y siguió los pasos de Helen y Waxman. Caleb no pudo evitar marchar otra vez a su paso, aunque no sin antes lanzar una mirada indecisa sobre el hombro hacia el lugar en que había visto aquella presencia que los observaba.

Antes de que subiesen al
ferry
, Waxman llamó desde una cabina a los miembros de la Iniciativa Morfeo que se habían quedado en Alejandría. Cuando colgó, el rostro le resplandecía de pura dicha.

—¡Han encontrado la entrada!

12

N
INA le pidió a Caleb que la esperara en el muelle junto a Waxman y Helen, diciéndole que, dado que tenían que esperar media hora para que el barco zarpase, prefería dar una vuelta y sacar algunas fotos.

Tras regresar a toda prisa al palacio, Nina entró por la escalera sur y, simulando admirar los tapices y las divisas reales, se mezcló con el resto de los turistas, e incluso no dudó en comentar a un grupo de americanos cuáles eran sus piezas favoritas y lo grandioso que se le antojaba el palacio y sus alrededores. En un momento dado, se disgregó del resto y descendió a la planta baja, donde esperó a que su objetivo abandonase el laboratorio.

Sólo habían pasado unos minutos cuando apareció. Gregor Ullman. Lo reconoció al instante: calvo, con cara de halcón y ligeramente obeso, una camisa blanca con las mangas subidas y unos pantalones Levi’s. Llevaba un bolígrafo Bic en la oreja y un palillo en la boca. Nina sonrió, pero no era quién para juzgar. Ella sólo ejecutaba las sentencias.

—Scusa, signore
?

Interceptó los pasos de Ullman, que quizá se dirigía al baño o a ponerse al día con el resto de sus colegas.

—¿Sí?

Ullman se detuvo y sonrió, admirando a aquella vivaracha jovencita que se le acercaba lentamente.

Nina se lamió los labios y colocó una mano en el pecho de Ullman, mientras con la otra mano rodeaba su cuello, donde le hundió una aguja hipodérmica. Ullman se tambaleó entre resuellos, y clavó en la joven una mirada de súbito reconocimiento. Trató de gritar, pero sólo brotó de sus labios un susurro incomprensible, antes de caer a los pies de Nina. Recorriendo el lugar con una rápida mirada para asegurarse de que no había nadie a la vista, Nina le cogió de las piernas y, doblando la esquina, lo arrastró hasta un almacén.

Al despertar, Gregor Ullman descubrió que tenía las muñecas atadas con cinta aislante, y el cañón de una Beretta apuntándole al ojo izquierdo. Sentía un dolor entumecedor en las piernas, pero las secuelas de la droga le impedían reconocer la fuente.

—Hola, señor Ullman. —Nina estaba sentada en un cubo de plástico al que había dado la vuelta, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo—. Tengo entendido que me conoce, así que nos ahorraremos las presentaciones e iremos directamente al grano.

Ullman lanzó un gruñido y comenzó a toser al sentir en la cara una nube de humo. «No me ha atado los pies», pensó, y al instante se sintió embargado por el deseo de escapar. Dando un grito trató de incorporarse y correr hacia delante, pero sólo se desmadejó en el suelo, aullando, cegado de puro dolor. Rodó sobre su espalda y bajó la vista, para descubrir, horrorizado, las repulsivas tiras rojas que sobresalían por los bajos de su pantalón.

La joven le había cortado los tendones.

Nina suspiró. Odiaba aquella parte del trabajo, y lo cierto es que tampoco le agradaba la visión de la sangre. En momentos como aquel, tenía que recordarse la importancia de su misión, la nobleza de la causa que defendía. Lo que estaban haciendo, algo de lo que a fin de cuentas ella formaba parte, ayudaría a proteger todo cuanto le importaba, todo cuanto amaba. Toda su vida había buscado la forma de poner freno al paso del tiempo, aferrarse a la belleza y a la perfección de la juventud, y cuando la eligieron, supo que no tendría otra oportunidad como aquella: la oportunidad de obtener un tipo diferente de inmortalidad.

Por supuesto no le había dicho la verdad a Caleb, y se había limitado a endilgarle aquel cuento sobre la casa en la que había pasado su infancia y los idílicos campos en los que retozaba de niña, lo cual no dejaba de ser un instrumento más para atraerlo a su tela de araña. Aunque era una misión secundaria, no dejaba de ser también la más importante. Después de todo, Caleb era la clave, y tanto ella como Waxman tenían que hacer que él mismo se diese cuenta de ello. Debían empujarlo, guiarlo, hacer que viese, que viese de verdad. Pero tenían que hacerlo pronto. Y así sería, si ella ejecutaba su papel a la perfección.

Se inclinó y clavó la mirada en los aterrados ojos de Ullman.

—La morfina que he mezclado con el tranquilizante le ayudará a pasar el dolor, pero sólo durante unos minutos. Quiero que esté relajado y consciente para poder responder a algunas preguntas —se incorporó y dio un paso hacia él—. Dígame lo que necesito saber, guardián, y llamaré a una ambulancia en cuanto salga de aquí.

Ullman gruñó y giró el rostro hacia el frío suelo:

—¿Qué es lo que quiere?

—Dígame —susurró Nina, inclinándose y poniendo el cigarrillo justo frente a su cara— si el Agua es el primer símbolo.

—¿Qué?

—Ya me ha oído, y sabe muy bien lo que le estoy preguntando. El Agua. ¿Es el primer símbolo?

—No sé de qué me está hablando. Está loca.

—Y usted estará muerto si no me dice la verdad —se incorporó y colocó el tacón de aguja de su zapato en el cuello del hombre—. ¿Es Agua? ¿O Fuego?

Nina contuvo la respiración. Necesitaba confirmar el primer símbolo para asegurarse de que su otro informante no la había engañado. La tortura no siempre era un instrumento de confianza, pero en aquel caso su jefe se había mostrado razonablemente seguro de la información obtenida.
Pero no del todo seguro
. Quería confirmarlo por otra fuente.

—El primer código… —repitió, clavando el tacón en su cuello—, ¿es Fuego? ¿Aire? ¿Tierra?

Ullman tosió. Tenía las piernas acalambradas, y los brazos desmadejados sobre el charco que iba formando su propia sangre.

—Se lo he dicho, no tengo…

Nina aumentó la presión sobre el cuello.

—¡Aaaaah! ¡Está bien, está bien! —siseó, llevándose una mano al cuello cuando Nina disminuyó la presión—. Es Agua… ¡Agua! Pero no lograrán entrar. No conocen el resto de la secuencia. Nadie la conoce.

—No sea tímido —dijo Nina—. Claro que conoce la secuencia. Lo que no sabe es cómo sortear las defensas.

—¿Y usted sí?

—Pronto lo sabremos.

Muy pronto, si la visión remota de los miembros de la Iniciativa continuaba cosechando éxitos, o si Caleb recuperaba su don. Pero sospechaba que los guardianes estaban en las mismas condiciones que ellos, al menos en lo tocante a la recuperación del pergamino: esperando un milagro. Dio un golpecito en el suelo con el cañón de su Beretta, justo frente a la nariz de Ullman.

—De acuerdo, dice que se trata de Agua. ¿Qué le parecería si yo le digo que no le creo?

—Le diría que me da igual. Ya sé cuál es mi destino.

—Qué pesimista —Nina se volvió a sentar—. ¿Cuánto tiempo lleva en Nápoles, señor Ullman? Bueno, no me refiero a usted, pero ya sabe a qué me refiero… los guardianes. ¿Desde cuándo lo saben?

—¿Lo del pergamino? —Ullman lanzó una risita forzada—. No bromee. En cuanto la Villa fue descubierta, infiltramos a un hombre.

—Tanto tiempo —rio Nina— y no han encontrado nada. —Suspiró y sacudió la cabeza, decepcionada. Probablemente, Caleb había estado más cerca del pergamino en una sola vida que seis generaciones de guardianes. Comprobó su reloj—. Bien, señor Ullman, ha sido un placer. Su líder afirma que cada uno de los guardianes tiene ya asignado un sucesor. En su caso, confío en que no se hayan retrasado en buscarlo.

Ullman volvió a reír, mientras alzaba la vista hacia Nina con una sonrisa desabrida.

—Hasta la vista.

Nina frunció el ceño, atornilló el silenciador a la pistola, apuntó y disparó, abriendo un agujero en la frente del hombre. Se incorporó y contempló el cuerpo, reproduciendo mentalmente la conversación, sopesando cada palabra, cada gesto, preguntándose si aquella respuesta era o no fiable. Al final, decidió que tampoco importaba. En asuntos de vida o muerte, sabía lo que había que saber: si una información más, completamente independiente de la anterior, no era suficiente, se limitaría a buscar otra.

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