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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (23 page)

BOOK: Oda a un banquero
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Dio la casualidad de que Petro estaba allí. Cuando llegué, él y Sergio, el hombre que aplicaba los castigos, estaban sonsacando una declaración de una recalcitrante víctima mediante la sutil técnica de vociferar preguntas rápidas mientras le sacudían con insistencia con la punta de un duro látigo. Hice un gesto de dolor y me senté fuera en un banco, bajo el cálido sol de la tarde, hasta que se cansaron y metieron a su víctima en la celda de detención.

—¿Qué ha hecho?

—No nos lo quiere decir. —Eso había quedado claro.

—¿Qué creéis que ha hecho?

—Organizar un tinglado de robos de túnicas en los baños de Calíope.

—¿Eso no es demasiado rutinario como para justificar la mano dura?

—Y envenenó al perro que Calíope había traído para que montara guardia en los percheros de los vestuarios.

—¿Mató a un perrito? Eso sí que es perverso.

—Ella le compró el perro a mi hermana —intervino Sergio enfadado—. Mi hermana tuvo que aguantar un montón de impertinencias por haber vendido un animal enfermo. —Volvió dentro para gritar algunos insultos a través de la puerta de la celda. Le dije a Petro que todavía pensaba que eran demasiado duros con el sospechoso.

—No, tiene suerte —me aseguró Petronio—. Que te golpee Sergio no es nada. La alternativa era dejárselo a su hermana. Ella es dos veces más grande. —Eso debe de ser un buen tamaño, pensé yo—. Y es horrible.

—Ah, bueno. Está bien.

Le hablé de un plan que tenía para exigir la inspección de los registros del banquero, o al menos el más reciente. Petro planteó alguna objeción al principio, pero luego, su impulso natural a ponerles las cosas difíciles a los financieros se hizo con la situación. Estuvo de acuerdo en proporcionarme un par de muchachos con túnica roja para que fueran mi escolta oficial y, provisto con un certificado adecuado de su secretario, podía acercarme al banco y ver qué pasaba. El secretario de los vigiles era de esos creativos. Ideó un documento impresionante, escrito con un lenguaje peculiar y extravagante, que servía como orden para incautar los bienes.

Llevamos la orden al Foro, a la mesa de cambio Aureliana. De hecho, Petronio vino con nosotros. Lo mismo hizo el secretario, ansioso por salir al campo. Impresionados por nuestro propio alarde, nos salimos con la nuestra: el cajero asintió a regañadientes a mostrarnos dónde vivía Lucrio. Parece ser que poseía todos los registros relevantes. En su casa, una discreta pero obviamente espaciosa extensión de planta baja, nos dijeron que había salido a cenar. Notamos resistencia pero, sin su señor que diera órdenes, el personal de la casa cedió. De mala gana, un esclavo nos enseñó dónde se guardaban los registros, y nos llevamos en una carretilla las tablillas y los códices, cosidos entre sí, que parecían más actuales. Por supuesto, dejamos una amable nota para decir que los habíamos retirado.

Remolcamos el material de vuelta al cuartel. Debía guardarse en un lugar seguro, por toda clase de razones. Ya que Rubela, el tribuno, todavía estaba de permiso en la Campania, lo dejamos todo en su oficina. Luego salí y le di las gracias a la escolta. Se alejaron arrastrando los pies y sonriendo. Eran esclavos manumitidos, cada uno de ellos pasaba un período de seis años de lucha contra el fuego como una ruta hacia la respetabilidad; se alegraron de tener un poco de diversión, sobre todo si la conseguían sin cabezazos, moretones o quemaduras.

—Echaré una mirada rápida ahora y vendré mañana para empezar con un escrutinio detallado —le dije a Petro, que a su vez se estaba preparando para una noche por las calles del Sector XIII (el cuartel se encontraba en el XII).

Petronio, una vez hubo mirado de forma apresurada las incomprensibles tablillas, me observaba en este momento como si estuviera loco.

—¿Estás convencido de esto?

—Es pan comido —le aseguré con despreocupación.

—Lo que tú digas. Falco.

—No tenemos otra opción —me decidí a decir con sinceridad—: estamos atascados.

—Querrás decir que lo estás tú.

Hice caso omiso de la observación.

—En cuanto se dio la alarma tras el asesinato, los vigiles llegaron al lugar en pocos minutos. Examinamos a cada una de las personas que había en la casa por si mostraban manchas de sangre. Los parientes de Crísipo tienen todos coartada. El encargado del scriptorium está exento con motivo de su ausencia. No hay nada que relacione a los visitantes literarios. No puedo asegurar todavía que el motivo sea el banco, pero cada vez parece más probable. Necesitaba hacer la redada. No queríamos que vaciaran los cofres o destruyeran alguna prueba.

—Sabes lo que estás haciendo —dijo Petronio con sequedad.

Quizá no del todo. Pero me estaba quedando sin pistas en casa de Crísipo. El personal está libre de sospecha. Los autores se echan la culpa unos a otros, pero ninguno de ellos parece capaz de la continua violencia que se infligió al muerto. La esposa y la ex esposa eran demasiado arteras como para ayudarme.

Los problemas en el banco eran todo lo que me quedaba por investigar.

Cotilleamos un rato. Le conté a Petro lo que había pasado con Maya y su trabajo con mi padre. Hizo una mueca ante la idea de que Junia se encargara de la caupona de Flora; de todos modos, había muchas bodegas regentadas por gente que parecían detestar el concepto de hospitalidad. Junia no sabía cocinar; eso se ajustaba al perfil de la mayoría de encargados de tabernas. La única preocupación de Petro era cómo se las arreglaría Maya para cuidar de sus hijos si tenía que cruzar media Roma para ir a trabajar a la Saepta Julia.

—Mientras ella esté con mi padre, es probable que los niños se queden en casa de mi madre.

—¡Ah, muy bien! —dijo Petro, que era rápido en vaticinar problemas—. Así, cada vez que Maya vaya allí para dejarlos o recogerlos, correrá el riesgo de encontrarse con Anacrites.

—Ese detalle no se me había escapado. Los mayores son bastante grandes como para ir y venir sin un acompañante; pero el más pequeño sólo tiene tres o cuatro años. Y tienes razón, a Maya no le gustará que estén vagando por las calles, así que ahora pasará más tiempo que antes en casa de mi madre.

Fuera, en la puerta del cuartel, nos quedamos un momento en silencio. Yo tenía la extraña sensación de que Petronio estaba a punto de confiarme algo. Esperé, pero no dijo nada.

Se marchó a realizar sus investigaciones y yo volví a entrar sin prisas. Estaba anocheciendo, por lo que el lugar quedó vacío. El secretario terminaba su servicio; hacía el turno de día.

—Bloquearé la puerta delantera, Falco. Debemos evitar que entren maníacos rencorosos mientras los chicos están fuera. Puedes utilizar la salida lateral que hay en el almacén donde se guarda el equipo.

Los vigiles estaban de servicio activo en ese momento. Su papel principal era recorrer las calles durante las horas de oscuridad para vigilar los incendios y arrestar a cualquier delincuente que se encontraran mientras estaban ahí fuera en patrullas de a pie. Después, los grupos volverían con su botín de mala vida nocturna; hasta entonces, yo estaría a solas con una lámpara de aceite sentado en la oficina del tribuno, con el hombre que estaba encerrado en la celda como única compañía. Había estado gritando con desgana, pero se quedó callado, reflexionando sobre su destino, quizás. No me había molestado en responderle, por lo que seguramente pensaría que estaba solo.

Rubela, el tribuno cuya habitación del piso de arriba yo había tomado, era un ex centurión que codiciaba entrar en la Guardia Pretoriana, por lo que mantenía la pulcritud militar como si fuera su religión. Enseguida me ocupé de eso; empujé a un lado su material de escritorio, que estaba colocado con sumo cuidado, y cambié de sitio todos los muebles. Le iba a dar mucha rabia. Me reí entre dientes. Busqué por ahí por si acaso tenía una redoma de vino escondida en alguna parte, pero era demasiado ascético para permitírselo… o si no, se había llevado la bebida confortante a casa cuando se fue de permiso. Algunos tribunos son humanos. El estar de vacaciones podía provocar mucha tensión.

Tenía problemas para no perderme en el entramado de cifras del banco. Los préstamos casi no se distinguían de los depósitos, y no hubo manera de saber si los intereses estaban incluidos en esas cantidades. Al final descubrí que lo que tenía delante era una cuenta detallada día a día de las deudas y créditos del banco, pero no los totales actualizados de las cuentas individuales de los clientes. Bueno, eso no era ninguna sorpresa. A mí, Notócleptes no me había mandado nunca un resumen de mis asuntos; me basaba en notas que había apuntado yo mismo y tenía que sumar las transacciones en mi propia tablilla encerada si quería asegurarme de cuál era mi situación en algún momento. A aquellos que tenían tratos en el signo del Caballo Dorado parece que se les imponían prácticas similares.

Lo mejor que se podía decir era que parecía una invitación al engaño. A cualquiera de esos nombres se les podía haber estafado dinero. Si les contaba que eso había ocurrido se enfurecerían. Normalmente, era probable que nunca llegaran a descubrirlo. De hecho, el material no delataba a ningún sospechoso. Según las cifras que tenía delante, no podía identificar con seguridad quién tenía que sentirse agraviado.

Alguien estaba ofendido. Yo tenía la intención de averiguar en qué medida.

Me había quedado más tiempo del que quería. Las finanzas de otras personas te absorben a fondo. Mientras la total oscuridad descendía y la ciudad se refrescaba tras el largo y caluroso día, volví en sí, y de pronto fui consciente de que debía irme. También me apercibí de unos sonidos distantes que se oían de vez en cuando. De manera distraída, supuse que volvían algunos de los vigiles, o que en una taberna cercana, escandalosa en extremo, debían estar echando fuera a los clientes. Dejé la oficina de Rubela, cerré la puerta detrás de mí y escondí la pesada llave en el dintel (que era su sitio cuando él no estaba; cuando sí estaba, guardaba la llave en el portamonedas que llevaba en el brazo, no fuera que alguien le robara la comida). Todo estaba oscuro y no me era familiar. Desguarnecido, el lugar era extraño e inquietante.

Situar la oficina en el piso de arriba era una innovación que Rubela ideó cuando lo destinaron aquí, para que le diera categoría adicional. Él pensaba que la disciplina se imponía mejor con la distancia. Nadie lo discutió; así se quitaba de en medio. Los muchachos siempre habían vivido en el porche exterior; allí podían burlarse de Rubela mientras que él no podía reaparecer y oírlos si no era taconeando al bajar el tramo de escaleras. Yo estaba a punto de lamentar lo ruidosas que eran.

El nivel inferior del cuartel consistía en habitaciones para los interrogatorios, de donde yo sabía que colgaban espantosos clavos y pesas para manipular a los prisioneros; había unas cuantas celdas y un barracón donde en contadas ocasiones se alojaban y dormían las tropas. Esa noche, ninguna de las estancias estaba iluminada. Al lado de este edificio estaba situado el almacén donde se guardaba el equipo contra incendios, uno de los dos que tenía a su cargo la Cohorte IV en cada uno de los distritos que vigilaban. Vi que la puerta de comunicación estaba abierta mientras me dirigía al piso de abajo con indolencia, con la lámpara de aceite medio apagada. A veces dejaban otras lámparas titileando en el almacén para ayudar a un acceso rápido en caso de emergencia, pero esta noche nadie parecía haberse molestado en hacerlo. Bueno, les ahorraba la vergüenza de que el edificio de los bomberos ardiera de forma accidental mientras no había nadie allí.

Mis botas pisaban las escaleras con suavidad, pero ni mucho menos sin hacer ruido. Le deseé buenas noches al hombre que estaba encerrado en la celda. No hubo respuesta.

En cuanto entré en el almacén, que estaba oscuro como boca de lobo, olí y sentí a alguien que esperaba. Estaba solo en un edificio que no conocía, cansado, desarmado y desprevenido. Alguien me dio un golpe en el brazo. La lámpara se apagó. La puerta se cerró de un portazo detrás de mí. ¡Dioses benditos! Estaba en un serio aprieto.

XXVII

Debió de darles tiempo a ver mi silueta por la puerta abierta antes de que la lámpara fallara. No había duda de que me habían oído llegar. Había sido un descuidado. No había ningún sitio seguro, ni siquiera el cuartel de una cohorte de los chicos de la ley y el orden.

En el momento en que me sacudieron en el brazo, me tiré al suelo y rodé. No me sirvió de mucho. Choqué con los tobillos de alguien, que gritó. Éste mismo o alguien más me agarró de la túnica, encontró un brazo, tiraron de mí hacia un lado y luego me dieron una patada en el cuerpo, con lo que me enviaron al lado opuesto del almacén.

Me revolví y me alejé arrastrándome como los cangrejos, pero enseguida los tuve encima otra vez. Forcejeé con un torso y le pegué un rodillazo que dio en tejido blando. Unos dientes encontraron mi mano, pero pude cerrarla en un puño y oí cómo el hombre se atragantaba cuando le di un puñetazo en la boca. Mi otra mano cayó sobre la lámpara todavía caliente, así que la lancé hacia donde pensé que se hallaba otro de los atacantes, cerca de la puerta; soltó una maldición al tiempo que la cerámica se rompía y lo salpicaba con el aceite caliente. Algunos de ellos se debían haber golpeado entre sí, a juzgar por sus gruñidos de irritación. Aparte de eso, no hablaron. Y llegados a este punto, yo tampoco.

El almacén rebosaba enseres y útiles; apenas podía recordar cómo estaban distribuidas las cosas. Una pila de cubos de metal se había derrumbado con estrépito. Mi mayor temor eran los garfios pero, quienquiera que fueran estos intrusos, no intentaron algo tan peligroso… bueno, no en la oscuridad, donde podían haber rajado la carne o arrancado los ojos a alguien de su propio grupo. Aunque cuando me encontraron de nuevo, al menos dos de ellos entraron en contacto al mismo tiempo. Yo me resistía como un loco; a pesar de eso, acabé inmovilizado contra lo que supe que era un lado del carro del sifón (el instrumento que podía ser sacado sobre ruedas para bombear agua sobre los incendios a gran escala). Algo metálico se me clavaba de manera dolorosa; no tenía ni idea de qué era. Una mano me aplastó la cara; utilicé los dientes. Entonces retiré la cabeza de una fuerte sacudida porque sabía que me aporrearían como represalia. Oí el primer golpe contra el carro y me incliné hacia delante, a pesar del afianzamiento de los que me sujetaban, con lo que el segundo golpe fue a parar por encima de mí y falló también.

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