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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (22 page)

BOOK: Oda a un banquero
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—¿Eso era una fuente de disputa con Crísipo?

—En realidad no. Le habría encantado descubrir al nuevo Catulo. El problema, Falco, es encontrar a la mujer apropiada a la que dirigirte. O es una meretriz… y, hoy en día, ¿quién quiere estar aquejado de un inevitable encaprichamiento por cualquiera de ésas? Las prostitutas ya no son lo que eran. Nunca encontrarás una versión moderna de la dulce Ipsífile.

—¿Las putas han degenerado igual que los héroes? —lo comprendí—. ¡Es un buen lamento!

—O la alternativa es enamorarse de forma obsesiva de una zorra amoral hermosa y bien situada que suscita el escándalo y que tiene unos parientes peligrosos y con poder.

—Ya ha pasado mucho tiempo desde Clodia. —La famosa bruja de alta alcurnia de Catulo con el gorrión muerto de mascota era un escándalo de otra generación—. Y para bien, dirán algunos. Con especial agradecimiento a que Roma esté libre de su hermano, ese rico matón. ¿Son demasiado refinadas las familias senatoriales de hoy como para criar en su seno a una chica tan mala?

—¡Por Júpiter que sí! —se lamentó el poeta—. Incluso las chicas de vida alegre ya no son lo que eran. Y si tienes un golpe de suerte, las malditas mujeres no cooperan. Yo encontré una amiguita, se llamaba Melpómene, una criatura encantadora; me habría consagrado por entero a ella. Teníamos magia en la cama. Entonces, cuando le expliqué que tenía que dejarme o no me servía para mi trabajo, se echó a llorar. ¿Y con qué me salió?… ¡Escucha esto, Falco! Dijo que me amaba de verdad, y que no podía soportar la idea de perderme, y que por qué estaba siendo tan cruel con ella.

Yo asentí, más o menos con compasión, aunque supuse que estaba bromeando.

—Es difícil construir las metáforas sobre una honesta lealtad.

Constricto estalló en verdadera indignación.

—¡Por Júpiter, imagínatelo! ¿Una égloga a una ninfa que te quiere, una oda sobre compartir la vida?

Por un instante, me encontré pensando en Helena. Me llevaba lejos de este estricto e infeliz lírico.

—Podrías dedicarte a la sátira —sugerí para tratar de animarlo—. ¿Qué te parece esto para un epigrama?: «Melpómene, asombrosa dicha de mi corazón, yo quiero decir: “No te vayas”, pero si lo hago, moriré por falta de alimento y los matones del casero me apuñalarán en las alcantarillas por no pagar el alquiler. La poesía reside en el sufrimiento. Déjame, por favor, y no tardes… o mi obra no se venderá».

Pareció quedar impresionado.

—¿Eso ha sido improvisado? Tienes un don.

—A este paso —le dije con franqueza— tendré que usar mis poderes creativos para inventar una acusación. ¿Te importaría darme un motivo para que pueda arrestarte por darle una paliza a tu editor? Una confesión completa sería útil, si alcanzas a hacerla. Me dan una prima por eso.

Constricto volvió a adoptar un semblante sombrío.

—Yo no lo hice. Ojala hubiera pensado en ello. Eso lo admito sin reservas. Entonces podría haber escrito una serie de diálogos trágicos, llenos de sordidez autobiográfica… esto siempre vende.
Geórgicas
urbanas. No un lamento a aquellos que han sido desposeídos de su tierra, sino a los que luchan contra la indiferencia y brutalidad de la ciudad…

Había entrado en esa clase de sueño especulativo que bien podía durar toda la tarde. Cuando los autores empiezan a imaginar lo que podrían haber escrito, ha llegado la hora de hacer un descanso.

—Mira —le dije, a sabiendas de que antes había estado demasiado simpático—, tengo que preguntarte el epígrafe. Ayer viniste a ver a Crísipo. Supongo que estaba vivo cuando llegaste; ¿puedes asegurarme que también lo estaba cuando te fuiste?

—Si consideras que ser un parásito chupasangre es estar «vivo». A no ser que ésa sea una terminología no aceptable en tu gremio, Falco.

Sonreí abiertamente.

—Los informantes somos famosos por definiciones relajadas. La mitad de mis «clientes» son espíritus ambulantes. Mis «honorarios» también son insustanciales comparados con el nivel de otras personas. Suéltalo. ¿Un médico hubiera diagnosticado salud en ese hombre?

—Por desgracia, sí.

—Gracias. De esto deduzco que tú no lo mataste. ¿Sabes?, el mío es un arte simplista. ¡Y ahora! Detalles sobre el personal en escena, por favor: ¿viste a alguien más?

—No. —Podía ser sensato. Era una lástima. Me había caído bien de verdad antes de eso. Si hubiera sido un maníaco de tomo y lomo, incluso podríamos habernos hecho amigos.

—Esto es aburrido, Constricto. ¿Todo lo que tienes que decir es que fue un encuentro amigable tras el cual volviste a casa tranquilamente? —Asintió con la cabeza—. ¿Y que después quedaste horrorizado y atónito cuando supiste lo que había sucedido aquí?

—Me levantó el ánimo —admitió con toda tranquilidad—. Me alentó muchísimo descubrir que alguien se había liberado de las cadenas y había pasado a la acción. Fue tan inesperado. Lo vi como una venganza por todos nosotros.

—Da gusto lo sincero que eres —le dije—. O sea que ahora sé honesto también sobre las condiciones en las que eras cliente de ese patrono, por favor.

—Una coacción insoportable —afirmó con suficiencia—. La supervivencia nos convierte a todos en héroes.

—Me alegra oírlo; puedes usar tu sufrimiento como material de investigación.

—Nos pagaba muy poco y nos hacía trabajar demasiado duro —siguió Constricto—. El trabajo era degradante, suponía halagarlo a él. Yo tenía una norma: poner su nombre en la primera línea con al menos tres adjetivos de elogio y esperar que no se molestara en seguir leyendo. ¿Quieres más? Yo despreciaba a mis colegas. Detestaba al personal del scriptorium. Estaba harto de esperar año tras año a que mi supuesto patrono me diera la proverbial granja Sabina donde pudiera comer lechuga, acostarme con la mujer del granjero y escribir.

Lo miré directamente a los ojos.

—Y tú bebes.

Se hizo un breve silencio. No tenía intención de responder.

—Siempre me ha parecido —opiné, con intención de no parecer desagradablemente santurrón— que lo que he escrito con una copa a mi lado suena a rayos una vez que estoy sobrio.

—Hay un remedio simple para eso —replicó Constricto con voz ronca—. ¡No estar nunca sobrio!

No dije nada. A mis treinta y tres años, ya hacía tiempo que había aprendido a no discutir con hombres a los que les gusta tener los codos siempre apoyados en el mostrador de una taberna. Éste era un poeta muy enfadado. Quizá todos lo fueran, pero Constricto lo exteriorizaba. Era el mayor de todos con los que había hablado hasta ahora, eso debía tener algo que ver. ¿Sentía cómo se le agotaba el tiempo? ¿Estaba desesperado por introducir algo de sustancia en una vida que, de otro modo, quedaría desperdiciada? Pero con frecuencia la bebida era un reconocimiento de que nunca iba a cambiar nada. Un hombre con esa disposición de ánimo no mataría, aunque cualquiera puede verse empujado al límite por humillaciones inesperadas.

Cambié de tema.

—Dijiste que despreciabas a tus colegas. Explícate.

—Advenedizos y mediocres.

—Sí, esto es todo confidencial. —Sonreí con efecto retroactivo.

—¿A quién le importa? Todos saben lo que pienso.

—Debo decir que los que yo he entrevistado tienen todos potencial para ser rechazados como casos perdidos.

—En eso te equivocas, Falco. Ser un caso perdido es el criterio fundamental para que copien y vendan tu obra.

—Eres implacable. Quizá tendrías que haber sido tú el autor satírico.

—Quizá sí —asintió de manera cortante—. Pero en este scriptorium, ese asqueroso mal nacido de
Scrutator
ejerce su dominio. —Se interrumpió.

—¡Oh, vamos, continúa! —lo animé de manera amistosa—. Ahora te toca a ti. Cada uno de los hombres que he entrevistado traiciona al anterior sospechoso. Tú tienes que machacar al satírico. ¿Qué hay de sucio en
Scrutator
?

Constricto no soportaba desperdiciar ni un solo instante de buen suspense.

—Tuvo una violenta pelea con nuestro patrono; ese pelmazo te lo tiene que haber mencionado.

—Estaba demasiado ocupado confiándome que Turio no es tan insulso como parece, sino que insultó a Crísipo de manera bastante considerable.

—Turio no tenía nada que perder —rezongó Constricto—. En cualquier caso, él no iba a ir a ninguna parte.

—Si Turio dijo todo lo que afirma Pacuvio, Crísipo tenía una buena razón para atacarlo, y no al revés. ¿Pero qué me dices de la queja personal de
Scrutator
?

—Crísipo había hecho planes para mandarlo a Preneste.

—¿Como castigo? ¿Qué hay allí… un magnífico oráculo de la Fortuna y los espantosos sacerdotes que se ocupan de él?

—Villas de verano con aires de grandeza. Crísipo estaba siendo obsequioso con un amigo suyo ofreciéndose a prestarle al charlatán y sus interminables y graciosas historias como poeta de la casa durante el período vacacional. Todos estábamos encantados de quitárnoslo de encima… pero el maldito
Scrutator
de repente se puso todo susceptible acerca de que se lo pasaran de uno a otro como si fuera un esclavo. Se negó a ir.

—¿Y entonces Crísipo, que ya lo había comprometido, se puso furioso?

—Le hizo quedar como un idiota. Un idiota que no puede controlar a sus propios clientes.

—¿Quién era el amigo al que quería impresionar?

—Alguien relacionado con embarcaciones.

—¿De la madre patria? ¿Un magnate griego?

—Creo que sí. Pregúntale a Lucrio.

—¿La conexión es a través del banco?

—Le estás cogiendo el tranquillo —dijo Constricto. Ahora era él quien se ponía impertinente conmigo; bueno, ya sabía como encargarme de eso.

—Puedo seguir un argumento. Me pregunto a cuál de los otros tendré que pinchar para que me cuente tus trapos sucios ¿O prefieres darme tu propia versión?

—No es ningún secreto. —Una vez más, la voz del poeta tenía un deje de crudeza. Aunque previamente afirmara que su encuentro había sido amigable, ahora me contó la verdad—: Yo era demasiado mayor. Crísipo quiere sangre nueva, me dijo ayer. A menos que presentara algo especial muy pronto, tenía la intención de dejar de mantenerme.

—Eso es duro.

—Es el destino, Falco. Tenía que suceder algún día. Los poetas de éxito reúnen juntos una pensión, dejan Roma y se retiran para ser hombres famosos en sus pueblos natales donde, contagiados de la magia de la Ciudad de Oro, brillarán entre la basura rural. Se van cuando todavía pueden disfrutarlo; a mi edad, un hombre de éxito ya se ha ido. Uno que no ha tenido éxito sólo puede esperar ofender al emperador con algún escándalo sexual y que lo exilien a prisión en los límites del imperio donde lo mantengan vivos con gachas diarias sólo para que así las cartas plañideras que manda a su casa demuestren el triunfo de la moralidad… Las mujeres de Vespasiano todavía tienen que empezar a tener aventuras desenfrenadas con poetas. —Flexionó un nudillo artrítico—. Si esperan mucho más, ya estaré más allá de poder hacerles un servicio a esas zorras.

—Haré correr la voz en la Casa de Oro de que aquí hay un poeta de amor que quiere formar parte de un escándalo de salón… —Quedarse sin recursos a su edad no era ninguna broma—. ¿Cómo lo aguantarán tus finanzas? —pregunté.

Él sabía por qué le preguntaba eso. Un hombre sumido de pronto en la mayor miseria bien podía haberse vuelto violento cuando el indiferente patrón le daba la noticia sentado en su elegante biblioteca griega. A Constricto le plació informarme de que estaba libre de esa sospecha.

—De hecho, tengo un pequeño legado de mi abuela para vivir.

—Bien.

—¡Qué alivio!

—También te exime de sospecha.

—¡Y es tan oportuno! —asintió.

¿Demasiado oportuno?

Cuando insistí sobre la hora, él fue el primero en contarme que cuando salió de la biblioteca el día anterior, vio la bandeja de la comida en el vestíbulo de la biblioteca de latín, a la espera de que Crísipo saliera a buscarla. Parecía que él podía ser la última de las visitas antes que el asesino. Fue honrado por su parte el admitirlo. ¿Honrado… o sólo descarado?

Hice que dirigiera la mirada a esa mesa de al lado con los salientes frigios púrpura.

—¿Cuándo fue la última vez que probaste el pastel de ortiga?

—¿Perdona?

—¿Te acercaste a esa mesa aparador, Constricto? ¿Te serviste algo de la bandeja?

—¡No, no lo hice! —se rió—. Habría temido que alguien sensato hubiese envenenado su comida. De todas formas, hay una popina decente cerca, en el Clivus. Salí a tomar el aire y comí un bocado allí.

—¿Viste a alguno de los demás?

—No la mañana en que murió —me clavó la mirada de una manera mucho más atrevida que el resto—. Por supuesto, la mayoría de nosotros nos reunimos por la tarde, después de enterarnos de lo que había pasado, y discutimos qué te contaríamos a ti.

—Sí, ya me había dado cuenta de que lo hicisteis —respondí con calma.

Dejé que se fuera. Quería pasarse de listo. Me había caído bien, que es más de lo que puedo decir del historiador, del republicano utópico o del poeta satírico; aunque no confiaba en ninguno de ellos.

En estos momentos sólo quedaba uno de mi lista de visitas, Urbano, el dramaturgo. Se acababa el tiempo; no podía esperarlo a su conveniencia. Tomé la dirección que Paso había conseguido para mí y me fui a su apartamento. No estaba allí. Debía de estar en el teatro, o en alguna taberna llena de actores y suplentes. No me iba a molestar en intentar buscarlo, o en esperar que volviera a casa paseando.

XXVI

La conversación que había mantenido previamente con mi padre acerca de llevar los diarios no se me había ido de la cabeza. Decidí que solicitaría los registros del banco Aurelio.

¡Una gran idea! Entonces pensé que eso podría acarrearme problemas. Pero eso no me detuvo. Como estaba trabajando para los vigiles y ellos serían los responsables de mi exceso de entusiasmo, sopesé hacerlo de manera oficial.

En julio y agosto, en Roma, si tenías algún proyecto importante en marcha debías realizarlo, en la medida de lo posible, por la tarde. Durante el día hacía demasiado calor para un trabajo como el mío. Aunque decidiera aguantar el sol, no habría nadie más disponible. Así que, esa tarde, aunque tenía todas las excusas para ir caminando como un niño a casa con Helena, invertí un esfuerzo más y fui a ver a Petronio al cuartel de los vigiles para discutir sobre bancos.

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