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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (26 page)

BOOK: Oda a un banquero
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Retomé la iniciativa.

—Urbano Tripo es el hombre del momento. No esperaba precisamente que un dramaturgo con tanto éxito dejara que su mujer fregara el suelo.

—Nuestro casero no se prodiga en servicios —replicó Urbano—. Vivimos con frugalidad.

—Algunos de tus compañeros del scriptorium están luchando de verdad para sobrevivir. Estuve hablando ayer con Constricto… me esperé alguna reacción, pero parecía indiferente a los asuntos de sus colegas. Considera que un poeta tiene que ahorrar dinero para así un día dejarlo todo, volver a su provincia natal y disfrutar de su fama en el retiro.

—Suena bien.

—¿De veras? Así que, después de la agitación de Roma, ¿te propones volver a algún valle entre los
Cornovii
y vivir en una cabaña redonda con algunas vacas?

—Será una cabaña muy grande y seré el propietario de una gran cantidad de vacas. —El hombre iba en serio.

Con admiración por su franqueza, Helena dijo:

—Perdona que te lo pregunte, pero yo también conozco Britania; tengo parientes en puestos diplomáticos y he estado allí. Es una provincia relativamente pequeña. Cada gobernador tiene como objetivo introducir la sociedad y educación romanas, pero me han dicho que las tribus ven todo lo romano con desconfianza. Así que, ¿cómo te las arreglaste para llegar a Roma y convertirte en un dramaturgo famoso?

Urbano sonrió.

—Es posible que los guerreros salvajes de las regiones más alejadas crean que perderán el alma si se lavan en unos baños. Otros aceptan los regalos del Imperio. Ya que convertirse en romano era inevitable, me aproveché de ello; por fortuna, mi familia tenía recursos. Los pobres son pobres dondequiera que hayan nacido; la gente adinerada, quienquiera que sea, puede elegir su territorio. Yo era un muchacho que podía haberme vuelto difícil en la adolescencia; en lugar de eso, vi dónde se encontraba la buena vida. Me fui a toda prisa hacia la civilización, todo el camino hacia el sur atravesando la Galia. Aprendí latín, aunque el griego hubiera sido más útil si mi inclinación era el drama; me uní a un grupo de teatro, vine a Roma y, cuando comprendí cómo funcionaban las obras de teatro, las escribí yo mismo.

—¿Eres autodidacta?

—Tuve un buen aprendizaje con la interpretación.

—¿Pero tu don de la palabra es natural?

—Es probable —asintió, aunque con modestia.

—El secreto en esta vida es saber cuáles son tus talentos —comentó Helena—. No pretendo ser grosera al decir esto, pero tu origen era muy diferente. Tuviste que aprender una cultura del todo nueva. Incluso ahora, pongamos por caso, deberías tener dificultades para escribir una obra acerca de tu tierra natal.

—¡Es una idea intrigante! Pero se podría llevar a cabo —le dijo Urbano de manera amistosa—. ¡Vaya una broma, disfrazar a un grupo de griegos bucólicos, modernizar un viejo tema, y decir que están brincando en un campo britano!

Helena se rió, halagándolo por su atrevimiento. Él se lo tomó como una cucharada de miel de Ática que goteaba de un barquillo. Le gustaban las mujeres. Bien, eso siempre le da a un autor el doble de público.

—¿Así que escribes obras de todos los tipos?

—Trágicas, cómicas, aventuras románticas, místicas, históricas.

—¡Qué versátil! Y en verdad habrás estudiado el mundo.

Él se rió.

—Pocos escritores se molestan. —Entonces se rió otra vez—. Nunca van a poseer tantas vacas como yo.

—¿Escribes por dinero o por la fama? —pregunté.

—¿Vale la pena tener sólo uno de los dos? —Hizo una pausa, y no contestó a la pregunta. Ya debía de tener el dinero, sin embargo, nosotros sabíamos que se hablaba públicamente sobre su reputación.

—Dime —tercié con astucia—, ¿qué es lo que Crísipo tenía que decirte el día en que murió?

Urbano se quedó quieto.

—Nada que yo quisiera oír.

—Tengo que preguntarlo.

—Ya lo comprendo.

—¿Fue amigable vuestra conversación?

—No tuvimos ninguna conversación.

—¿Por qué no?

—Yo no acudí.

—¡Estás en mi lista!

—¿Y qué? Me habían dicho que el hombre quería verme; yo no tenía ninguna razón para verlo a él. Me mantuve alejado.

Consulté mis notas.

—Ésta es una lista de las visitas, no sólo de la gente que había sido invitada.

Urbano ni parpadeó.

—Entonces se trata de un error.

Respiré hondo.

—¿Quién puede responder de lo que dices?

—Ana, mi esposa.

Como si le hubieran dado el pie, apareció de nuevo, arrullando a un niño. Me pregunté si habría estado escuchando.

—Las esposas no pueden comparecer ante un tribunal de justicia romano —les recordé.

Urbano se encogió de hombros, con las manos muy abiertas. Le echó una mirada a su mujer. La cara de Ana no mostraba expresión alguna.

—¿Quién quiere procesarme? —murmuró.

—Yo mismo, si creo que eres culpable. Las esposas no son buenas coartadas.

—Yo pensaba que eso era precisamente para lo único lo que servían las esposas —dijo Helena entre dientes, desde su taburete. Urbano y yo la miramos y dejamos pasar la broma. Ana acariciaba a su hijo. Una mujer que estaba acostumbrada a sentarse en silencio y escuchar lo que pasaba a su alrededor, una mujer quizá que pudiera ser tan discreta que te olvidabas de que estaba ahí…

—No tenía ninguna razón para encontrarme con Crísipo —reiteró el dramaturgo—. Es… era… un mal nacido para trabajar con él. Las obras de teatro no se venden bien, al menos, no las obras modernas; a los clásicos siempre apetece leerlos. Pero yo conseguía ser comercial, a diferencia de la mayoría de esos perros tristes que Crísipo mantenía. Y como resultado de ello, encontré otro scriptorium donde llevar mi trabajo.

—¿Así que tú te habías deshecho de él? ¿Estabas bajo contrato?

—¡Ja! ¡Ése fue su error! —exclamó con desprecio—. El no lo permitió. Creí… es decir, Ana creyó que debía de estar buscando cómo atarme. Ésa era otra razón para mantenerme alejado de él.

—¿Y habría sido una razón para matarlo?

—¡No! No tenía nada que ganar con eso y todo que perder. Yo gano el dinero de las entradas, recuerda. Él ya no era importante para mí. Trato de forma separada con los ediles o los productores privados cuando mi obra se representa. Cuando era más joven, los derechos de autor sobre los pergaminos o eran muchos o ninguno, pero ahora son simplemente adicionales. Y mi nuevo scriptorium tiene una distribuidora en el Foro… mucho mejor.

—¿Lo sabía Crísipo?

—Lo dudo.

Me pregunté qué pasaba con los montones de cofres con dinero de la taquilla después de que la familia pagara las facturas de su vida frugal.

—¿Depositas tu dinero en su banco?

Urbano echó la cabeza hacia atrás y rugió.

—¡Debes de estar de broma, Falco!

—Todos los banqueros exprimen a sus clientes —le recordé.

—Sí. Pero él ya sacaba suficiente con mis obras de teatro. No veía razón para ser exprimido por la misma persona por partida doble.

Mientras yo estaba sentado pensando, Helena contribuyó con otra pregunta:

—Falco busca los motivos, por supuesto. Tú pareces más afortunado que los demás. Aun así, hay murmullos envidiosos contra ti, Urbano.

—¿Y cuáles pueden ser? —Si lo sabía, no lo demostraba.

Helena lo miró a los ojos.

—Se sospecha que no eres tú mismo quien escribe tus obras de teatro.

Fue Ana, su mujer, quien gruñó con enojo al oírlo.

Urbano se echó hacia atrás. No se mostró irritado en absoluto; ya debía de haber oído antes esa acusación.

—La gente es extraña, por fortuna para los dramaturgos, o no tendríamos inspiración. —Echó una mirada a su esposa; esta vez ella se atrevió con una pálida media sonrisa—. La acusación es de las peores que hay: es posible probarla si es verdad, aunque si no es cierto, es imposible de refutar.

—Cuestión de fe —dije yo.

En este momento, Urbano mostró un ramalazo de ira.

—¿Por qué se toman tan en serio las ideas más descabelladas? ¡Ah, claro! Cierta clase de personas nunca aceptarán que la literatura sofisticada y humana con lenguaje lleno de inventiva y profundidad de emociones pueda venir de las provincias… y ya no digamos del centro de Britania.

—No estás en una sociedad secreta. «Oh, sólo un romano educado podría crear esto…»

—No; se supone que nosotros no tenemos nada que decir, o que no somos capaces de expresarlo… ¿Quién dicen que escribe por mí? —bramó desdeñoso.

—Hay varias sugerencias improbables —dijo Helena. Quizá se lo había dicho
Scrutator
; quizás había perseguido el cotilleo ella misma—. No todos ellos están vivos.

—Entonces yo, este hombre que está delante de ti, ¿quién se supone que soy?

—El tipo afortunado que cuenta el dinero de las entradas. —Sonreí—. Mientras que los autores por los que te haces pasar dejan que te gastes sus derechos de autor.

—Bien, entonces se están perdiendo toda la diversión —respondió Urbano con brusquedad, de pronto capaz de dejar descansar el tema.

—Volvamos a mi problema. Se podría argumentar —le dije con suavidad—, que éste era un rumor malicioso que Crísipo empezó a extender porque sabía que te iba a perder. Digamos que tú estabas tan ofendido por ese rumor que fuiste a su casa para protestar y, entonces, los dos discutisteis y tú perdiste los estribos.

—Demasiado drástico. Yo soy un autor que trabaja —protestó el dramaturgo de manera afable—. No tengo nada que probar y no voy a desperdiciar mi posición. Y en cuanto a las contiendas entre autores, Falco, no tengo tiempo para eso.

Sonreí y decidí probar con un enfoque literario.

—Ayúdanos, Urbano. Si estuvieras escribiendo sobre la muerte de Crísipo, ¿qué dirías que ocurrió? ¿Fue su dinero un motivo? ¿Fue el sexo? ¿Hay un autor frustrado detrás de esto, o una mujer celosa, o el hijo, quizá?

—Los hijos nunca pasan a la acción —sonrió Urbano—. Conviven con la ira demasiado tiempo. —Por propia experiencia personal, estuve de acuerdo con él—. Los hijos dan vueltas a su resentimiento, y se corrompen, y soportan la humillación de manera permanente. ¡Las hijas sí que pueden ser unas arpías!

Ninguna de las mujeres presentes le pidió explicaciones al respecto. Su esposa, Ana, no había participado en la conversación, pero en ese momento Urbano le preguntó: ¿tú a quién acusarías?

—Tendría que pensarlo —respondió Ana con cautela y un poco de interés. Hay gente que dice eso como excusa para no responder; dicho por ella pareció como si de verdad tuviera la intención de meditarlo—. Claro que —señaló, con una chispa de socarronería—, pude ser yo quien matara a Crísipo, por el bien de mi marido —y, antes de que pudiera preguntárselo, añadió en tono resuelto—: Sin embargo, estoy demasiado ocupada con mis hijos pequeños, como puedes ver.

Me quedé convencido de que Urbano tendría que haber sido estúpido para matar a Crísipo. Estaba libre de sospecha, pero me interesaba. La conversación se desvió hacia cuestiones más generales. Confesé que tenía experiencia como dramaturgo de cuando trabajé para una compañía de teatro. Hablamos de nuestros viajes. Incluso le pedí consejo sobre
El Fantasma que habló
, mi mejor creación en teatro. Basándose en mi descripción, Urbano pensó que esa brillante farsa debería convertirse en una tragedia. Eso era una tontería; quizá no fuera un maestro del teatro tan incisivo, después de todo.

Mientras charlábamos, Ana sostenía al bebé sobre su hombro y le acariciaba la espalda por encima del faldón cada vez que se ponía quisquilloso. Tanto Helena como yo nos dimos cuenta de que Ana tenía los dedos manchados de tinta. Helena me dijo después que pensaba que eso podía significar algo.

—¿Y si los que se dedican a difundir los rumores se han hecho con algo que es cierto? ¿Es Ana quien tiene mano con los textos?

Una buena idea. Se podría hacer una obra de teatro sobre una mujer que asumía la identidad de un hombre. Si resultaba ser una mujer quien en realidad escribía las obras de Urbano, ¡eso sí que sería una buena obra de teatro!

XXXI

La noche anterior Petro y yo habíamos citado a Lucrio para someterle hoy a un interrogatorio. Aunque Petro le había dicho que llegara a una hora en concreto, contábamos con que no viniera o, al menos, con que se presentara tarde. Para nuestra sorpresa, estaba allí.

Todos nos volvimos muy amistosos a la luz del día. Todos habíamos tenido tiempo de ajustar nuestras posiciones.

A la manera romana, Petro y yo, siendo las personas que poseían la autoridad, nos apropiamos de las únicas sillas que había. A Lucrio no le importó. Caminaba de un lado a otro y esperó con calma a que le hiciéramos sudar la gota gorda. Masticaba sin parar alguna clase de fruto seco; y lo hacía con la boca abierta.

Era un hombre de los decididos. Me lo podía imaginar en sus tiempos jóvenes, haciendo trampas en los contratos, usando el camino más simple y alardeando de los tratos que cerraba ante sus impetuosos amigos, todos ellos con hebilla en el cinturón y broches de persona importante sujetando sus capas. En estos momentos estaba madurando, pasando de enérgico a sutil; de arriesgado a sumamente peligroso; de ser un simple oportunista a uno de los que saben mucho mejor cómo conseguir lo que quieren, capaces de guiar a los clientes hacia toda una vida de deudas.

Antes de llegar al cuartel, había ido a ver a Notócleptes. Me había proporcionado información interesante sobre el pasado de Lucrio. Petronio empezó el interrogatorio decidiendo que, ya que el ladrón de túnicas había vuelto a la cárcel por su propia voluntad tras pensar en las consecuencias, liberaría a los esclavos de Lucrio (mandándolos a casa sin dejar que hablaran con él). Ya los habían acribillado bien a preguntas sin él saberlo. Fúsculo se había ofrecido a venir en el turno de día; después de estar toda la mañana muertos de hambre, les había traído pan y vino sin aguar y «se hizo amigo» de los seis. Eso también había sido productivo.

—Se te han devuelto todos tus documentos, Lucrio, o sea que eso ya está arreglado —dijo Petro, asumiendo el mando, mientras yo me limitaba a tomar notas de una manera que no presagiaba nada bueno—. Me gustaría hablar sobre la situación general y la gestión del banco Aurelio. Crísipo lo creó con la ayuda de su primera esposa, Lisa. ¿Ya provenía de un entorno financiero en sus orígenes?

—De una antigua familia de Atenas —afirmó Lucrio con orgullo. Se dedicaba a los seguros de embarcaciones; la mayor parte de ese negocio se lleva a cabo en Grecia y en Oriente, pero él supo ver que había un hueco en el mercado, así que él y Lisa vinieron aquí.

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