Esta gente tenía determinación, pero no estaban muy bien entrenados. No eran matones profesionales. De todos modos, alguien les había dicho que podían darle una paliza al primero que encontraran.
Me habían arrastrado hasta el suelo. Entonces, me tiraron encima algo áspero y muy pesado. Los que me agarraban me soltaron las manos y las piernas; al tiempo que se marchaban sigilosamente, cayó un poco más de esa cosa áspera a mi alrededor. Debajo de ella, no me podía mover y tenía dificultades para respirar. Detecté un olor a material carbonizado. Tenía polvo e hilos bastos en la boca y la nariz. Por todos los dioses; ya sabía qué estaba pasando. Me habían tirado debajo de una de las esteras de esparto, esos cuadrados grandes y gruesos de hierba de Hispania entretejida que los vigiles utilizaban para sofocar el fuego. Me pusieron debajo de la estera mientras mis atacantes se divertían bailando encima, dando trompicones adelante y atrás, jugando a prensar uvas de manera torpe encima de mí. La estera de esparto, que por el olor a chamusquina diría que se había usado algunas veces para su verdadero propósito, me protegería de las magulladuras, pero a costa de ahogarme con la misma eficacia con la que apagaba el fuego.
Inmóvil y a punto de asfixiarme, me preparé para esperar lo peor.
La situación cambió.
El dolor disminuyó un poco. Habían dejado de saltar sobre mí. Durante un espacio de tiempo la mayoría se fueron, aunque un cuerpo grande se quedó sentado justo encima de mi estómago y me mantenía bien apretado bajo el peso de la estera. En algunos momentos oí voces. Podía notar vibraciones en el suelo. Había gente moviéndose por ahí. Debían haber vuelto a encender algunas lámparas, aunque no me llegaba ni un atisbo de luz a través del grueso entramado de esparto.
Había conseguido meter la boca y la nariz en una pequeña bolsa de aire. Tenía las costillas comprimidas, lo cual me dificultaba la respiración, pero estaba vivo. Podía seguir así un poco más, aunque no demasiado.
En algún momento de la noche, o Petronio y su equipo de investigación, o bien los soldados, volverían. ¿Cuándo sería eso? No muy pronto, por lo que sabía de ellos. Si era una noche tranquila, con pocos prisioneros que procesar, estarían tentados de dejarse caer en una taberna. Doblé la lengua seca contra el paladar, que sabía a humo rancio y a carbón, y no les culpé por entretenerse, sino que recé para que su objetivo fuera volver.
Era verano. ¿Cabía esperar que alguien en este vecindario dejara volcar un candelabro ardiendo? ¿O que la llama de una lamparilla de noche prendiera en las cortinas? ¿O que una sartén con aceite caliente ardiera? ¿O que una caldera explotara en unos baños? ¿O que humeara un leñero?
En la vida normal las causas de un desastre eran muchas, aunque la vida era menos peligrosa en verano que en invierno. Aun así, aunque el Sector XII al completo hubiera comido ensalada y estuviera durmiendo apaciblemente a la luz de las estrellas, ¿no habría algún pirómano amigo que sintiera el impulso descabellado de ver correr a los vigiles hacia su almacén a buscar los medios con los que sofocar su creación? Le pagaría la fianza y redactaría una declaración como testigo si se daba prisa y encendía aunque sólo fuera un fuego pequeño para que se diera la alarma y me encontraran…
No falla. Nunca hay un malhechor cuando lo necesitas. Toda Roma debía estar tranquilamente acostada esta noche.
Intenté proferir un quejido. El que me hacía de lastre se limitó a clavar su trasero con más fuerza en la estera que yo tenía encima. Ya fuera por casualidad o a propósito, trasladó su peso sobre mi cabeza.
Eso iba a acabar conmigo.
Quizá me desmayé. No obstante, el dolor finalmente se disipó un poco. Incluso me habían sacado la estera de encima, que me raspó de manera tosca el cuerpo y las piernas. Me deslumbró una luz que por unos instantes fue cegadora.
Yo yacía inmóvil. Eso era fácil. Fingir que estabas muerto salía de manera natural cuando ya estabas a mitad de camino. El aire era fresco a mi alrededor, lo que supuso un cambio agradable en extremo. Respiré suavemente ahora que podía, al tiempo que intentaba restablecer mi fuerza antes de que volvieran a enfrentarse conmigo… como sabía que harían pronto.
Miré a través de los párpados relajados, con los ojos entrecerrados, y alcancé a ver varios zapatos y sandalias ordinarios. Y unos pies sucios, con uñas negras y sin arreglar, huesos deformes y tobillos picados por las pulgas: pies de esclavo. Oí un arrastrar de pies y que se hacía el silencio, como si se hubiera impuesto el orden.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó una voz de hombre, con sólo un deje de preocupación.
Alguien levantó el cuello de mi túnica a la vez que me levantaba la cabeza. Mantuve los ojos cerrados. Lo soltó. Mi cabeza golpeó contra el suelo de piedra.
Entonces oí un ruido metálico. El agua fría me reanimó y grité. Alguien me había vaciado encima un cubo entero de los de apagar fuego. Esta no era mi manera preferida de pasar una agradable noche de junio. Calado hasta los huesos, me senté, me sacudí el pelo y me saqué el agua de los ojos. Tosí y solté un esputo. Como si no me importara quien estaba allí, me agarré las rodillas y bajé la cabeza, respirando con dificultad.
—¿Eres Didio Falco? —interrogó la misma voz. Ahora sabía su posición. Era la tripa de oveja disecada que mandaba. Ése iba a ser su error—. ¡Contéstame! —Se acercó para poder darme un golpe con el pie.
Entonces giré sobre mí mismo y con un movimiento recuperé el cuchillo que tenía en la bota, usé todas mis fuerzas para levantarme, lo agarré, lo hice girar para que quedara de espaldas a mí, le alcé la cabeza tirándole del pelo, apreté un brazo por encima de su garganta de manera que lo ahogaba, y esgrimí el cuchillo contra su cuello. Retrocedí hacia una posición segura hasta el remolque del sifón al tiempo que lo visaba como escudo.
—¡Que nadie se mueva o lo mataré!
Le tiré del pelo con más fuerza. Debía de tener los ojos desorbitados y sin duda hacía una mueca. Tuvo el sentido común de no resistirse.
—Ahora todos vosotros —les dije en tono grave—, retroceded despacio hacia la pared de enfrente.
Cuando dudaron, di un brutal tirón con el brazo en la garganta de mi prisionero. Él soltó un salvaje graznido de terror, intentando hacer que me obedecieran. Tenía la cara roja. Los demás se fueron alejando. Eran cinco; esclavos vestidos con túnicas sencillas, por supuesto desarmados. Ninguno parecía acostumbrado a la violencia a carta cabal. Yo estaba solo, pero sabía lo que hacía. Bueno, al menos eso creía.
—¿Como te llamas? —Mi rehén balbució. Le apreté la garganta con ferocidad y les grité a los esclavos— ¿Cómo se llama?
—Lucrio.
—¡Aja! Bueno, bueno. ¿Así es como haces negocios, Lucrio? ¿Les das una paliza a tus clientes? Extorsión con amenazas, eso explicaría muchas cosas.
Uno de los esclavos hizo un movimiento inesperado. Le di a Lucrio una tremenda sacudida al tiempo que gritaba a sus hombres que se echaran al suelo y no se movieran.
—¡Boca abajo!
Cuando estuvieron todos tendidos con la cara pegada al suelo, llevé a Lucrio hacia un montón de cuerdas, desenganché una de las vueltas, le até los brazos y lo amarré a una de las ruedas del carro del sifón. Encontré un gancho de hierro en el suelo y lo recogí como protección adicional.
No podía ocuparme demasiado de los esclavos, pero hice que se sentaran uno a uno y les até los brazos a los lados. Para hacerles difícil levantarse o intentar cualquier cosa, les puse a todos un cubo de apagar fuego en la cabeza. A algunos les tocó lleno. Bueno, eso haría que se lo pensasen dos veces la próxima vez que echaran agua helada sobre un hombre medio asfixiado.
—Muy bien, Lucrio. Si tu equipo hace un movimiento en falso, los voy a oír, pero afrontémoslo, son basura. No deben oír nada debajo de los cubos. Vamos a tener una charla privada, ¿te parece?
Antes que nada, le eché una mirada como es debido.
—¡Um! Nadie tiene su mejor aspecto con la túnica desgarrada y colgando de la rueda de un carromato, eso lo admito.
De hecho, parecía más arreglado de lo habitual…, sin aspecto de haberse arrepentido, en cualquier caso. Tenía unos cuarenta años, o más. Había sido esclavo en otro tiempo, pero tenía pocas señales de ello. Había visto cónsules con peor apariencia.
Tenía los dientes cariados, pero estaba sano y con buenas carnes, alimentado de forma decente durante un período largo de su vida, un asiduo de los baños y capaz de permitirse un buen barbero. La túnica que yo había estropeado era de fina tela blanca, habitualmente lavada y planchada, aunque yo le había dado un adecuado aspecto desaliñado. Era moreno, con una cara y unos ojos que hablaban de Tracia si los mirabas de cerca, aunque podría haber pasado por cualquier cosa. No sería demasiado exótico para hacer negocios en el Foro. No era tan extranjero como para no tener posibilidades en Roma.
—¿Me estabas buscando a mí o lo que había requisado?
—¡No tenías ningún derecho a llevarte nada de mi casa, Falco! —Ya estaba otra vez a sus anchas, a pesar de encontrarse atado. Tenía el acento del mercado de comercio. Podía imaginármelo en alguna taberna de mala nota detrás de la Curia bromeando con sus amigotes acerca de grandes sumas de dinero, hablando de decenas, centenas y millares con tanta indiferencia como si se tratara de sacos de trigo.
—No es correcto. Tenía una orden y lo que me llevé fue sacado en presencia de los vigiles.
—Se trata de material privado.
—No me vengas con ésas. Los banqueros siempre comparecen como testigos en los tribunales. —Yo mismo había citado a muchos cuando trabajaba como mensajero para los abogados de la basílica Julia.
Lucrio parecía demasiado seguro de sí mismo.
—Sólo cuando el titular de una cuenta en particular requiere su declaración.
—¿Qué es eso?
—Es la ley —me dijo, con algo de regodeo—. Los detalles de las finanzas de un individuo son de su propiedad privada.
—¡No es así la ley romana! —Lo probé, pero intuí que esta vez había perdido—. Lo que me llevé eran posibles pruebas de un caso de asesinato. ¿Supongo que te interesa lo que le pasó a Aurelio Crísipo? Era tu jefe en el Aurelio. Tú eres su liberto y su agente en el banco… y, según me han dicho, ¿el heredero de su fortuna?
—Es cierto. —Su respuesta fue más sosegada. Podía ser un liberto, pero era inteligente. Comprendía las implicaciones de ser el heredero de un hombre asesinado.
—¿Así que tú, Lucrio, como heredero de un hombre que ha muerto en unas circunstancias muy violentas, ahora entras en el cuartel de la cohorte de los vigiles que están investigando la sospechosa muerte? ¡Eliminar pruebas está muy mal visto!
—No eres tú quien se las tiene que llevar, ni siquiera soy yo el que tiene que darlas —dijo Lucrio. El conocía sus derechos. Yo iba arreglado—. Se le ha pedido a un magistrado que dicte un mandamiento judicial. Sólo vine para evitar cualquier abuso de confianza que ocurriera antes de que se trajera la orden aquí. —Él podía haber estado ya en los tribunales, abogando para que me cobraran una enorme multa—. Es lamentable que antes de que llegara yo en persona, mis empleados, ansiosos por complacerme y bastante nerviosos, reaccionaran de forma exagerada… aunque yo sugeriría que fue como respuesta a un comportamiento provocador.
Di un suspiro. Su amenaza seguía en pie. A los vigiles se les conocía por su actitud agresiva; que me atacaran en un cuartel no me procuraría mucha conmiseración. La gente creería que había sido yo quien había causado problemas. De todos modos, le respondí.
—Necesito que el médico de la cohorte me eche un vistazo. Me estoy quedando agarrotado; podría haber una jugosa solicitud de indemnización.
—Estaré encantado de pagar por cualquier esclavo que él recomiende —declaró Lucrio con hipocresía.
—Me tomaré eso como un reconocimiento de culpabilidad.
—No, la oferta es sin perjuicio de tu derecho.
—¡Eso sí que me sorprende! —Ahora sí que sentía dolor, y cada vez me sentía más cansado después de mi terrible experiencia bajo la estera. Miré fijamente al liberto; me devolvió la mirada, un hombre acostumbrado a asumir la posición de poder en las discusiones de negocios—. Tenemos que hablar, Lucrio. Y no va a favor de los intereses de nadie que estés atado a una bomba de agua.
Recuperé algo de prestigio recordándole que estaba amarrado. Yo lo estaba haciendo bien, de hecho. Hasta que un esclavo de más que, sin yo saberlo, había estado oculto tras las mangas de irrigación en lo alto del sifón, al final se hizo con el coraje para actuar. Apareció con un grito salvaje y se arrojó sobre mí.
Me cortó la respiración. Sin embargo, no consiguió nada, puesto que en ese momento Petronio Longo entró por la puerta de la calle. Tenía el ceño fruncido y llevaba lo que parecía el mandamiento judicial del magistrado. Los miembros de los vigiles entraron en tropel detrás de él. Quizá se habían permitido unas cuantas copas rápidas en algún sitio, como yo antes había supuesto que harían. Eso explicaría por qué encontraron tan divertido toparse con una hilera de esclavos sentados con la cabeza metida en cubos, un prisionero atado a su sifón, yo en el suelo sin tan sólo tomarme la molestia de resistir el ataque, y un hombre triste que por un momento pensó ser un héroe pero que sufrió un colapso debido al susto cuando vio las túnicas rojas, y tuvo que ser reanimado a golpes de bota de un vigil.
A todo esto siguió el caos. Me tendí boca arriba y dejé que todos ellos continuaran con él.
Petronio, que normalmente se adueñaba de las situaciones difíciles, se sintió sumamente molesto por el mandamiento judicial; me di cuenta de ello. (Bueno, su nombre estaba en la «orden».) Recobró la autoridad con rapidez cuando sus hombres descubrieron que los esclavos de Lucrio habían dejado escapar al ladrón de los baños que había estado encerrado en la celda de detención. Al instante, Petro encerró con un portazo a los seis esclavos en la celda para reemplazar al prisionero perdido. Disfrutaba inventando castigos legales por lo que habían hecho de una manera tan tonta.
A Lucrio lo liberaron y le dijeron que se podía ir a casa. Los documentos se le devolverían íntegros al día siguiente, tan pronto como se pudiera prescindir de algunos hombres de vigilancia de incendios para llevar la carretilla a su casa. Lucrio tenía que presentarse en el cuartel para un interrogatorio formal cuando Petronio Longo volviera a estar de servicio la tarde siguiente. Nos despedimos del liberto con educación y nos desperezamos como si nos fuéramos a casa para descabezar un buen sueño nocturno.