«¿Ahora qué? —pienso para mí—. Venga, si me vais a matar, hacedlo. Pasemos por ello de una vez». Hay armas que nos apuntan, pero seguramente ya habrían disparado si fueran a hacerlo. Miro al soldado más cercano. Un visor reflectante oscurece sus ojos pero puedo sentir el odio que rezuma de él como el hedor de la descomposición. Dos figuras uniformadas bajan de la cabina del primer camión y vienen hacia nosotros. Uno de ellos lleva uno de esos delgados portátiles que vi ayer. El otro sostiene en la mano un aparato electrónico más pequeño. No puedo ver lo que es. Se mueven con rapidez. Uno me empuja hacia atrás, contra el lateral del camión, mientras el otro aprieta el pequeño aparato contra mi garganta. Hay un pequeño siseo que dura un segundo y entonces siento una repentina y dolorosa punzada en un lado del cuello, como el picotazo de un insecto. Me dejan en paz y vuelven su atención a Patrick y después a Nancy, haciéndoles a los dos exactamente lo mismo. Después, curiosamente utilizan la máquina en el cadáver de Craig.
Estamos en fila, a un lado del camión, callados y sin atrevernos a hacer ningún movimiento. Los soldados conectan el aparato al ordenador y estudian la pantalla.
—¿Y bien? —pregunto uno de los soldados que está un poco más alejado.
—Todos ellos —contesta el que maneja el ordenador.
—¿Alguna identificación?
—Sólo una, Patrick Crilley —responde, señalándolo. Patrick mira ansiosamente de un lado a otro—. No puedo localizar a los demás.
El primer soldado se da la vuelta y hace con la mano una señal desdeñosa hacia el resto de soldados que nos siguen rodeando con las armas dispuestas. Me muerdo el labio e intento no reaccionar cuando uno de ellos me agarra por el hombro y me empuja hacia la parte de atrás del camión.
—Adentro —gruñe. Me quedo quiero y le miro al visor. Dos más se acercan a mí por los lados y, cogiendo cada uno de ellos una pierna, me levantan y me tiran a través de una mugrienta cubierta de lona hacia el interior del camión. Aterrizo de bruces en la oscuridad y antes de que me pueda mover, Patrick y Nancy aterrizan pesadamente encima de mí. Presionan mi cara contra el sucio suelo y me aplastan aún más cuando intentan desembarazarse el uno del otro.
—Estás bien —susurra una voz que no reconozco, al lado de donde he caído—. Aquí estás entre amigos.
El que está encima de mí consigue ponerse de pie y yo consigo levantarme al fin. Intento mantener el equilibrio pero arranca el motor del camión y la repentina sacudida al reanudar la marcha hace que me vuelva a caer. Alguien me ayuda a levantarme y, por primera vez, tengo la oportunidad de mirar a mi alrededor. Cuento las oscuras sombras de diecisiete personas, incluyendo a Patrick y a Nancy. La luz es pobre pero sé inmediatamente que son como yo. Diecisiete hombres, mujeres y niños como yo.
Hemos estado en marcha durante lo que parecen horas, pero sé que ha sido mucho menos. Paramos cinco veces más (quizás han sido seis) para recoger más gente, pero hace bastante rato que nos detuvimos por última vez. Creo que ahora somos veintiocho. Es un alivio estar con tanta gente como yo, pero el espacio es limitado y el lugar es jodidamente incómodo y caluroso. Supongo que el camión ya está lleno, pero ¿adónde demonios nos llevan? Mi hogar, mi familia y todo lo demás parecen a millones de kilómetros. Sé que la distancia con Ellis está aumentando con cada minuto que paso atrapado en este maldito camión.
La cubierta de lona bloquea la mayor parte de la luz, de manera que no se ve mucho dentro. He conseguido abrirme paso hasta una lateral del vehículo y alguien cerca de mí ha sido capaz de levantar un pequeño trozo de lona. No puedo ver gran cosa por el hueco, solo el arcén, que pasa con rapidez. No hemos aminorado para tomar ninguna curva durante un buen rato. Debemos estar en una carretera principal y debe estar prácticamente vacía. Estoy casi ciego y no puedo oír nada por encima del ruido del motor del camión y el retumbar de las ruedas sobre el asfalto. El mundo parece extraño y desolado, y la desorientación lo vuelve todo cien veces peor.
Los pocos rostros que puedo distinguir cerca de mí parecen abatidos, vacíos e inexpresivos. Nadie comprende lo que nos está ocurriendo o por qué. La gente está demasiado asustada y confundida para hablar, de manera que permanece callada. No hay ninguna conversación, apenas unas palabras susurradas. Me gustaría que hubiera alguna distracción. Con nada que ocupar mi mente lo único que puedo hacer es recordar a Ellis y pensar en lo que me puede estar esperando al final del viaje. ¿Adónde nos llevan y qué va a pasar con nosotros cuando lleguemos? Alguien cerca del otro extremo hace un intento de abrir la cubierta trasera del camión. Durante unos pocos segundos la huida parece posible, hasta que descubrimos que la lona está asegurada desde fuera. Estamos atrapados.
Hay una chica sentada a mi lado que está cada vez más agitada. Conscientemente he intentado no mirar a nadie en la semioscuridad pero he visto lo suficiente para saber que es joven y guapa, aunque su rostro parezca cansado, sucio y cubierto de lágrimas. Creo que está a finales de la adolescencia, o quizás sea un poco mayor. Está apoyada en mí y puedo sentir cómo le tiembla el cuerpo. Ha estado sollozando durante un rato. Dios santo, si yo
estoy
asustado, ¿cómo demonios debe sentirse ella? Levanta la vista hacia mí y por primera vez nos miramos a los ojos.
—Me encuentro mal —gimotea—. Creo que voy a vomitar.
No llevo nada bien los vómitos. «Por favor, no vomites», pienso para mí mismo.
—Respira hondo —sugiero—. Seguramente sólo son los nervios. Intenta respirar hondo.
—No son los nervios —responde—, me estoy mareando.
Estupendo. Sin pensarlo la cojo por un brazo y empiezo a masajearle la espalda con la otra mano. Es más un consuelo para mí que para ella.
—¿Cómo te llamas? —pregunto, intentando distraerla para que no piense en lo mal que se encuentra.
—Karin —contesta.
Y ahora no sé qué más decir. ¿De qué puedo hablar con ella? Si ella es como yo ya se debe haber dado cuenta que se ha convertido en una asesina sin hogar, familia ni amigos. No tiene sentido intentar hablar de menudencias. Maldito idiota, desearía no haber dicho nada.
—¿Crees que vamos a estar aquí mucho tiempo más? —pregunta con la respiración muy superficial.
—Ni idea —contesto sincero.
—¿Adónde nos llevan?
—No lo sé. Mira, lo mejor que puedes hacer es no pensar en ello. Encuentra cualquier otra cosa en la que pensar y...
Es demasiado tarde, empieza a boquear. Aprieta mi mando cuando empiezan las convulsiones. Intento girarla para que pueda vomitar a través del pequeño hueco en la lona pero no hay suficiente espacio ni tiempo. Devuelve, salpicando el interior del camión, mis botas y mis pantalones de vómito.
—Lo siento —gime cuando me golpea el olor. Ahora el que trata de controlar su estómago soy yo. Noto el sabor de la bilis en la garganta y oigo que la gente a mi alrededor tiene arcadas y gruñe.
—No importa —murmuro.
El interior del camión, que ya estaba caliente y húmedo por la gran cantidad de personas atrapadas en su interior, ahora apesta. Es imposible huir del olor pero tengo que intentarlo o dentro de poco haré mi aporte. Me levanto, sosteniéndome en el lateral del camión para equilibrarme y, ahora que estoy de pie, me doy cuenta de un pequeño roto en la lona a la altura de mis ojos. Lo examino y veo que se trata de un zurcido que ha empezado a soltarse. Meto los dedos por el hueco e intento pasar la mano. Al separar los dedos el cosido que mantiene unido el material empieza a deshilacharse y deshacerse. Finalmente el camión se llena de la bienvenida luz del día y del muy necesario aire fresco y frío. Sin importarme las consecuencias, meto las dos manos en el roto y tiro con fuerza en ambas direcciones. El hueco aumenta de tamaño hasta medio metro y oigo el alivio de la gente a mi alrededor.
—¿Puedes ver dónde estamos? —pregunta una voz al otro lado del camión. Todo lo que puedo ver son árboles al lado de la carretera por la que circulamos con rapidez.
—No tengo ni idea —respondo—. No puedo ver gran cosa.
—Puedes ver más que yo —me corta la voz—, sigue mirando.
Fuerzo mi cabeza por el agujero e intento mirar hacia el frente del camión. Estamos en una autopista, creo. La carretera larga y sin distintivos se curva hacia la izquierda y, por primera vez, veo que no estamos viajando solos. Tenemos otro camión delante. Espera, más de uno. Es difícil estar seguro, pero creo que puedo ver al menos otros cinco vehículos por delante del nuestro, todos ellos camiones de un tamaño similar, que mantienen entre ellos la misma distancia. Intentando no resbalar en el gran charco que hay a mis pies me giro para ver qué llevamos detrás. Cuento otros tantos camiones que nos siguen, probablemente más.
—¿Y bien? —pregunta la voz cuando vuelvo a entrar la cabeza.
—No puedo ver dónde estamos —contesto lo suficientemente alto para que todos me puedan oír—, pero no estamos solos.
—¿Qué?
—Hay un montón de camiones como éste —les explico—, al menos diez.
—¿Adónde nos llevan? —pregunta otra voz asustada, sin que espere realmente una respuesta—. ¿Qué van a hacer con nosotros?
—No lo sé —oigo que contesta Patrick en su familiar tono resignado—, pero puedes apostar a que será jodidamente desagradable, sea lo que sea.
Vuelvo a sacar la cabeza por el lateral del camión para huir del hedor a vómito y de la nerviosa y asustada conversación que los comentarios, acertados pero insensibles, de Patrick acaba de desatar.
Finalmente aminoramos la marcha y los camiones toman un inesperado giro pronunciado hacia la izquierda. Es una curva aguda, demasiado brusca para ser una salida normal de la autopista. La carretera por la que circulamos se vuelve irregular y continúa girando y regirando durante lo que parecen otros tres o cuatro kilómetros. Entonces, sin previo aviso, el viaje ha terminado. Nos hemos parado. Mi estómago se revuelve a causa de los nervios una vez más cuando el camión se detiene y el motor queda en silencio. En el exterior llueve a cántaros y el repiqueteo en el techo sobre mi cabeza es ensordecedor.
—¿Dónde estamos? —pregunta alguien nervioso. Consciente de mi deber vuelvo a sacar la cabeza por el agujero en la lona y la vuelvo a meter con rapidez cuando veo que se aproximan unos soldados a pie. Espero a que hayan pasado antes de volver a mirar con precaución. El camión (y los otros diez o más vehículos que han viajado con nosotros en convoy) han parado en una larga fila a lo largo de una carretera estrecha que discurre al borde de lo que parece un bosque espeso. No puedo ver adónde lleva el camino desde aquí. No quiero arriesgarme a exponerme de esta manera más de lo necesario y cierro el hueco en la cubierta de lona. Estoy seguro de que muy pronto sabremos dónde estamos.
—No hay mucho que ver —les explico sin que sea de ayuda cuando me doy la vuelta y me vuelvo a acuclillar—, sólo árboles a este lado. —La lluvia es torrencial y tengo que gritar para que me oigan.
El sonido del agua golpeando la cubierta de lona es incesante. El ruido, combinado con la falta de luz, aumenta mi desorientación. No puedo soportarlo. Me pregunto de nuevo si debo aprovechar cualquier oportunidad y huir. ¿Qué tengo que perder si ya lo he perdido casi todo? No sé que otras opciones me pueden quedar. La situación parece cada vez más negra. ¿Debo quedarme sentado y esperar lo que hayan planeado para nosotros o debo tomar el control de mi destino e intentar escapar? Por lo poco que he podido ver del bosque, parece bastante espeso, poco acogedor. Tengo la impresión de que estamos en medio de ninguna parte y no creo que me puedan seguir entre los árboles con estos camiones. Me pueden disparar por la espalda mientras corro o consigo huir. Vale la pena correr el riesgo. Mi cabeza se llena con imágenes de volver a casa y encontrar a Ellis, y la decisión está tomada. A la primera ocasión lo intentaré. Dios sabe hacia dónde voy a correr, pero siempre será mejor que estar aquí. ¿Debo decir a los demás lo que estoy planeando? ¿Tengo más oportunidades corriendo con ellos o solo? Mi instinto me dice que los deje y me preocupe de mí mismo, pero ¿qué va a pasar con ellos? ¿Qué pasa con Karin, Nancy y Patrick? Seguramente mientras más de nosotros lo intentemos, más posibilidades habrá de huir...
Mis estúpidos planes se vienen abajo cuando dos soldados calados hasta los huesos levantan la cubierta trasera del vehículo. Uno de ellos asegura la lona en la parte superior, el otro apunta el fusil hacia el interior. La realidad de lo que está pasando me devuelve de golpe al presente ahora que vuelvo a mirar a lo largo del cañón de otra arma. Los planes que había estado considerando con seriedad hace unos segundos ahora parecen estúpidos. Más que nunca quiero luchar, pero correr ahora sería un suicidio.
—¡Fuera! —nos ladra el soldado con el fusil—. ¡Salid ahora mismo!
Los más próximos a la parte trasera del camión empiezan a bajar de inmediato. Es una caída de casi un metro hasta un camino embarrado y más de uno pierde pie y cae. Pobres hijos de puta, sólo llevan unos segundos en el exterior y ya están helados y empapados. Uno de los hombres que va conmigo en el camión —joven, delgado, con el cabello largo y oscuro— salta sobre uno de los soldados nada más tocar tierra. Tres soldados aparecen de la nada y lo alejan de su compañero. Dos de ellos lo tiran al suelo y lo inmovilizan boca abajo, sobre la hierba al lado de la carretera. El tercer soldado levanta una pistola y le mete una bala en la nuca. El ataque frenético y la quirúrgica respuesta ha durando unos pocos segundos. Ya se llevan el cadáver. La gente que ya está en el suelo profiere sollozos y lamentos de miedo e incredulidad.
Soy uno de los últimos en abandonar el camión. Bajo de espaldas y resbalo pero consigo permanecer de pie al tocar el suelo. Los demás están alineados en una sola fila en el margen entre los árboles y los camiones. Uno de los soldados me empuja hacia la fila. Me quedo quieto durante un segundo y miro al soldado. Sus ojos están ocultos y puedo ver mi cara arañada reflejada en su visor opaco. Debería matarlo ahora, pienso para mí. Y sé que podría hacerlo. Podría romperle el cuello con las manos desnudas. Este trozo de mierda no se merece nada más que una muerte violenta, dolorosa y muy sangrienta por su participación en lo que nos está ocurriendo. Pero entonces miro detrás de él y veo a más de ellos llevándose el cuerpo sin vida del hombre al que acaban de disparar en la cabeza. Lo dejan tendido a la vista, tirado sin más al otro lado de la carretera, y, reticente, ocupo mi sitio en la fila.