Read Odio Online

Authors: David Moody

Tags: #Terror

Odio (3 page)

BOOK: Odio
2.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sólo necesito...

—No quiero excusas, quiero que se solucione ya. No me va a escuchar. Esto no tiene sentido. Ni siquiera me va a dar la oportunidad.

—Señora...

—Le sugiero que vaya a hablar con sus superiores y que encuentre a alguien que esté dispuesto a asumir la responsabilidad por esta chapuza y venga a solucionarla. Me vi forzada a estacionar en Leftbank Place por la ineficacia de este ayuntamiento. Tengo un hijo con un problema médico y necesitaba llevarlo urgentemente al baño. Si el ayuntamiento hiciera bien su trabajo y se hubiera asegurado de que los lavabos públicos estuvieran en perfectas condiciones, yo no habría tenido que aparcar allí, no me habrían puesto el cepo y no estaría aquí, de pie, hablando con alguien que evidentemente no puede o no quiere hacer nada para ayudarme. Necesito hablar con alguien que esté un poquito por encima del recepcionista en la cadena de mando, así que, ¿por qué no nos hace un favor a los dos y se va a encontrar a alguien que esté preparado para hacer algo antes de que mi hijo necesite ir de nuevo al baño?

Vaya aires que tiene la muy zorra. Estoy de pie, mirándola, y sintiendo cómo me voy enfadando cada vez más. Pero no hay nada que pueda hacer...

—¿Y bien? —dice con brusquedad.

—Deme un minuto, señora —balbuceo. Me doy la vuelta, entro de estampida en la oficina y me topo con Tina, que viene en dirección contraria.

—¿Qué estás haciendo aquí, Danny? —pregunta con un tono de superioridad muy parecido al de la mujer—. Si tú estás aquí, ¿quién está atendiendo en Recepción?

Sabe muy bien que no hay nadie ahí fuera. Intento explicarle pero sé que es inútil.

—Tengo una señora en Recepción que...

—Deberías haber telefoneado si necesitas ayuda —me interrumpe—. Conoces las reglas, ya llevas aquí tiempo suficiente. Siempre tiene que haber alguien en el mostrador de Recepción y siempre tienes que llamar si hay un problema.

—Hay una mujer en el mostrador de Recepción —suspiro— y la ha tomado conmigo, así que, por favor, ¿te puedo explicar cuál es su problema?

Ella levanta la vista hacia el reloj. Maldita sea, son las cinco. Ahora seguramente me retendrá aquí hasta las seis.

—Sé rápido —contesta con desdén y consigue que suene como si me estuviera haciendo un favor.

—A esa mujer le han puesto un cepo porque ha aparcado en Leftbank Place...

—¡Espera! No se puede aparcar en Leftbank Place. En todas partes hay unas malditas señales enormes diciendo que no se puede aparcar en Leftbank Place.

Esto no va a ser nada fácil.

—Yo lo sé, tú lo sabes y ella lo sabe. Ésa no es la cuestión.

—¿Qué quieres decir con que no es la cuestión?

Espero antes de volver a hablar. Sé que tengo por delante una batalla para convencer a Tina de que esa mujer tiene una queja aceptable. Por un momento considero la posibilidad de rendirme y de probar suerte de nuevo en Recepción.

—Me ha dicho que aparcó en Leftbank Place porque necesitaba llevar a su hijo al lavabo.

—¿Qué tipo de excusa es ésa?

—Necesitaba llevarlo al baño porque tiene un problema de salud y porque los servicios públicos en Millennium Square estaban destrozados.

—Eso no es problema nuestro...

—No, pero el argumento es que sí es problema del ayuntamiento. Pide que le quitemos el cepo. No se va a ir hasta que lo hagamos.

—No puede ir a ningún sitio. —Tina se ríe de su propia ocurrencia—. Le quitaremos el cepo cuando pague la multa.

No me sorprende su respuesta, sólo me decepciona. Quiero irme a casa. No quiero salir y que esa mujer me vuelva a gritar. Lo que más me molesta es que los dos sabemos que mientras más tiempo arme jaleo en Recepción, más posibilidades tiene de que le quitemos el cepo. No soporto toda esta mierda y todo este teatro. No va a servir de nada pero tengo que decir algo.

—Venga, Tina, dame un respiro. Sabes tan bien como yo que si grita durante el tiempo suficiente se lo quitaremos.

Me mira, masca el chicle y se encoge de hombros.

—Quizá sea así, pero primero tenemos que intentar cobrarle la multa. Conoces el procedimiento. Tenemos que...

Es inútil seguir escuchando toda esa basura. No me voy a molestar.

—Conozco el maldito procedimiento —suspiro mientras me vuelvo de espaldas y me arrastro de vuelta a Recepción. Me pregunto si debería seguir andando y pasar junto a la mujer y sus hijos, y sencillamente dejar atrás el edificio y mi empleo.

Abro la puerta y ella se vuelve con rapidez para mirarme. La expresión en su rostro es de pura maldad.

—¿Y bien?

Respiro hondo.

—He hablado con mi supervisora —empiezo a decir con desánimo, sabiendo lo que vendrá a continuación—. Podemos retirar el cepo, pero debemos insistir en el pago de la cantidad que se indica en las señales ubicadas en Leftbank Place. No podemos...

Y se le ha acabado la paciencia. Vuelve a explotar, gritándome y chillándome. La fuerza, velocidad y ferocidad de su exabrupto es imponente. Se trata de un berrinche increíble (pero no inesperado) y yo no tengo defensa. No puedo replicar porque creo que su reclamación es justa. Si se callase un momento yo podría... oh, pero ¿para qué? No sé por qué me preocupo. Mientras más me grita menos escucho. Ya no sigo lo que me está diciendo. Sus palabras se han convertido en una fuente constante de ruido. Estoy esperando a que se tome un respiro.

—Señora —la interrumpo con rapidez cuando se calla para respirar. Levanto la mano delante de mí para dejarle claro que ahora es mi turno para hablar—. Voy a buscar a mi supervisora.

Me voy, ignorando sus comentarios en voz baja sobre «hablar con el organillero y no con el mono». Hace mucho que ya no me preocupa. Cuando llego a la puerta de la oficina, Tina la está abriendo desde el otro lado y me empuja a un lado. Se detiene el tiempo justo para lanzarme unas pocas palabras envenenadas.

—Muy bien llevado —gruñe sarcástica—. Eres un maldito inútil. La he oído gritar desde mi mesa. ¿Cómo se llama?

—No lo sé —admito, encogiéndome ante el hecho de que no he sido capaz de conseguir ni siquiera el detalle más básico.

—Maldito inútil —replica de nuevo antes de colocar una sonrisa falsa en su horrible rostro y avanzar hacia la empapada mujer y sus hijos—. Mi nombre es Tina Murray —se presenta—, ¿en qué puedo ayudarla?

Me apoyo en la puerta de la oficina y contemplo la previsible charada que se empieza a desarrollar. Tina escucha atentamente la queja, le señala a la mujer que realmente no debería haber aparcado en Leftbank Place, entonces hace una llamada para «ver qué puede hacer». Diez minutos después, el cepo ha sido retirado. Tina ha quedado de maravilla y yo como un idiota. Sabía que eso es lo que iba a ocurrir.

Las cinco treinta y dos.

Corro a la estación y llego al andén a tiempo de ver cómo se va el tren.

3

Una pequeña ventaja de salir de la oficina tarde es que, por una vez, me puedo sentar en el tren que me lleva a casa. Normalmente va lleno y tengo que ir de pie en el paso entre vagones, rodeado de otros viajeros igualmente fastidiados. Esta tarde necesitaba espacio para relajarme y calmarme. Mientras esperaba en el andén decidí que pasaría el viaje a casa pensando en qué quiero hacer con mi vida y qué voy a hacer para que eso ocurra. He tenido con anterioridad similares e inútiles conversaciones conmigo mismo de vuelta a casa, como mínimo una o dos veces por semana. Hoy estaba demasiado cansado para concentrarme. Frente a mí iban sentadas dos chicas y su conversación sobre ropa, culebrones y quién había hecho qué con el novio de quién era mucho más interesante que cualquier cosa que yo pudiera ir pensando.

Febrero. Odio esta época del año. Es fría, húmeda y deprimente. Está oscuro cuando dejo mi casa por la mañana y está oscuro cuando vuelvo por la tarde. Mañana a esta hora, me recuerdo a mí mismo, estaré de fin de semana. Dos días sin trabajar. No puedo esperar.

Subo la cuesta arrastrándome, giro en la esquina para entrar en Calder Grove y finalmente puedo ver nuestro hogar al final de la calle. No es mucho pero es todo lo que tenemos por el momento y por ahora tiene que bastar. Estamos en la lista de espera del ayuntamiento para conseguir un piso más grande, pero pasarán años antes de que nos mudemos. Ahora que Lizzie vuelve a trabajar quizá podamos ahorrar de nuevo, de manera que podamos dar la entrada para una casa en propiedad y salir de este bloque de apartamentos. Planeamos mudarnos hace un par de años, pero se quedó embarazada de Josh y todo lo que teníamos sirvió para seguir adelante. Quiero a mis hijos pero no planeamos el embarazo de ninguno de ellos. Nos estábamos empezando recuperar de la llegada de Edward y Ellis cuando tuvimos a Josh, y ya era lo bastante difícil poner comida en la mesa como para pensar en meter dinero en el banco. Pedimos todas las ayudas a las que tenemos derecho y Harry, el padre de Lizzie, nos echa una mano una y otra vez, pero es una lucha constante. No debería haber sido así. Sin embargo, recibimos más ayuda del padre de Liz que de mi familia. Mi madre está en España con su nuevo novio, mi hermano en Australia y nadie sabe nada de mi padre desde hace tres años. Sólo tenemos noticias de ellos por el cumpleaños de los niños y por navidades.

Hay un grupo de chicos bajo una farola rota en el pasaje entre dos casas que hay a mi derecha. Los veo allí casi todas las noches, fumando, bebiendo y conduciendo coches destrozados por el barrio. No me gustan. Significan problemas. Bajo la cabeza y camino un poco más deprisa. Me preocupa que mis hijos crezcan aquí. Calder Grove no está tan mal, pero algunas partes del barrio son duras y las cosas van a peor. El ayuntamiento está intentando vaciar los bloques de pisos como el nuestro para derribarlos y construir casas nuevas. Hay seis viviendas en nuestro bloque —dos en cada piso— y sólo el nuestro y otro más están ahora ocupados. Intentamos no relacionarnos con los de arriba. No me fío de ellos. Gary y Chris, creo que se llaman. Dos hombres de mediana edad que viven juntos en el último piso. No parece que les falte el dinero, pero tampoco que ninguno de los dos salga a la calle o vaya a trabajar. Y hay un flujo constante de visitas que llaman a su puerta a todas horas del día y de la noche. Estoy seguro que venden algo allí arriba, pero no creo que me gustara saber lo que es.

Finalmente llego a la puerta del edificio y entro en el bloque. La puerta se atranca y se abre con un sonoro y penetrante chirrido que probablemente llega hasta el otro extremo de la calle. He intentado durante meses que el ayuntamiento envíe a alguien a arreglarlo, pero no quieren saber nada, aunque yo trabaje para ellos. Dentro del edificio, el vestíbulo es oscuro y frío, y el eco devuelve el sonido de mis pasos. Los niños odian esta entrada y los comprendo. Les da miedo. A mí tampoco me gusta pasar mucho tiempo aquí. Abro la puerta del piso, entro y la vuelvo a cerrar a cal y canto. En casa. Gracias a Dios. Me quito el abrigo y los zapatos, y, en apenas medio segundo, me relajo.

—¿Dónde has estado? —pregunta Lizzie con el ceño fruncido. Sale de la habitación de Edward y Josh, y cruza el pasillo en diagonal, hacia la cocina. En sus brazos lleva una pila muy alta de ropa sucia.

—Trabajo —contesto. La respuesta es tan obvia que me pregunto si no es una pregunta con trampa—. ¿Por qué?

—Deberías haber llegado hace siglos.

—Lo siento, me han retrasado. No me pude librar de una mujer que la había tomado conmigo. Perdí el tren.

—Podrías haber llamado.

—Se me ha acabado el saldo en el móvil y no llevaba dinero encima para recargarlo. Lo siento, Liz, no pensé que fuera tan tarde.

No contesta. Ahora ni siquiera la puedo ver. El hecho de que se haya callado es una pésima señal. Algo va mal y sé que cualquier problema que haya podido tener hoy queda a partir de ahora en segundo plano. Todas mis inquietudes quedarán empequeñecidas al lado de lo que la preocupa. Esto ocurre casi cada día y está empezando a cargarme. Sé que Lizzie trabaja duro y que los niños le atacan los nervios, pero debería pensar que es afortunada. Me gustaría que intentase lidiar con un poco de la mierda que tengo que tragar cada día. Respiro hondo y la sigo a la cocina.

—Tu cena está en el horno —gruñe.

—Gracias —susurro mientras abro la puerta del horno y tengo que dar un paso atrás ante la súbita bocanada de aire caliente que sale de él. Cojo un paño de cocina y lo utilizo para coger por el borde un plato con empanada, patatas fritas y guisantes secos y recocidos—. ¿Estás bien?

—En realidad no —contesta con una voz apenas audible. Está de rodillas, metiendo la ropa en la lavadora.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

Muerdo una patata quemada y rápidamente baño el resto de la cena con una salsa para quitarle un poco el sabor a carbón. No me quiero arriesgar a que Lizzie piense que no me gusta. Odio estos juegos. Resulta obvio que algo va mal, entonces ¿por qué no me dice sencillamente qué ocurre? ¿Por qué tenemos que pasar por esta estúpido rutina cada vez que algo le preocupa? Decido intentarlo de nuevo.

—Ya veo que algo va mal.

—Muy perceptivo por tu parte —murmura—. No tiene importancia.

—Evidentemente sí la tiene.

—Mira —suspira, conecta la lavadora, se pone de pie y estira la espalda—, si realmente quieres saber lo que ocurre, ¿por qué no se lo preguntas a los niños? Quizás ellos te explicarán por qué yo...

En ese preciso instante dos de ellos entran en la cocina, peleándose por ser el primero. Edward clava su codo en las costillas de su hermana pequeña. Ellis lo empuja hacia atrás para tener el camino libre y después se golpea contra la mesa, derramando el café de Liz.

—Papá, ¿se lo dirás? —escupe Ed apuntándola con un dedo acusador.

—¿Decirle qué? —le pregunto, distraído por la pila de facturas que acabo de ver sobre la mesa.

—Dile que me deje de seguir a todas partes —chilla—. Se está burlando de mí.

—¿Por qué no os dejáis en paz? Id a jugar cada uno a su habitación.

—Quiero ver la tele —protesta Ed.

—Yo la estaba mirando primero —se queja Ellis.

—Ella se irá muy pronto a la cama —suspiro, intentando razonar con Edward—. Deja que la mire un rato y cuando se vaya a la cama puedes cambiar de canal.

—Pero mi programa empieza ahora —lloriquea, sin ninguna consideración—. No es justo, siempre te pones de su lado. ¿Por qué siempre te pones de su lado?

Ya es suficiente.

BOOK: Odio
2.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Ravishing Redhead by Jillian Eaton
When Love Comes by Leigh Greenwood
Words Heard in Silence by T. Novan, Taylor Rickard
The Nurse's Love (BWWM Romance) by Tyra Brown, BWWM Crew
The Buccaneers by Iain Lawrence