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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Odio (8 page)

BOOK: Odio
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Me pregunto cuánto tiempo más va a quedarse el reportero en ese sitio.

Estoy cansado. Antes de que me vuelva a quedar dormido, apago la tele y las luces, y tanteo el camino hacia el dormitorio, a oscuras.

DOMINGO
IV

Susan Myers se despertó al lado de Charlie, su marido desde hacía treinta y tres años. Estaba acostada en silencio, en la semioscuridad, procurando no moverse. No quería que él supiera que estaba despierta. No quería hablar con él. A través de los párpados medio abiertos se quedó mirando cómo la cortina iba y venía movida por el viento que entraba por la ventana abierta, que revelaba pequeños retazos del brillante mundo exterior. ¿Tenía algún sentido levantarse? Durante la semana conseguía llenar su tiempo con amigas, compras y compromisos sociales; pero los fines de semana, los domingos en especial, eran largos, aburridos y vacíos. Desde que Charlie se había jubilado, hacía once meses, sus vidas se habían vuelto cada vez más grises y monótonas. La mayor parte de sus amigas tenían a sus hijos y el resto de la familia para tenerlas ocupadas, pero todo lo que ella tenía era a él, y él la aburría. Él parecía feliz sin hacer nada pero ella no lo podía soportar. Él quería deambular por la casa y el jardín, ella quería salir. Ella quería gritarle y chillarle para hacerle entender cómo se sentía, pero sabía que era inútil. Él ni siquiera era consciente de que ella era infeliz.

Allá va, pensó cuando él se movió y se dio la vuelta en la cama. Quizá —sólo quizá— se había dado la vuelta para ponerse de cara a ella, pasar el brazo a su alrededor y decirle que la amaba, y empezar a besarla y a tocarla como solía hacer. Hacía tanto tiempo desde que hicieron el amor por última vez que ella casi había olvidado qué se sentía. Y en las muy raras ocasiones en que ella conseguía ponerlo a tono (en estos días siempre es ella la que tiene que dar el primer paso), él se sobreexcitaba tanto que la pasión, si es que se podía llamar así, generalmente se acababa al cabo de unos desesperadamente escasos y vacíos minutos. Si hacía meses desde la última vez que habían hecho el amor, habían pasado años desde que ella se sintió satisfecha.

¿Quizá, debería tener un lío? Lo había pensado pero nunca había tenido el temple para hacerlo. Charlie probablemente ni se daría cuenta. Había un hombre en una de las clases de baile a las que asistía entre semana al que había pescado mirándola demasiadas veces para que fuera pura coincidencia. La idea de verse con alguien la tentaba, pero sabía que corría un gran riesgo si lo hacía. Le preocupaba que pudiera acabar perdiendo todo por lo que había trabajado con Charlie por una excitación y una aventura momentáneas. A ella le gustaba su gran casa y las ropas caras y todo lo que iba asociado con ello. Le gustaba el alto estatus social que le otorgaba y no quería dejar nada de eso. Pero ¿y si el hombre de la clase de baile le podía dar todo eso y también sexo...?

—¿Una taza de té?

Así empezaba Charlie todos los días. No «buenos días» o «¿cómo te encuentras hoy?» o «te quiero» o algo parecido. Sólo una corta e impersonal pregunta medio formulada. ¿Debía responder o debía quedarse callada y fingir que seguía durmiendo?

—Sí, gracias —gruñó, aún de espaldas a su marido.

Sintió cómo él retiraba el cobertor y salía de la cama antes de volver a colocar las sábanas en su sitio como hacía siempre. Todo lo que hacía era predecible y seguro. Ella podía prever todos los movimientos que iba a hacer. Sabía que iría al baño contiguo, donde usaría el lavabo, soltaría una ventosidad, pediría disculpas como si hablara consigo mismo y después se lavaría y afeitaría tarareando la misma maldita melodía que tarareaba todas las malditas mañanas. Después se pondría el albornoz, volvería al dormitorio para ponerse las zapatillas, que estaban bajo el pie de la cama, donde las había puesto por la noche, y bajaría a la cocina. Sabía que se pararía en el quinto escalón para abrir las cortinas y quitar el polvo del trofeo de empleado del año que su empresa le otorgó hacía casi quince años...

Cerró los ojos, enterró la cara en la almohada y volvió a pensar en el hombre de la clase de baile. Se sentía vacía y deprimida, atrapada y enojada. A veces deseaba matar a su marido. Eso, decidió, sería la solución a todos sus problemas.

—Hermoso día —dijo Charlie animado al volver al dormitorio con dos tazas de té.

«Siempre es un maldito hermoso día —se gritó Susan silenciosamente a sí misma—. Incluso cuando está lloviendo y en el exterior sopla un viento de fuerza diez dice que es un maldito hermoso día».

—Aquí está tu té, querida.

Ella se encogió bajo los sábanas y se dispuso a mirarlo a la cara. Lo más triste de todo, pensó, era que él no tenía ni la más mínima idea de lo desgraciada que era. En su pequeño mundo de color de rosa todo era perfecto y hermoso. Él no sabía lo vieja e inútil que hacía que se sintiese y probablemente nunca lo sabría. Respiró hondo y se giró para quedar tumbada de espaldas antes de levantar las sábanas y coger el té que le ofrecía.

—He pasado una mala noche —se quejó al mirarlo—. He pasado frío toda la noche. No hacía más que despertarme porque no dejabas de quitarme las mantas.

—Lo siento, mi amor. No me he dado cuenta.

—Y si no me mantenía despierta el frío, lo hacían tus ronquidos.

—No puedo remediarlo. Si hubiera algo que pudiera hacer... Él dejó de hablar. En silencio, se quedó mirando a su mujer, que le devolvía la mirada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó y dio un sorbo a la taza de té. Charlie seguía mirándola.

—Para decirlo bien claro, encuentra cualquier otra cosa a la que mirar —maldijo ella antes de tomar otro sorbo.

Con un súbito manotazo Charlie tiró la taza de las manos de su mujer, que se fue a estampar contra la pared, lanzando chorretones de té que se deslizaron por el empapelado clásico de color rosa pálido. Desconcertada, Susan contempló cómo las gotas del caliente líquido marrón se deslizaban por la pared. «¿Qué demonios le pasa?», se preguntaba. De una forma extraña, se había excitado con esa inesperada demostración de fortaleza y espontaneidad.

Detrás de ella, Charlie se sacó rápidamente el cinturón de su albornoz. Empujándola hacia delante y agarrando con fuerza su hombro con una mano, le dio dos vueltas al cinturón alrededor de su cuello y empezó a apretar. Presa del pánico, con los ojos saliéndose de las órbitas y el cuello ardiendo, Susan luchaba para respirar. Pataleaba y se retorcía bajo las sábanas e intentaba agarrar su cuello en un intento desesperado de quitarse el cinturón. Su fuerza no podía competir con la de él.

Charlie apretó el cinturón más y más, hasta que salió el último aliento del cuerpo de su mujer.

8

Otro maldito día perdido. El día ha empezado despacio. Me levanté tarde (lo que realmente ha enfadado a Lizzie porque por una vez se ha tenido que levantar y cuidar de los niños) y he hecho un esfuerzo consciente por hacer lo mínimo posible. Mañana vuelvo al trabajo y necesito relajarme. Siempre hay algo que hacer o hay alguien que te necesita. Liz me ha estado persiguiendo durante semanas para que arregle el pestillo de la puerta del baño y hoy, finalmente, lo he hecho. Era lo último que quería hacer, pero ya no soportaba más sus quejas constantes cada vez que utilizaba el maldito baño. Joder, todos los demás nos las arreglábamos sin ningún problema. ¿Por qué era tan importante para ella?

He trabajado en la puerta mientras Lizzie hacía la comida. Lo que debía ser una tarea de diez minutos se ha acabado convirtiendo en una hora y media. He tenido a los niños corriendo alrededor de mí durante todo el rato, haciendo preguntas y poniéndose en medio; después el pestillo no era del tamaño adecuado, después compré uno demasiado grande... Perdí la paciencia y casi le di una patada a la puerta, pero finalmente conseguí colocarlo. Espero que Lizzie esté satisfecha. Ahora tendrá que buscar otra razón para quejarse.

Y ahora nos estamos aproximando a la casa de Harry y el fin de semana casi ha terminado. Harry no me importa, pero parece que él tiene un gran problema conmigo. Él piensa que no soy lo suficientemente bueno para su hijita y eso, aunque nunca lo expresa con tanta claridad, está implícito en casi todo lo que me dice. Habitualmente consigo que todo eso me resbale, pero cuando el día ha sido tan frustrante como hoy y el lunes por la mañana ya se vislumbra en el horizonte, podría pasar sin ello.

Paramos junto a la casa de estrecho jardín y los niños empiezan a animarse y a excitarse. Les gusta mucho estar con el abuelo. La verdad es que toleran el tiempo que pasan con Harry, pero están muy animados porque saben que les dará caramelos o le sacarán cualquier otra cosa antes de que volvamos a casa.

—Hoy no quiero ninguna discusión —dice Liz mientras esperamos a que abra la puerta. Creía que estaba hablando con los niños pero me doy cuenta de que me está mirando.

—Yo nunca discuto con tu padre —le explico—. Él discute conmigo. Hay una diferencia, ¿sabes?

—No me interesa —contesta cuando suena el clic del pestillo—. Sólo sé simpático.

La puerta se abre hacia adentro. Harry abre los brazos y los niños corren hacia él, dándole un abrazo de compromiso antes de desaparecer en el interior para revolver la casa.

—Hola, amor —le dice a Lizzie cuando ella le da un abrazo.

—¿Estás bien, papá?

—Bien —sonríe—. Ahora mejor. He estado esperando todo el día para veros a todos.

Lizzie sigue a las niños al interior de la casa. Yo entro, me limpio los zapatos y cierro la puerta.

—Harry —digo como saludo. No tenía intención de que sonara abrupto pero lo ha sido.

—Daniel —contesta igualmente abrupto. Se da la vuelta y camina hacia la cocina—. Voy a poner la tetera.

Paso por encima de los niños (que ya están tirados en el suelo de la sala de estar) y me dirijo hacia mi refugio habitual: el sillón que hay en el rincón, junto a la ventana trasera. De paso cojo el periódico del domingo de la mesita de café. Hundir la cabeza en el diario de Harry siempre me ayuda a superar estas largas y monótonas visitas.

Pasan un par de minutos antes de que reaparezca Harry con una bandeja de bebidas. Un infame té con leche para Liz y para mí, y un zumo de frutas, igualmente flojo y diluido, para los niños. Cojo mi taza de té.

—Gracias —digo en voz baja. No me responde. Casi ni me mira.

Me siento en la esquina del salón y empiezo a leer. No estoy interesado ni en política ni en finanzas, ni en viajes ni en las secciones de moda y estilo. Me voy directamente a las tiras cómicas. Éste es el nivel al que puedo llegar hoy.

Llevamos aquí casi una hora y apenas he dicho una palabra. Lizzie ha estado cabeceando en el sofá, al otro lado de la sala, y Harry ha estado sentado en el suelo con los chicos. No hay duda de que se lo pasan bien juntos. Se está riendo y bromeando con ellos, y a ellos les gusta. Sinceramente, me hace sentir como un mal padre. No me gusta estar con los niños como a él. Quizá sea porque él se puede alejar de ellos cuando quiere y nosotros no. Me agotan y sé que a Lizzie le pasa lo mismo. Todo resulta un esfuerzo cuando tienes hijos.

—¡El abuelo acaba de hacer desaparecer una moneda! —chilla Ellis, tirando de la pernera de mi pantalón. Harry se considera una especie de mago aficionado. Siempre está haciendo desparecer y reaparecer cosas. La niña chilla de nuevo cuando «mágicamente» el abuelo encuentra la moneda detrás de su oreja. No se necesita demasiado para impresionar a una niña de cuatro años...

—Tu tío Keith vuelve a estar en el hospital —dice Harry, dándose la vuelta para hablar con Lizzie, que se estira y se sienta bien.

—¿Cómo lo lleva Annie? —pregunta, mientras se cubre la boca con la mano al bostezar.

Ni siquiera oigo la respuesta de Harry. No conozco a tío Keith ni a tía Annie y supongo que nunca lo haré. Sin embargo, me siento como si los conociera por las innumerables veces que he estado sentado aquí, escuchando las historias triviales e interminables sobre sus vacías vidas al otro lado del país. Esto pasa la mayor parte de los domingos por la tarde. Liz y Harry empiezan a hablar sobre familiares y conocidos, y yo simplemente desconecto. Ahora, hasta que volvamos a casa, no dejarán de hablar sobre gente que no conozco y lugares en los que nunca he estado.

—¿Os importa si pongo el fútbol? —pregunto al darme cuenta de la hora e intentando encontrar un medio para mantenerme despierto. Harry y Lizzie me miran, sorprendidos de que haya hablado.

—Tú verás —gruñe Harry, como si mirar el partido le fuera a impedir hablar o hacer algo más importante. La verdad es que le gusta el fútbol tanto como a mí. Enciendo la tele y la habitación se llena repentinamente de ruido. Juro que se está quedando sordo. El volumen está casi al máximo. Lo bajo y estoy a punto de cambiar de canal cuando me quedo paralizado.

—Dios santo —digo en voz baja.

—¿Qué ocurre? —pregunta Liz.

—¿Has visto eso?

Señalo la pantalla. Es el mismo canal de noticias que estuve viendo anoche. También se trata de la misma historia. La violencia que había visto emitir casi en directo parece que se ha seguido extendiendo. Parece como si una oleada de incidentes hubiera atravesado nuestra ciudad. Aunque ahora parece más tranquilo, la pantalla muestra imágenes de edificios dañados y calles llenas de restos destrozados.

—Lo he visto antes —dice Harry—. Es una maldita desgracia, si quieres saber mi opinión.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Liz.

—¿No has visto hoy las noticias?

—Ya sabes lo que ocurre en nuestra casa, papá —contesta mientras se gira para tener una mejor visión de la pantalla—. Somos los últimos de la fila cuando se trata de escoger lo que se ve en la tele.

—Tienes que empezar a imponerte —se queja, mirando directamente hacia mí, intentando que muerda el anzuelo—. Demuéstrales quién está al mando. Nunca debes dejar que los niños lleven la batuta.

Lo ignoro y le contesto a Liz.

—Anoche hubo algunos problemas —le explico—. Lo vi antes de irme a la cama. Hubo algunos incidentes por toda la ciudad que se descontrolaron.

—¿Qué quieres decir con que se descontrolaron?

—Ya sabes lo que pasa los sábados en la ciudad. Si hay una noche en que las cosas se pueden salir de madre siempre es el sábado. Las calles están llenas de idiotas borrachos y drogados hasta las cejas. La policía no puede controlarlos. Aparentemente todo empezó con una pelea en un bar que se les fue de las manos. Más y más gente se implicó y acabó en un disturbio.

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