—No lo pillo.
—¿Recuerdos los perros peligrosos? —pregunto. Niega con la cabeza y frunce de nuevo la cara—. Hace unos años una chica del barrio fue atacada por el
rottweiler
de un vecino, ¿recuerdas? Le destrozó la cara y necesitó cirugía, creo. Sacrificaron al perro.
—¿Y? ¿Qué tiene eso que ver con lo que está ocurriendo ahora?
—Pues hasta que saltó esa historia nadie había oído hablar de perros que atacaban a los niños, ¿o no? Pero tan pronto llego a los diarios, de repente aparecieron historias sobre incidentes similares que ocurrían por todas partes. Ahora sólo vuelves a oír que ocurre algo así de higos a brevas.
—¿Dónde quieres ir a parar? ¿Estás diciendo que no atacaron a esos niños?
—No, nada de eso. Lo que intento decir es que cosas como ésas deben ocurrir continuamente pero nadie les presta atención. Sin embargo, en cuanto llega a las noticias empiezan a informar de ello y antes de que te des cuenta hay perros mordiendo a niños en cada esquina.
—No estoy segura de que esté de acuerdo contigo —dice en voz baja—. Ni siquiera estoy segura de qué estás hablando. No ha habido nada de esta escala antes...
—Creo que esos idiotas —explico, señalando a la tele— están haciendo más mal que bien. Al darle a esa gente un nombre y minutos de emisión están glorificando sea lo que sea que esté ocurriendo y haciendo que supere cualquier proporción. La gente está viendo la violencia, la rebelión y la notoriedad en la tele y están pensando: yo también quiero un poco de eso.
—Tonterías. Empiezas a parecerte a papá.
—No son tonterías. ¿Recuerdas los disturbios del pasado verano? —pregunto, con la fortuna de haber recordado otro ejemplo para fortalecer mi débil argumento. Hace unos ocho meses hubo una oleada de disturbios raciales en algunas de las grandes ciudades, la nuestra incluida. Lizzie asiente con la cabeza.
—¿Qué pasa con ellos?
—Otra vez lo mismo. Alguien empezó un incidente menor en alguna callejuela de cualquier sitio. Los medios se hicieron eco y el problema pareció cien veces peor de lo que era. Fue la forma en que dieron la información lo que hizo que se extendiera y quizás eso es lo que está ocurriendo ahora. En algún sitio existe una problema real que llega a las noticias y antes de que te des cuenta hay bandas en todas las ciudades creando problemas, utilizando como excusa lo que causó el primer conflicto.
—¿Y realmente te crees eso?
Sigo callado. Honestamente no sé lo que creo.
—Creo que estás diciendo sandeces —añade con brusquedad—. Nada de lo que has dicho explica por qué he visto como un chico de once años, perfectamente sano y normal, le ha dado esta mañana una paliza a la directora, ¿o si lo explica?
Aún sigo callado. Me siento aliviado cuando, después de mucho tiempo, dan algo nuevo en el canal de noticias. Los presentadores habituales, sentados detrás de la mesa que parece muy cara, han desaparecido y ahora vemos una mesa redonda entre cuatro personas que son probablemente políticos o expertos en un campo o en otro. Ya llevan hablando unos cuantos minutos, de manera que nos hemos perdido las presentaciones.
—¿Qué serán capaces de decirnos? —gruño—. ¿Cómo puede ser esa gente expertos si nadie sabe aún lo que está ocurriendo?
—Cállate para que podamos escuchar —suspira Lizzie.
No puedo evitar ser escéptico. Toda la puesta en escena me recuerda el inicio de esa película,
Amanecer de los muertos,
donde los puntos de vista de un llamado experto son destrozados por un presentador de televisión que no cree en ellos. Sé que no se trata de un apocalipsis zombi pero la forma en la que esas personas están hablando entre sí hace que parezca inquietantemente similar. Ninguno de ellos está respaldando lo que dice con hechos. Nadie tiene nada que ofrecer más que teorías e ideas a medio elaborar. Nadie parece creer en lo que están diciendo los demás.
—Las fuerzas policiales están operando a plena capacidad y nuestros hospitales están esforzándose para atender el aumento de heridos —está diciendo una señora de cabello gris—. La situación tiene que estar pronto bajo control o no tendremos capacidad de reacción. Si esta situación continúa indefinidamente y creciendo corremos el peligro de llegar al punto de saturación y entonces no podremos controlar lo que está ocurriendo.
—Pero ¿qué está ocurriendo? —pregunta alguien al fin. Se trata de un hombre de mediana edad. Creo que es médico. No estoy seguro si es un médico o un loquero—. Con toda seguridad nuestra prioridad debe ser identificar la causa y resolverla en primer lugar.
—Yo creo que en esta situación la causa y el efecto son lo mismo —dice un hombre pequeño y calvo (quien, creo, es un político bastante bregado)—. La gente está reaccionando ante lo que ve en las calles, y sus reacciones provocan que la situación parezca mucho peor de lo que en realidad es.
—Ves —digo, dándole con el codo a Liz.
—Shh... —sisea.
—¿Realmente se cree eso? —le reta el otro hombre—.
¿Realmente cree que todo esto está ocurriendo puramente como consecuencia de la violencia a la que ya hemos asistido?
—La violencia es un producto residual —dice la señora del cabello gris.
—La violencia es arte y parte del problema —argumenta el político—. La violencia es el problema. En cuanto hayamos restablecido el orden podemos empezar a...
—La violencia es un producto residual —repite la señora del pelo gris, enojada porque la han interrumpido—. Usted tiene razón al decir que hay una gran parte de violencia de imitación, pero la violencia no es la causa. Existe una razón subyacente para lo que está ocurriendo que es necesario identificar antes...
—No hay ninguna evidencia que sugiera que ése sea el caso —replica rápidamente el político.
—No hay ninguna evidencia publicada que sugiera que ése sea el caso —interrumpe el hombre de mediana edad—, pero ¿cuánta información se está reteniendo? Esto no tiene precedentes. Con una escalada de este nivel tiene que existir alguna causa identificable, ¿o no? Para que esto pueda ocurrir con independencia en tantos sitios a la vez tiene que existir una causa identificable.
—Si contempla en perspectiva lo que hemos visto estos últimos días —replica el político moviendo la cabeza— ha habido un incremento constante en los niveles de violencia registrados alrededor de las grandes ciudades donde existen altos niveles de contaminación. Eso es totalmente previsible. En situaciones como ésta, mientras más personas están concentradas en un área geográfica concreta, más evidente es que allí aparezcan los problemas...
He dejado de escuchar. Me parece que ese burócrata se ha lanzado a una discusión acordada de antemano, en la que sin duda va a negar cualquier intento de desviar la atención y la existencia de información oculta. Todo esto suena a más mierda. Los demás participantes en el debate lo acosan, pero aunque se escurre y se esfuerza por mantener el control, al final permanece con los labios sellados. Tengo la sensación de que este programa se ha planteado como un ejercicio de relaciones públicas pero ha fracasado miserablemente. La incomodidad del político y la forma en la que claramente está evitando las preguntas que le plantean los demás puede significar dos cosas: o el gobierno sabe perfectamente lo que está pasando y ha decidido no explicárselo al público, o las autoridades no tienen verdaderamente ni idea. Las dos alternativas son terribles.
Veinte minutos más del canal de noticias y mis ojos se han empezado a cerrar. El debate ha terminado y han vuelto los titulares. Dicen que quizá pidan ayuda a los militares para mantener la ley y el orden si la policía se ve superada, como sugería la experta de cabello gris en el debate anterior. También dicen que el problema se limita principalmente a las grandes ciudades y que, por el momento, no hay informes de que se haya extendido al campo. Lo más preocupante de todo es el rumor sobre un toque de queda nocturno y la adopción de otras restricciones para mantener a la gente alejada de las calles y de la posibilidad de que se vean las caras.
Lo que me preocupa es lo que no se dice. Me sorprende que nadie parezca tener la más mínima idea de lo que está pasando.
Jeremy Pearson se sentía a punto de caer enfermo. Se había sentido bien mientras lo preparaban para la operación, pero ahora que estaba en la mesa de operaciones con la gente reunida a su alrededor, las máquinas pitando y zumbando, y esa enorme luz circular colgada sobre él, empezaba a sentir náuseas y se le iba la cabeza. Se debería haber decidido por una anestesia general y no local, pensó para sí mismo cuando vio aproximarse al doctor Panesar, el cirujano. «Ya estoy pagando bastante por la operación tal cual, una anestesia general habría costado mucho más...»
—De acuerdo, señor Pearson —dijo Panesar a través de la mascarilla verde—, ¿cómo se encuentra?
—No demasiado bien —murmuró Pearson, demasiado asustado para moverse. Tenía el cuerpo tenso bajo la sábana y la toalla que lo cubría.
—Esto no nos va a llevar demasiado tiempo —explicó el doctor Panesar, ignorando los nervios de su paciente—. La suya será la cuarta vasectomía que practico hoy y ninguna de ellas ha durado más de media hora. Lo sacaremos de aquí antes de que se dé cuenta.
Pearson no contestó. Se estaba mareando. Quizás era por el calor del quirófano o sólo era el pensar en lo que estaba a punto de ocurrirle lo que le hacía sentir de esa manera. ¿Era normal? ¿Estaba teniendo una reacción al anestésico que habían utilizado para amortiguar la sensibilidad de sus huevos?
—No me siento... —intentó decirle a la enfermera que tenía al lado, cogiéndola del brazo. Ella lo miró y, viendo que se estaba moviendo, le puso una máscara de oxígeno sobre la cara.
—Todo irá bien —le animó—. Tome un poco de aire e intente pensar en otra cosa.
Pearson intentó responder pero sus palabras se perdieron bajo la máscara. ¿Cómo puedo pensar en otra cosa cuando alguien está a punto de cortarme los huevos?
—¿Es usted aficionado al críquet? —preguntó un enfermero mayor al otro lado. Pearson asintió—. ¿Ha visto hoy el reportaje? No lo hemos hecho mal del todo.
El oxígeno estaba empezando a aliviarle las náuseas. Eso estaba mejor. Ahora empezaba a sentirse más relajado...
—De acuerdo, señor Pearson —dijo alegremente el doctor Panesar, levantando la vista de la zona a operar—. Ya estamos listos para empezar. En la consulta ya le expliqué lo que voy a hacer, ¿no? Se trata de un procedimiento muy pequeño. Sólo voy a hacer dos incisiones, una a cada lado de su escroto, ¿de acuerdo?
Pearson asintió. «No quiero saber lo que vas a hacer —pensó—, sólo hazlo de una maldita vez».
—¿Se siente un poco mejor? —preguntó la enfermera, acariciando con amabilidad el dorso de su mano.
Volvió a asentir y ella le quitó la máscara de oxígeno. Ahora podía sentir cómo trabajaba el cirujano. Aunque sus genitales estaban anestesiados, podía seguir sintiendo movimientos alrededor de sus piernas y de vez en cuando alguien rozaba las yemas de sus dedos, que sobresalían de la mesa de operaciones. Más náuseas. Empezaba a sentirse mal de nuevo. «Jesús, piensa en algo para alejar la mente de todo esto», se gritaba a sí mismo en silencio. Intentó llenar la cabeza con imágenes y pensamientos: los niños, su esposa Emily, las vacaciones que habían reservado para dentro de unas semanas, el coche nuevo que había recogido la semana pasada... cualquier cosa. Mientras más lo intentaba, menos podía olvidar el hecho de que alguien estaba cortando su escroto con un escalpelo.
«¿Así es como me tengo que sentir? —pensó Pearson—. Tengo frío. No me encuentro bien. ¿Tiene que ser así o algo va mal?»
—No me encuentro bien... —murmuró.
La enfermera lo miró y le colocó de nuevo la máscara de oxígeno sobre la cara. El movimiento repentino hizo que el doctor Panesar levantase la mirada.
—¿Todo bien por ahí? —preguntó con una voz artificialmente alegre y animada—. ¿Se encuentra usted bien, señor Pearson?
—Está bien —contestó la enfermera, su voz también despreocupada y artificial—, un poco mareado, eso es todo.
—Nada de qué preocuparse —comentó el cirujano al dar un paso alrededor de la mesa y mirar su paciente a la cara. Los ojos de Pearson, muy abiertos y asustados, danzaban alrededor de la sala, bizqueando bajo la luz intensa que caía sobre su cuerpo tendido. El doctor Panesar se quedó parado, mirándolo fijamente.
—¿Doctor Panesar? —preguntó la enfermera.
Nada.
—¿Está todo en orden, doctor Panesar?
Panesar se tambaleó hacia atrás, hasta el otro extremo de la mesa, los ojos aún fijos en el rostro de Pearson.
—¿Se encuentra bien, doctor Panesar? —preguntó su asistente. No hubo respuesta—. ¿Doctor Panesar —preguntó de nuevo—, se encuentra bien?
Panesar se volvió a mirar a su colega y aferró con más fuerza el escalpelo. Volviéndose a inclinar dio un tajo de través a los genitales expuestos de Pearson, cortándole los testículos y el paquete escrotal. La sangre empezó a manar de las venas y arterias seccionadas, salpicando toda la mesa de operaciones.
—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó el asistente. Empujó a un lado a Panesar e intentó agarrarle la mano y quitarle el escalpelo. Delirando de pánico, Panesar se giró y cortó al hombre con la hoja en una línea diagonal desde el hombro derecho.
El pánico se adueñó del quirófano. El equipo se alejaba a medida que el cirujano se les acercaba. Pearson estaba tendido, indefenso en la mesa de operaciones, girando la cabeza desesperadamente de un lado al otro, intentando ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Cubierto de sangre y blandiendo aún el escalpelo, Panesar huyó del quirófano. Pearson vio que corría. ¿Qué demonios estaba pasando? Joder, de repente se sintió raro. Se sentía frío y tembloroso, pero sus piernas estaban calientes. ¿Y por qué estaba todo el mundo tan asustado? ¿Por qué todos esos movimientos súbitos? ¿Por qué se han ido las enfermeras al otro extremo de la mesa y de dónde sale toda esa sangre?
Aún anestesiado, ajeno e ignorante del caos que se estaba extendiendo rápidamente por el hospital privado y del hecho que se estaba desangrando con rapidez, Pearson miró hacia la luz e intentó pensar en algo que no juera el hecho de que su cirujano acababa de desaparecer en medio de su vasectomía.
Hoy se percibe por todas partes una atmósfera extraña. Todos parecen estar al límite. Nadie está seguro de nada. Es como si todo el mundo se pensara dos veces lo que hace y se preocupase más de lo normal de lo que están haciendo los demás. Nuestra vida cotidiana y la rutina diaria se nos antojan de repente más complicadas que antes y aun así no estoy seguro de que haya cambiado nada.