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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (10 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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Por contraste, recordé la fotografía en la playa con Jeanot y me pregunté qué habría pasado para que Eva lo detestara ahora. Tal vez se hubiera sentido desplazada por una nueva amante, como la quinceañera que había servido el
brunch.

Dejando de lado estas cuitas de serie B, preferí preguntarle algo que me intrigaba desde hacía algunos días.

—¿Por qué me mandaste a la mierda cuando te solicité la entrevista?

Eva abrió un poco la ventanilla para que escapara el humo antes de contestar:

—Te confundí con un Daniel que me persigue. Después de montarme un numerito en medio de un concierto, ha tratado de ponerse en contacto conmigo de las formas más extrañas. Por eso pensé que eras él.

—¿Y lo de pervertido?

—Se bajó la bragueta delante del escenario mientras yo cantaba. Tenía una erección descomunal.

—Supongo que lo echaron los de seguridad.

Mientras entrábamos ya en los primeros suburbios de París, Eva me miró de reojo y esbozó una sonrisa. Estaba asombrada por mi ingenuidad.

—¿Seguridad? En el club donde tocaba hay un camarero y gracias. Suficiente para los cuatro gatos que vinieron a escucharme.

—¿Qué hiciste entonces?

—Paré el concierto y dije a través del micro algo como: «¿Alguien puede llevarse a este sacapichas?»

Intenté contener la risa en la oscuridad del coche. Me sorprendía que una canadiense, aunque fuera de origen hispano, utilizara aquel tipo de palabras. Esperando esclarecer aquellas dudas, decidí iniciar la entrevista sin más espera.

—¿Cómo es que hablas tan bien el castellano?

—Aunque nací en Montreal, mi madre era de Granada. Hablábamos en castellano. Me instalé en París cuando murió.

—¿Y tu padre? ¿Es canadiense?

—Supongo que sí.

—¿Supones…?

—Nunca lo conocí. Mi madre se quedó embarazada por inseminación artificial. El donante es secreto.

Antes de seguir preguntando, me dije que si Eva Winter tenía más o menos mi edad, lo de los bancos de semen era más antiguo de lo que yo suponía. Como no tardaríamos en llegar al sexto distrito, decidí poner la directa para que me contara lo que me interesaba saber.

—En el artículo —mentí—, quiero hacer bastante hincapié en las letras. Por eso voy a hacerte preguntas sobre cada una de las canciones.

—Yo no soy como Jeanot —protestó, cambiando repentinamente de humor—. No me gusta hablar de cómo están hechas mis canciones. Las canto y punto.

No entendía por qué se ponía en guardia, cuando en cambio me había revelado tan tranquilamente lo del padre anónimo. Aquella mujer no dejaba de desconcertarme.

—Tú cuenta sólo lo que quieras —repuse para apaciguarla—, pero necesito tener información para elaborar el reportaje.

—Puedes hablar del taller interactivo. Es una fantasmada, pero este tipo de movidas se llevan mucho ahora.
Yo la tengo
montó un concierto similar no hace tanto.

—Lo del taller me parece de un interés muy limitado —dije poniéndome serio—. Prefiero centrar el reportaje en ti. No deja de ser curioso que una canadiense de madre española se haya establecido en París.

—¿No te gusta París?

—Claro que me gusta. Pero no me parece la ciudad más adecuada para impulsar la carrera de alguien que canta en castellano.

Mi comentario pareció disgustar a Eva, que ya no respondió. Se limitó a conducir con expresión enfurruñada por el centro de París. De repente me sentí ridículo por estar representando aquella farsa. Volvía a mí la clásica pregunta de Bruce Chatwin: «¿Qué hago yo aquí?»

Decidí echar el resto para acabar de una vez. Si me daba otra negativa, ahí terminaba el presunto reportaje y mi estancia en la ciudad de las luces.

—Si no quieres hablarme de las canciones, necesito al menos conocer un poco de tu biografía. ¿Puedo preguntarte cosas sobre tu vida?

—Puedes, pero no ahora —respondió en tono más suave—. Estoy muerta. Llevo treinta y seis horas sin dormir y, además, conducir de noche me agota. Cuando caiga en la cama no me levantaré hasta mañana por la tarde.

—¿Qué tal mañana por la noche, entonces? —propuse más por inercia que por deseo.

—No suelo conceder entrevistas la noche de Navidad —dijo, recuperando el buen humor—. ¿En qué planeta vives?

Era la segunda vez que me lo preguntaba aquella larga jornada. Y no sin razón: había olvidado totalmente que al día siguiente era 24 de diciembre.

—Dejémoslo entonces —concluí, sintiéndome más ridículo todavía—. Será mejor que regrese ya a Barcelona, si es que encuentro plaza en algún vuelo. Te mandaré desde allí un cuestionario por correo electrónico, ¿vale?

Habíamos llegado ya a la esquina de la Rue Bonaparte con el Boulevard Saint Germain. Ella había detenido el coche y parecía meditar en silencio sobre lo que acababa de decirle.

Yo también estaba muerto de sueño y deseaba poner fin a esa historia estúpida. Sin embargo, antes de que pudiera despedirme, Eva me sorprendió con esta propuesta:

—¿Quieres pasar la Nochebuena conmigo?

No supe qué contestar. Era una idea algo peregrina celebrar una víspera así con alguien que conoces hace sólo catorce horas.

—Podemos tomar algo en el Drugstore de Champs Elysées —dijo— y pasear un poco por el París desierto. Es la única noche del año que no encuentras a nadie.

Aquella cita insólita revelaba que Eva estaba tan sola como yo. Únicamente un mendigo que no tiene a nadie en el mundo compartiría la Nochebuena con un desconocido.

Tomando mi silencio por una aceptación, Eva garabateó un número en un papel y dijo:

—Aquí tienes mi móvil. Llámame a partir de las seis, no creo que me levante antes.

Mientras guardaba el papel en el bolsillo del pantalón, un coche empezó a pitar compulsivamente detrás de nosotros.

—De acuerdo —respondí aturdido mientras abría la puerta—. Gracias por acompañarme al Hotel.

Como toda despedida, Eva Winter tendió uno de sus largos brazos para poner el reverso de su mano a la altura de mis labios. Sin entender a qué venía aquella galantería, agarré con suavidad sus dedos y deposité un beso sobre su mano.

Luego cerró la puerta y me dirigió una última sonrisa a través del cristal antes de arrancar.

Daños colaterales

Al entrar en la pomposa recepción del hotel Saint Germain des Prés me di cuenta de que debía de tener mala pinta, ya que el portero trató de impedirme la entrada.

—He sufrido un accidente —me expliqué en francés—. Tengo mi equipaje aquí, puede dar mi nombre en recepción.

Me indicó que me esperara alzando la palma de la mano. Tras un breve cuchicheo con la recepcionista, que me escrutó severa desde su puesto, se me permitió cruzar el tapiz rojo hasta el mostrador.

—Esta mañana tenía usted el
check out
a las diez —dijo mientras miraba alternativamente mi ficha y el reloj, que marcaba las dos de la madrugada—. Por lo tanto deberá abonar las dos noches extra más una tercera.

—De acuerdo, eso significa entonces que aún tengo habitación, ¿no?

—Lamento comunicarle que el hotel está lleno —respondió en un tono impersonal—. Estamos en vísperas de fiestas.

—No lo entiendo —protesté—. Si me cobran esta noche, al menos tengo derecho a usar la habitación.

La recepcionista respiró hondamente antes de decir:

—Ya está ocupada. Su equipaje ha estado aparcado allí hasta media tarde. Al ver que no hacía el
check out
ni comunicaba a recepción que alargaba su estancia, hemos tenido que guardar sus cosas en nuestra consigna.

—Me niego a pagar una habitación donde está durmiendo otra persona —dije poniéndome firme—. Porque seguro que también ha pagado los ciento noventa euros.

Mi razonamiento debió de parecer convincente, ya que la recepcionista me pidió que esperara un momento y realizó una rápida llamada. Como nadie respondió al otro lado, al colgar el teléfono tuvo que decidir por ella misma.

—De acuerdo —claudicó—, se le cobrarán sólo las dos noches extra. Luego el portero lo acompañará hasta la consigna. ¿Tarjeta o efectivo?

—Tarjeta.

Mientras maldecía la idea de buscar un hotel en París a las dos de la madrugada, busqué la cartera en el bolsillo interior de mi abrigo.

Pero la cartera había desaparecido.

Víctima del pánico, me saqué el abrigo y revisé cada uno de los bolsillos, también los del pantalón y el de la camisa que llevaba bajo el jersey.

Nada.

—Creo que me han robado a raíz del accidente —declaré, sudando—. En la cartera llevaba la tarjeta de crédito y la documentación. ¿Me permite llamar a la policía?

La recepcionista me dirigió una mirada desconfiada y marcó con un círculo un plano de la zona. Al entregármelo, se expresó en tono gélido:

—No necesita llamar. La gendarmería está a dos pasos de aquí.

Tomé el plano con rabia. Tenía la sensación de haber caído en una espiral de desgracias que me arrastraba hacia un fondo aún por conocer.

—En todo caso, quisiera recuperar mi maleta —dije—. Si voy a alojarme en otro hotel, necesito ropa para cambiarme.

—Lo lamento mucho, pero no nos es permitido abrir la consigna hasta que el cliente satisface el importe debido. Son normas de la casa.

Estaba a punto de montar un escándalo, pero la mirada penetrante del portero me hizo saber que iba a tener problemas si no me iba de inmediato.

—Aprovecharé la visita a la comisaría para denunciar también este hotel —la amenacé mientras daba media vuelta.

—Es decisión suya —repuso la recepcionista sin alterarse.

Una vez en la calle, volví a revisar los bolsillos del abrigo. Pero todo lo que encontré fue el teléfono móvil —apagado desde mi llegada a París—, un billete de cincuenta euros y el libro ámbar de
El jardín secreto.
También tenía el teléfono de Eva Winter, a quien decidí llamar para salir del atolladero.

Azotado por una brisa helada y envolvente, vi cómo la pantalla del móvil se encendía tras un largo letargo. Tal vez no había sido tan buena idea desconectarme del mundo, me dije, ya que a los pocos segundos entraron una docena de mensajes, la mayoría llamadas perdidas del estudio.

Los problemas de IMAGO/27 eran lo último que me preocupaba en aquel momento, así que llamé directamente a Eva con la esperanza de que aún no se hubiera metido en la cama.

Su voz soñolienta tardó medio minuto en surgir del otro lado:

—Alo?

—Soy Daniel, el periodista. Disculpa que te llame a estas horas.

—¿Qué quieres?

El tono de su voz denotaba más perplejidad que enfado. Dije lo siguiente de corrido, por miedo a que me colgara antes de que pudiera terminar:

—Me lo han robado todo. Hasta que arregle este lío no tengo dónde caerme muerto. No me quieren ni en el hotel.

Al otro lado oí una breve risita. Luego Eva respondió:

—No seas trágico. Vente a dormir a casa y mañana lo arreglas.

—Gracias infinitas. Si me das la dirección, tomaré un taxi ahora mismo. ¿Me llega con cincuenta euros?

—Yo creo que sí. Daniel, ahora voy a colgar. Te mando un SMS con mi dirección y las claves de entrada, ¿vale? Dejaré la llave del apartamento bajo la alfombrilla de la puerta.

Dicho esto, cortó la comunicación sin más ceremonia.

En los siguientes minutos no sucedió nada. Ya me temía que Eva Winter se hubiera quedado dormida bajo el efecto de alguna pastilla, cuando un nuevo mensaje se iluminó en mi móvil.

RUE DES DAMES 16,4
o
2ª,
AAGZ, MC39

No me costó encontrar un taxi en el Boulevard Saint Germain. El chófer era un hombre de facciones indias que tenía el salpicadero del coche lleno de símbolos cristianos. Le mostré el billete de cincuenta euros y le pregunté si era suficiente para llegar al destino.

El taxista movió la cabeza de lado a lado, como es costumbre en la India para decir «sí». Luego tomó el billete y lo puso bajo una estatuilla de la Virgen, que hizo de pisapapeles.

Con la sospecha de que no me devolvería el cambio, me acomodé en el asiento de cuero y cerré los ojos mientras el taxi atravesaba la madrugada de París.

Tú eres importante para mí

La Rue des Dames resultó estar cerca de la Place de Clichy, en el distrito 17°. Al bajar del taxi con lo puesto, como un
clochard
[3]
tuve la ilusión de que mi suerte iba a cambiar, ya que el taxista me entregó religiosamente un cambio de veintiocho euros y cuarenta céntimos.

Ése era todo mi patrimonio hasta que lograra salir del pozo en el que me había metido.

Tras asegurarme de que aquél era el portal, introduje en el panel que daba a la calle las cuatro letras de la primera clave. La puerta se desbloqueó con un suave zumbido.

El corto pasillo de entrada al interior del edificio terminaba en otra puerta cerrada con su propia botonera. Asombrado con aquellas medidas de seguridad, consulté nuevamente el mensaje e introduje la segunda clave, formada por dos letras y dos números. También esa puerta se abrió para mi alivio.

Acto seguido me metí en el ascensor, que era muy angosto, y subí hasta la cuarta planta. Tal como me había dicho Eva, la llave se hallaba bajo un felpudo en forma de gato. «Buena chica», pensé mientras contemplaba el llavero, que tenía una medalla de plata con una niña anticuada sentada sobre la hierba.

Hice girar la llave en la cerradura con cuidado de no hacer ruido. Al abrir la puerta vi que Eva había dejado encendida una lámpara de pie en el pequeño salón. Iluminaba un sofá con una almohada sobre una nórdica doblada. Entendí que era allí donde tenía que dormir. Aparte de aquel saloncito, el apartamento constaba de un baño minúsculo y de una cocina tan estrecha que había que entrar de lado.

Había una tercera puerta que estaba cerrada; supuse que era la habitación donde Eva estaba durmiendo.

Antes de acomodarme en la cama eché un vistazo a la guarida de la que había sido mi última musa en Barcelona. Aunque había cierto desorden, olía a limpio y estaba arreglada con gusto. Los muebles sesenteros de IKEA combinaban bien con las paredes decoradas con portadas de vinilos. Dominaban los discos de jazz y blues con enormes tipografías.

Tras esta inspección superficial, me desvestí a toda prisa y fui al baño a asearme un poco. Como la mayoría de los lavabos de mujeres, el estante estaba lleno de cremas y aceites de complejos nombres. El espejo no tenía una sola mancha en su superficie.

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