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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (4 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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El timbre de la puerta interrumpió estas conjeturas de tres al cuarto.

Era el mensajero, a quien entregué el bolso Chloe con el secreto deseo de que lo perdiera de camino a la guarida de Desirée.

Tras firmar el albarán, volví al sofá y escuché la segunda canción del disco. Tenía un ritmo más animado y hablaba de un adolescente que escribe durante las vacaciones una larga carta de amor a la compañera de clase de quien está enamorado. Como suele suceder en estos casos, una semana después obtiene una respuesta dolorosamente frustrante. El amor platónico del chico aniquila en su respuesta cualquier esperanza de felicidad compartida, excepto la amistad sana y normal entre dos compañeros de clase.

Justamente ése era el título de la canción: «Sólo amigos.»

También yo había pasado por ese trance —con carta y todo— como último intento de enamorar a Helena, y puedo asegurar que el «Sólo amigos» es el mayor insulto que te pueden asestar cuando te mueres por los huesos de alguien.

Aunque todo esto era contado —y cantado— por una Eva Winter en estado de gracia, no pude evitar sentirme absolutamente vulgar. Uno piensa que ha vivido cosas únicas y especiales y, de repente, descubre que le ha pasado lo mismo que a todo el mundo. Es ridículo haber concedido en su momento tanta importancia a lugares comunes.

Mientras sonaban los compases finales, repasé en el estuche el listado de canciones. Eran once en total, pero ninguna se llamaba «Ojalá estuvieras aquí». Tal vez fuera sólo un velado homenaje al emblemático disco de Pink Floyd.

El tercer tema, «Islandia», era una balada deliciosa sobre alguien que sueña repetidamente que puede volar, mientras en la vigilia vive aplastado por una rutina que lo inmoviliza. La estrofa inicial me dejó paralizado:

No has ido nunca a Islandia,

pero has recorrido mil veces

su litoral con el dedo,

como si el mapa fuera una radiografía

de tu corazón helado.

En este punto detuve el disco.

Toda mi vida había deseado ir a Islandia y, ciertamente, en mi infancia había recorrido mil veces la silueta de la isla en un viejo atlas que todavía conservaba. En su interior guardaba incluso un recorte sobre la presidenta Vigdís Finnbogadóttir, la primera mujer en el mundo elegida jefe de Estado en sufragio universal.

Había intentado, en vano, convencer a Desirée de que fuéramos allí para nuestra luna de miel, pero se negaba a pasar quince días de agosto a diez grados cuando podía broncear su piel en un exclusivo
resort
de las Maldivas.

¿Sería también Eva Winter una entusiasta de Islandia como yo? Tal vez el suyo fuera un nombre artístico —cantaba en un perfecto castellano— por su afición a los hielos.

Fuera como fuese, había demasiadas afinidades entre aquel disco y mi biografía para quedarme cruzado de brazos. Si Eva Winter era mi alma gemela, quería averiguar todo lo posible sobre ella. Tal vez descubriría incluso algo de mí mismo que necesitaba saber, una salida del laberinto en el que me encontraba.

Puse el ordenador portátil en mi regazo y escribí en el buscador «Eva Winter». Luego golpeé el botón de
enter
como si lanzara un mortífero misil. Y en cierto modo iba a ser así, aunque la bomba tardaría aún unos días en estallar.

Entre el listado de sitios web encontrados cliqué sobre el oficial de la cantante. Tras un complicado mar de ondas diseñado con Flash, apareció la página de inicio. En el centro estaba Eva Winter sentada de espaldas con los pelos revueltos y una guitarra acústica en las manos. A su alrededor giraban seis lunas relucientes con las diferentes opciones del menú.

Era a todas luces una página web poco práctica —y poco elegante en comparación con la carátula del disco—, porque necesité varios intentos para acertar con el cursor en la opción BIO.

La referencia biográfica no podía ser más escueta, pero ya se sabe que hay personas a las que no les gusta hablar de sí mismas:

Eva Winter es una cantautora hispanocanadiense y
Ojalá estuvieras aquí
es el primer disco de su carrera. Después de una exitosa gira por Latinoamérica, se ha instalado en París para conquistar al público francés.

Al marcar sobre el icono DISCOS aparecía, lógicamente, sólo la cubierta del compacto y el listado de canciones, de las que se podía escuchar los primeros segundos.

No dejaba de ser chocante que una cantautora de mi edad hubiera engendrado un único trabajo discográfico. Tal vez Eva Winter era de esa clase de artistas que pulen una obra durante diez años hasta darla por acabada.

En la opción MANAGER se abrió la dirección de una agencia de París y una cuenta de correo electrónico. Acto seguido cliqué sobre CONCIERTOS y el siguiente mensaje parpadeó sobre la pantalla:

19 de diciembre, 22:30 h,

La Divette de Montmartre,

Rue Marcadet 136

Miré el calendario de mi reloj: jueves 10 de diciembre. Casi sentí envidia de aquellos que el sábado siguiente podrían ver y escuchar en directo a Eva Winter.

Tras varios intentos logré dar con el cursor sobre las lunas de las secciones NOTICIAS y OPINIONES. En ambos casos, el resultado fue un decepcionante «En construcción».

Yo mismo me hallaba en construcción. Siempre es más agradable pensar eso que aceptar que has sido derribado por las circunstancias.

El plan imposible

Tampoco el viernes acudí al estudio. Di unas cuantas instrucciones por teléfono y seguí encerrado en casa, donde me limitaba a dormir, comer y escuchar el disco. Con cada nueva audición descubría más retazos de mi propia biografía —diez de aquellas once canciones resumían diferentes etapas de mi estúpida existencia—, lo cual sólo lograba incrementar la confusión que me tenía paralizado.

Cualquiera que me hubiera visto en aquella situación, escuchando una y otra vez el disco con la cabeza en las nubes, hubiera pensado que estaba loco o que me había enamorado de Eva Winter, lo cual a mi edad también sería señal de locura.

Por este motivo, ni siquiera se me ocurrió llamar a Marta para agradecerle el regalo. Me sentía extrañamente agitado y a la vez incapaz de explicar lo que me sucedía. Algo se había «soltado» en mi interior, eso era todo lo que podía decir. Desde la llegada de
Ojalá estuvieras aquí,
mi apartamento se había convertido en una especie de limbo donde yo visionaba escenas de mi pasado y daba vueltas a mi futuro inmediato.

Si las primeras diez canciones eran como una recapitulación de mi biografía, la que cerraba el disco resultaba más inquietante si cabe. «Flores en la niebla» hablaba de un arquitecto que, tras años diseñando los sueños de otros, decide cruzar la frontera para abrazar su propio destino lejos de la maraña del pasado. Ese destino abrazable es una mujer frágil y morena —era imposible no pensar en Eva Winter— que espera la llegada del arquitecto desde la orilla izquierda del Sena.

En circunstancias normales, esta letra me habría provocado vergüenza ajena, pese a la elegante melodía de corte jazzístico. Pero mi identificación con las canciones anteriores y mi situación personal hacían que me reflejara en ese soñador que abandona su mundo en busca del amor verdadero. Que el protagonista fuera un arquitecto era sólo el último eslabón de la cadena de coincidencias.

El estribillo decía:

Atraviesa el fondo de mis ojos,

que han llorado de tanto esperarte,

y encontrarás flores en la niebla.

Como un adolescente que suspira por su ídolo, de repente me encontré imaginando cómo sería tomarse esa canción en serio y aparecer por París la noche del concierto. El sentido común decía que, tras gozar en multitud de las canciones de Eva Winter, saldría de la sala tan solo como había entrado.

Aquello era tan absurdo como innecesario, pero no sería el primero en hacer algo así: tomar un avión esperando que se produzca un milagro…, y regresar con la convicción de ser tonto de remate.

Precisamente porque sabía que era absurdo, me resultaba divertido escenificar desde el sofá del salón EL PLAN IMPOSIBLE, algo mucho más ambicioso que un viaje puntual para asistir a un concierto. Me preguntaba cómo sería dejarlo todo sin fecha de regreso, instalarme en un apartamento de París e intentar conocer a esa mujer con la que parecía compartir tantas cosas y que, además, me había llamado secretamente.

Mi entorno personal vería la aventura como una forma de espantar la depresión. Lo de Eva Winter sólo podía ser una excusa: primero porque un enamoramiento tan caprichoso no encajaba con mi mentalidad racional; segundo porque, desde el asesinato de John Lennon, los artistas no se dejan conocer por sus fans por mucho empeño que éstos pongan.

De embarcarme en algo así, yo mismo levantaría el dedo acusador y me diría: «Has montado todo este número para olvidar a Desirée.»

Probablemente también me atraía la aventura de conseguir algo que parecía imposible, porque desde mi ingreso en la edad adulta no había estado nunca enamorado hasta el punto de hacer algo tan aparatoso.

El sonido del teléfono me despertó del ensueño.

Me levanté del sofá con un lamentable sentimiento de vulnerabilidad, porque en esa llamada podía estar mi condena o mi salvación. Bastaba con que Desirée dijera algo como: «Lo he pensado mejor y creo que debemos darnos una segunda oportunidad.» Otro topicazo, pero al menos me conduciría a la casilla de salida, al punto en el que me había extraviado hasta llegar al estado actual.

Pero cuando alcancé el aparato, ya habían colgado.

¡No cierran nunca!

Transcurrió todo el sábado y medio domingo sin que me sintiera impulsado a romper mi aislamiento. Había llegado a un extraño punto de equilibrio en el que temía descalabrarme si hacía cualquier movimiento. Me alimentaba de agua, galletas y de la voz quebrada de Eva Winter, que había logrado que sintiera nostalgia de mí mismo.

Deseaba vivamente conocerla, preguntarle dónde había hallado la inspiración para componer aquellas letras, comprobar si éramos almas gemelas destinadas a encontrarse. Tal vez quince minutos de conversación bastarían para satisfacer mi curiosidad. Quince minutos cara a cara, lo cual no era pedir poco cuando se trata de una artista de masas.

Si lograba acceder a los camerinos, podía abrir fuego con una entrada presuntamente graciosa del tipo: «Vengo a reclamar mis derechos de autor, porque todo lo que cantas tiene que ver conmigo.»

O bien podría ser más avispado, a fin de cuentas se suponía que yo era un hombre de recursos que había montado un lucrativo estudio en tiempo récord. Podía hacerme pasar por periodista, conseguir credenciales incluso, y solicitar una entrevista formal para una revista musical de gran tiraje. Era dudoso que su mánager de París se molestara en comprobarlo.

Mi aspecto era lo bastante serio para que no me tomaran por un fan, y con la excusa de la entrevista —podía centrarla en los textos de las canciones— averiguaría muchas cosas sin levantar sospechas. Lo importante era que Eva Winter no supiera que había viajado sólo para conocerla, y representar el papel del periodista vividor que se ha trasladado a París para pulsar lo que se cuece en la bohemia. Eso evitaría cualquier peligro de acoso y la acercaría a mí. Si ella se relajaba, tal vez lograra incluso que aceptara una invitación para almorzar.

Todo eso sonaba muy bien. Sin embargo, yo carecía de la energía necesaria para llevar a cabo una farsa como ésa. Acostumbrado a las líneas rectas, para acercarme a Eva Winter necesitaba describir una curva muy bien calculada. Y me hallaba en tal estado de fragilidad que temía romperme.

Harto de mí mismo y de mis patéticos sueños, a las ocho de la tarde de aquel domingo decidí vestirme y salir a la calle.

La brisa fría me hizo volver repentinamente a la cordura, así que me encaminé como un autómata hacia el estudio, al que siempre iba andando. Tras cuatro días sin personarme por IMAGO/27, de repente me había invadido un ataque de responsabilidad. A fin de cuentas, uno debe ocuparse de aquello que ha creado. Ya lo decía el Principito: «Eres responsable de tu rosa.»

Pese a todo, al abrir la puerta y encender las luces me invadió un desfallecimiento mortal, como si el resplandor que iluminaba uniformemente la sala pusiera al descubierto mis miserias. Casi me disgustó comprobar que todo se encontraba igual que si yo hubiera estado allí al pie del cañón.

En cada «isla de trabajo» —así llamábamos los grupos de mesas de melamina blanca— había un racional desorden de planos, fotografías, lápices y escalímetros, con el monitor de pantalla plana como límite, además de los catálogos y las memorias de los proyectos. En un cuartito adjunto parpadeaba el servidor, cerebro y archivo de todo ese galimatías. Se notaba que en aquel
loft
se desarrollaba una actividad febril doce horas al día.

Comprobar que todo seguía su curso normal, conmigo o sin mí, me acabó de deprimir. Así pues, tampoco allí era imprescindible.

Con el estudio ya asentado y unos clientes fieles, por primera vez entendí que lo importante ya estaba hecho. Mi presencia allí se había vuelto casi testimonial, como la del presidente honorífico de una institución. Me había procurado los mejores colaboradores —les pagaba más que la competencia— para que los encargos salieran adelante sin que yo tuviera que hacer de bombero. Lo que acababa de ver era la prueba de que había logrado un equipo con suficiente autonomía para tomar decisiones por su cuenta.

De regreso a casa se me abrió ligeramente el apetito. Puesto que tenía la nevera vacía, fui en busca de una tapa caliente o un bocadillo, pero todos los bares y restaurantes estaban cerrados. Como una ciudad abandonada tras la guerra, el barrio entero eran luces apagadas y puertas cerradas.

En la cima del abatimiento, al llegar nuevamente a casa me pareció insoportable la idea de volver a encerrarme allí, hacer tiempo para acostarme y acudir al trabajo al día siguiente. Tal vez porque la había hecho construir siguiendo los deseos de Desirée, el chalet de inspiración racionalista me parecía ahora un sarcófago.

Para retrasar el momento de mi entrada me senté en un escalón de aluminio que precedía a la puerta y dejé ir un suspiro. Por pura inercia arranqué una revista doblada que asomaba en el buzón. Era una publicación de ciencia divulgativa que recibía hacía años por error. Una vez me habían regalado una suscripción por seis meses y desde entonces no había dejado de recibirla. Aunque había llamado dos veces a la redacción para comunicar el error —que además les hacía perder dinero—, la revista seguía llegando puntualmente a mi buzón, incluso tras cambiar de domicilio.

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