Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan
—¡Escuchad! —gritó Carl el Cavernoso.
Fet permaneció inmóvil. El sonido inconfundible... Se dio la
vuelta y vio el polvoriento halo de luz contra la pared del túnel, a lo largo de la curvatura de la vía.
El tren 5 se disponía a dar el giro de 180°.
Los «topos» intentaron desbaratar el montículo, infructuosamente. Cray-Z se apoyó en el tubo para saltar sobre su pierna izquierda.
—¡Malditos pecadores! —gritó—. ¡Todos vosotros estáis ciegos! ¡Allá vienen! Y ahora no os queda más remedio que luchar contra ellos. ¡Defended vuestras
vidas!
El tren se abalanzó sobre ellos y Fet retrocedió ante la catástrofe inminente; los faros iluminaban la coreografía y la danza excéntrica de Cray-Z. Fet alcanzó a ver la cara de la conductora antes de que el tren pasara junto a él, rozándolo. Ella le lanzó una mirada inexpresiva y directa. Tenía que haber visto los escombros. Aun así, no accionó el freno.
Era evidente que tenía la mirada propia de un vampiro recién convertido.
¡BAM! El tren chocó contra el obstáculo y las ruedas patinaron con un chirrido ensordecedor. El primer vagón se hundió en la montaña de escombros, dispersándolos en mil pedazos y arrastrando los objetos más pesados a unos diez metros antes de salirse de la vía. Los vagones se tambalearon hacia la derecha, golpeando el borde de la plataforma en el centro de la curva, mientras seguía patinando tras una estela de chispas. La locomotora se tambaleó hacia el otro lado al igual que los vagones, y el tren se inclinó sobre el margen derecho de la vía.
El estridente chirrido, áspero y metálico, era casi humano en su dolor e indignación. Teniendo en cuenta la cavidad de los túneles y su tendencia al eco, tan similares al producido por una garganta, los vagones se detuvieron mucho antes de que el estruendo se apagara.
Muchos pasajeros venían aferrados a los laterales
del tren. Algunos fallecieron en el acto, y quedaron aplastados y esparcidos en los bordes de la plataforma. Los demás siguieron a bordo hasta el final del aparatoso accidente. Cuando los vagones se detuvieron finalmente, se desprendieron del tren como sanguijuelas separándose de la carne, cayendo al suelo
y reincorporándose rápidamente.
Luego se dieron la
vuelta y miraron con sorpresa a los «topos» humanos. Los pasajeros salieron indemnes de entre el polvo y el humo funesto, salvo por su modo de andar, sigiloso y extraño. Sus articulaciones emitían una especie de crujido suave a medida que avanzaban.
Fet hurgó rápidamente en su bolsa de lona para sacar la bomba artesanal que le había entregado Setrakian. Sintió un ardor intenso en la pantorrilla derecha: una varilla larga y afilada como una aguja se la había atravesado de un lado al otro. Si se la arrancaba, sangraría profusamente, y en ese momento la sangre era lo último que él quería oler. La dejó incrustada en su masa muscular, a pesar del intenso dolor.
Cray-Z se acercó a la vía. «¿Cómo pueden haber sobrevivido tantos?», se preguntó asombrado.
Los supervivientes se acercaron, y hasta alguien tan obtuso como Cray-Z pudo advertir que les faltaba algo. Vio destellos de humanidad en sus rostros, pero sólo eran eso: destellos, de la misma forma que se detecta la chispa de una codiciosa inteligencia humanoide en los ojos de un perro hambriento.
Reconoció a varios compañeros «topos», hombres y mujeres, a excepción de una figura. Una criatura pálida y desgarbada, con el torso desnudo, parecida a una estatuilla de marfil. Unos mechones ralos enmarcaban un rostro anguloso y atractivo y, no obstante, totalmente poseído.
Era Gabriel Bolívar. Su música nunca se había escuchado entre los pobladores de la ciudad subterránea, pero todas las miradas recayeron sobre él. Sobresalía entre los demás, y el artista que había sido en vida ahora llevaba a cuestas su condición de muerto-vivo. Llevaba unos pantalones de cuero negro y botas de vaquero. Cada vena, músculo y tendón de su torso desnudo eran visibles bajo su piel delicada y translúcida.
Dos mujeres desfiguradas lo acompañaban. Una de ellas tenía una herida
profunda que le atravesaba los músculos y el hueso del brazo, casi al punto de la mutilación. El tajo no le sangraba; más bien rezumaba, pero no sangre roja, sino una sustancia blanca más viscosa que la leche, aunque de una consistencia menos densa
que la nata.
Carl el Cavernoso empezó a rezar. Su voz suave y quebrada era tan aguda y denotaba tanto miedo que podía haberse confundido con la de un niño.
Bolívar señaló a los hombres que los observaban, y los pasajeros se abalanzaron de inmediato sobre ellos.
Una de las muertas vivientes corrió en dirección a Carl el Cavernoso, lo derribó y se sentó sobre su pecho, sujetándolo contra el suelo. La criatura olía a cáscaras de naranja podridas y a carne rancia. Carl intentó apartarla, pero ella le retorció el brazo a la altura del codo, rompiéndoselo de manera instantánea.
Le empujó la barbilla hacia atrás con la fuerza descomunal de su mano hirviente. Las vértebras cervicales de Carl llegaron al punto máximo de estiramiento, a un paso de romperse, con el cuello extendido y totalmente expuesto. Desde su perspectiva invertida, a la luz de su casco de minero, sólo alcanzó a ver piernas, zapatos desatados y pies descalzos que corrían. Una horda de criaturas de refuerzo irrumpió en los túneles, una invasión masiva que arrasó el campamento, agrupándose en torno a los cuerpos que se convulsionaban en el suelo.
Una criatura se unió a la mujer que estaba sobre Carl, desgarrándole su camisa con furia. El Cavernoso sintió un fuerte mordisco en el cuello. No fue una mordedura propinada con los dientes, sino un pinchazo, seguido de algo semejante a una succión. La otra criatura femenina escarbó en la entrepierna, desgarrándole los pantalones a la altura de la ingle y apretándose contra la parte interior de su muslo. Sintió dolor, un ardor agudo y penetrante. Y luego... un entumecimiento, una sensación semejante a un pistón golpeando contra sus músculos.
Carl estaba siendo drenado. Intentó gritar, pero su boca abierta no encontró voz alguna, sino cuatro dedos largos y calientes. La criatura le agarró la parte interior de la mejilla y le rasgó la encía hasta el hueso de la mandíbula con la garra de su dedo medio. Su carne era salada y amarga, y pronto se vio ahogado por el sabor cobrizo de su propia sangre.
F
et se había retirado inmediatamente después del accidente, pues sabía muy bien cuándo una batalla estaba perdida. Los gritos eran casi insoportables, pero él tenía una misión que cumplir, y no podía desviarse de su objetivo.
Trepó a uno de los conductos y vio que escasamente tenía espacio para acomodarse. Una de las ventajas del miedo era el torrente de adrenalina que circulaba por su sangre: le dilató las pupilas y descubrió que podía ver a su alrededor con una gran claridad.
Desenvolvió el temporizador y le dio una vuelta.
Tres minutos; ciento ochenta segundos.
Un huevo pasado por agua
...
Maldijo su suerte al advertir que, como la batalla sería en el túnel, tendría que internarse en las vías utilizadas por los vampiros para atravesar el río. Y tendría que hacerlo moviéndose hacia atrás, ayudándose con su brazo ileso. Pero lo cierto es que
tenía una contusión severa en el otro brazo y de su pierna derecha manaba sangre.
Antes de activar el temporizador, Fet vio a los «topos» retorciéndose en el suelo mientras eran consumidos por la horda de vampiros.
Ya estaban infectados, todos ellos perdidos de manera irremisible a excepción de Cray-Z, que permanecía cerca de un pilar de hormigón, mirando como un tonto alucinado.
A pesar de todo, se mantuvo al margen de aquellos seres oscuros sin ser atacado, mientras arrasaban la colonia a su paso.
Un momento después, Fet vio la figura desgarbada de Gabriel Bolívar acercándose a Cray-Z, quien cayó de rodillas ante el cantante, en medio del humo y la luz polvorienta, como dos personajes de una imagen bíblica.
Bolívar posó su mano en la cabeza de Cray-Z, y el loco se inclinó en una profunda reverencia. Le besó la mano y elevó una plegaria.
Fet había visto suficiente. Introdujo el dispositivo en un agujero, lo activó y apartó la mano del dial...,
uno..., dos..., tres...,
midiendo el tiempo con el tictac del reloj analógico mientras se alejaba con su bolsa.
Siguió deslizándose hacia atrás, sintiendo que su cuerpo avanzaba con mayor facilidad al cabo de un tiempo, arrastrándose sobre su propia sangre...,
cuarenta..., cuarenta y uno..., cuarenta y dos...
Un grupo de criaturas se acercó a la entrada del conducto, atraído por el olor de la ambrosía rociada por Fet. El exterminador los vio asomarse por la pequeña abertura y sintió que todo estaba perdido...,
setenta y tres..., setenta y cuatro..., setenta y cinco...
Se abrió paso tan rápido como pudo y rebuscó en la bolsa para sacar su pistola neumática. Disparó los clavos de plata mientras se arrastraba hacia atrás, gritando como un soldado tras vaciar su ametralladora en una trinchera enemiga.
Los proyectiles de plata se incrustaron profundamente en el pómulo y en la frente del primer vampiro, un elegante hombre
de unos sesenta años. Fet disparó de nuevo, sacándole los ojos y llenándole de puntas
argénteas las carnes blandas de la garganta.
La criatura chilló y retrocedió. Otras pasaron por encima del camarada caído, serpenteando ágilmente por la abertura del conducto. Fet vio a una que se acercaba peligrosamente: era una mujer delgada vestida con una sudadera, con los hombros lacerados, el hueso de su clavícula al descubierto rozando las paredes...,
ciento cincuenta..., ciento cincuenta y uno..., ciento cincuenta y dos...
Fet le disparó. Siguió arrastrándose hacia él, aunque su cara ya estaba atiborrada de clavos de plata. Su aguijón maldito salió disparado de su cara convertida en un enorme alfiler, hasta su extensión máxima, lo que obligó a Fet a trepar con más fuerza, resbalando en medio de su sangre y errando el siguiente disparo; el clavo rebotó detrás del vampiro y se incrustó en la garganta de la criatura que venía a su espalda.
¿A qué distancia se encontraba? ¿A cincuenta metros de la explosión? ¿A unos treinta metros?
No era suficiente.
Tres cartuchos —y tres minutos— de dinamita después, Fet lo sabría.
Recordó las fotos de las casas con sus ventanas iluminadas mientras seguía disparando y vociferando. Casas hermosas que nunca requerían los servicios de los exterminadores. Si había alguna forma de sobrevivir a esto, Fet se prometió que iluminaría todas las ventanas de su apartamento y que saldría a la calle únicamente para contemplarlas...,
uno-setenta y seis..., uno-setenta y siete..., uno-setenta y...
A medida que la onda expansiva se elevaba detrás de la criatura, y la conflagración lo sacudía, Vasiliy sintió que su cuerpo era empujado por el pistón ardiente del aire desplazado, y un cuerpo —el de un vampiro chamuscado— lo golpeó de lleno, haciéndole perder el conocimiento.
Mientras se desvanecía en un vacío plácido, una palabra en lo más profundo de su mente sustituyó la cadencia del recuento
mental:
CRO
...,
CRO
...,
CROATOAN
.
Arlington Park, Jersey City
D
IEZ Y MEDIA
de la noche.
Alfonso Creem llevaba ya una hora en el parque, escogiendo un punto estratégico.
Era exigente en eso.
Lo único que no le gustó fue la ubicación de la luz de seguridad allá arriba, que despedía un brillo anaranjado. Le dijo a su lugarteniente Royal —simplemente Royal— que rompiera la base del candado y forzara la cerradura con una ganzúa. Problema resuelto. La luz se apagó, y Creem asintió con la cabeza. Volvió a su sitio
bajo la sombra. Sus brazos musculosos colgaban a ambos costados, demasiado gruesos para cruzarlos sobre su pecho. Su cintura era amplia, casi cuadrada. El jefe de los Zafiros era negro y colombiano, hijo de padre británico y madre colombiana. Los Zafiros de Jersey controlaban todas las calles que rodeaban Arlington Park. Podrían hacer lo mismo con el parque si quisieran, pero no valía la pena. El parque era un bazar de criminales
durante la noche, y la labor de limpieza les correspondía a los policías y a los ciudadanos de bien, no a los Zafiros. En realidad, era una ventaja para Creem tener esa zona muerta ahí, en el centro de Jersey City: un baño público que atraía a los cabronazos.
Creem había tomado todas y cada una de las esquinas por la fuerza. Patrullaba como un tanque Sherman y sometía a las bandas rivales a una obediencia total. Cada vez que tomaba otra esquina, se hacía forrar un diente en plata a manera de celebración. Creem tenía una sonrisa radiante e intimidante. Sus dedos también estaban cubiertos con adornos de plata. Tenía cadenas, pero esa noche las había dejado en su casa; es lo primero que asegura una persona cuando sabe que va a ser asesinada. Royal estaba cerca de Creem, sudando dentro de una gruesa chaqueta forrada de piel y un gorro de lana negro con un as de espadas cosido en la parte frontal.
—¿No dijo acaso que nos reuniéramos a solas?
—Tal vez quería «apostar» —respondió Creem.
—Huuh. Entonces, ¿cuál es el plan?
—¿Su plan? Ni puta idea. ¿El mío? Una puta cicatriz agradable.
Creem utilizó su grueso pulgar para describir un corte profundo de navaja en la cara de Royal.